El maestro Kong
El sufrimiento del que hablaba Buda —había sido fácil encender el tercer faro en la página web de Marcel— se manifestó de forma velada en los días siguientes. El asesinato por arma de fuego de Liwei se ventiló con mayor facilidad de la esperada. Antes, sin embargo, tuvimos que cumplir con dos largos interrogatorios en los que detallamos cada minuto que habíamos pasado con el profesor de la Universidad Americana.
A petición de Sarah, en ningún momento mencionamos el nombre de Marcel Bellaiche. Un muerto anterior en extrañas circunstancias habría desatado una investigación policial de mayor envergadura, cuando los agentes trabajaban con la hipótesis de un asalto con el móvil de robo, ya que la cartera del chino había desaparecido.
Para evitar que nos retuvieran en Beirut, nuestra versión de los hechos era que nuestra visita a Liwei tenía sólo un interés académico en relación con el
I Ching
. De algún modo era así, aunque luego las cosas se hubieran ido de madre.
A nuestro favor teníamos que el personal de recepción nos había entregado las llaves y nos había visto subir una hora antes del crimen. Por su parte, un botones testificó que había visto entrar al chino de forma titubeante, pero lo había confundido con un cliente ebrio del hotel.
En cualquier caso, no nos relacionaron directamente con el suceso, con lo que dos días más tarde obtuvimos el permiso para salir del país. El único enigma que inquietaba a la policía era por qué el muerto había ido en busca de sus amigos, en lugar de llamar a una ambulancia.
Al parecer, su coche había sido asaltado muy cerca del hotel. Eso era todo lo que habíamos podido saber.
Por el mismo motivo que no mencionamos a Marcel, también había pactado con Sarah no revelar las últimas palabras de Liwei: «Los Hijos de la Luz», ya que hubiera implicado revelar muchas cosas para las que no teníamos explicación, además de dejar al descubierto la investigación encargada por los Bellaiche.
No fue hasta tomar el avión a Doha, para seguir desde allí a Katmandú, que decidimos hablar del tema. Era poco probable que la policía de Beirut infiltrara un agente secreto en un vuelo de larga distancia para espiarnos. Tenían problemas más urgentes que atender la muerte de un extranjero borracho a las tres de la madrugada.
Antes del salto a Oriente, siguiendo el itinerario del cuaderno, habíamos encendido una tercera antorcha en la página web de Marcel y comprobado que necesitaríamos al menos una semana para obtener un visado a China, mientras que el trámite para entrar en Nepal era inmediato y podía realizarse en cualquier frontera.
El Airbus 380 ya surcaba el cielo de Qatar en dirección al este cuando la francesa llamó mi atención con una leve caricia en mi brazo. Emocionalmente bipolar, era el primer gesto cariñoso que me prodigaba desde que nos habíamos intentado acostar aquella siniestra madrugada.
—¿No te parece extraño que Liwei insistiera tanto en desmentir lo del disco de plomo para luego advertirnos contra los Hijos de la Luz? Porque fue eso: un aviso de que íbamos a seguir el mismo camino que él… y que Marcel.
Levanté la mirada de los folios que había impreso en el Fenicia para discutir aquella hipótesis que también yo había barajado.
—Eso arrojaría una luz nueva sobre este asunto —opiné—. Como mínimo tendríamos un sospechoso del asesinato en Fisterra, aunque no sepamos quién es ni qué había descubierto Marcel para ser ajusticiado. Algo que sin duda había conocido Liwei, ni que sea en parte, para terminar del mismo modo.
—Veo que el movimiento activa tus neuronas —dijo ella admirada—. Apoyo tu deducción, sólo que yo no hablaría de uno, sino de un colectivo de sospechosos. Los Hijos de la Luz.
—La intuición me dice que, en este caso, el asesino trabaja en solitario. Otra cosa es que los Hijos de la Luz englobe a una secta new age o cualquier otro delirio colectivo. Pero el ejecutor es uno solo que trabaja totalmente por su cuenta sin informar a nadie. Ésa es mi impresión. Al pie del faro, junto al muerto encontraron las pisadas de un solo hombre, y la lógica me lleva a pensar que es el mismo que ha liquidado a nuestro anfitrión en Beirut.
Sarah se quedó pensativa. Luego suspiró y sus ojos azules se fundieron con el cielo radiante que atravesaba aquella nave con más de quinientos pasajeros.
Aproveché la pausa para terminar de leer un artículo que me había impreso de Karen Armstrong, una especialista en la era axial. En él sostenía que la sabiduría que emergió en varios focos simultáneos en aquella época no se ha superado aún, exceptuando la exclusión de las mujeres en la transmisión del conocimiento.
La visión de aquellos maestros supuso un rompimiento radical con la era preaxial. La vida pasaba a ser más importante que las teorías. La ética sustituía a los rituales sin sentido. El acceso a Dios, al Nirvana o al Tao se conseguía a través de una vida recta y compasiva. El Creador ya no era un ser temible que exige sacrificios, sino que inspiraba empatía y paz. La guerra y violencia preconizada por antiguas creencias había dado paso al amor —amarás a tu prójimo como a ti mismo— y a la vida interior.
Karen Armstrong culminaba así su reflexión:
Los profetas, místicos, filósofos y poetas de la era axial estaban tan avanzados y su visión era tan radical que las generaciones posteriores tendieron a diluirla. En ese proceso, a menudo se produjo precisamente el tipo de religiosidad que los reformadores de la era axial querían evitar.
Todas las tradiciones que se desarrollaron durante la era axial ampliaron enormemente las fronteras de la conciencia humana y descubrieron una dimensión trascendental en lo más hondo de su ser, pero no contemplaron ese hecho como sobrenatural, y la mayoría de ellas incluso se negaron a discutir ese asunto. Lo que importaba no era lo que uno creía sino cómo se comportaba. La religión consistía en hacer cosas que te cambiaban a un nivel profundo.
En aquel momento, Sarah dejó de escrutar el azul del cielo para pedirme el cuaderno de Alejandría. Desde que seguíamos juntos aquella investigación, yo había decidido compartir con ella lo poco que sabía, incluyendo aquel cuaderno que llevaba siempre conmigo y que contenía alguna clave que no sabíamos interpretar. Tal vez la muerte de su dueño, el asalto a mi casa e incluso el asesinato de Liwei guardaran relación con aquella libreta de tapas de tela.
Lo más frustrante de todo era que, aparte de seguir temerariamente el itinerario del muerto, como me había pedido Simón, estábamos lejos de entender qué era lo que había desatado la tragedia.
—Después de Nicosia y Beirut —comentó Sarah—, antes del trayecto final a Galicia, nuestro hombre estuvo en Katmandú, Pekín, Shanghái y Hong Kong.
—Así es.
—Sin embargo, no hay una sola pista de lo que hizo en Katmandú… ni siquiera el nombre de un hotel. Todas las notas crípticas que quedan están destinadas a China. ¿Qué haremos en Nepal?
—De momento, solicitar nuestros visados a China.
Un mal presentimiento cruzó de repente por mi cabeza.
—¿Crees que los Hijos de la Luz, o quien actúe en nombre de ellos, conocen la ruta que estamos siguiendo?
—No tengo ninguna duda —aseveró muy seria—. Vamos tras los pasos de un hombre que fue ajusticiado en la casilla final de este itinerario. Y algo me dice que sólo estaremos a salvo mientras se nos escape el descubrimiento de Marcel. Es más…
Sarah se había interrumpido para echar un vistazo circular a los pasajeros, aunque desde nuestros asientos sólo podíamos ver una parte. Finalmente concluyó:
—Estoy convencida de que el asesino de Marcel y de Liwei viaja en este mismo avión.
Aquella ciega pesquisa que ahora nos llevaba a Oriente iba a costar a los Bellaiche una buena minuta en hoteles, ya que Sarah había reservado dos dobles en el Hyatt Regency. Era un lujoso hotel de cinco estrellas cerca de la estupa Boudhanath, el lugar más sagrado para los tibetanos fuera del Tíbet.
La bulliciosa y comercial Katmandú se encontraba sólo a seis kilómetros de aquel palacio, rodeado de bucólicos paisajes que recordaban más a la campiña inglesa que a uno de los países más pobres del mundo.
Después de entregar nuestros equipajes en recepción y de inscribirnos en el hotel, pasamos la mañana del martes en la embajada China, donde se comprometieron a agilizar un visado para aquel mismo jueves. Era una buena noticia, me dije, ya que cuanto menos alargáramos aquella odisea, mayores serían nuestras probabilidades de salir con vida.
De vuelta al Hyatt, almorzamos algo ligero en el hotel y desfilamos cada uno a su habitación. La noche loca de Beirut quedaba muy atrás en el ánimo de mi compañera francesa, que dijo ceremoniosa:
—Nos veremos mañana pronto para desayunar y pasear un poco por Katmandú. Tengo tanto sueño atrasado que voy a meterme ahora en la cama y empalmaré ya con la noche.
Después de un par de besos en las mejillas, me encontré en una suite que doblaba el tamaño de mi piso en Barcelona. Un amplio ventanal daba a la famosa estupa de los tibetanos, con la capital nepalí en un fondo acotado por dos altas montañas.
Traté de mitigar el sentimiento de culpa de quien está gozando de placeres que no le corresponden haciendo algo útil. Antes o después el abogado Simón reclamaría un dossier que justificara todos aquellos gastos, más allá del dinero que me había legado el difunto.
Para redactarlo contaba por ahora con datos concretos sobre la estancia de Marcel en Chipre, con el
highlight
de su visita al Maulana y aquel informe sobre la biblioteca de Alejandría que se arrugaba entre los calcetines de mi maleta. En Beirut había asistido al último día de quien le había alojado y quizás había sido su amante. Podía hablar de Liwei, así como del mito del disco de plomo y de los misteriosos Hijos de la Luz. También podía ampliar el dossier con los resúmenes que el propio Marcel había colgado en la página web, aunque por sí solos no tenían más interés que el educativo.
Después de un fugaz vistazo sobre Hermes Trimegisto y el
I Ching
, lo cierto era que habíamos aterrizado en el país de Buda, y sabía poca cosa de él aparte de su origen principesco y de las cuatro nobles verdades, así que decidí tomar un librito en inglés de una estantería de la suite.
Sabía que los adivinos del rey Suddhodana, su padre, le habían advertido que su hijo elegiría la vía espiritual, motivo por el que lo confinó hasta los veintinueve años dentro de los muros de palacio, lejos de cualquier signo de dolor, enfermedad o mortalidad.
Su despertar en el lado sombrío del mundo le llegó a esa edad, tras pedir a un cochero que le procurara un paseo por el campo. Lo que para cualquier persona habría sido una excursión como cualquier otra, para Siddhartha, nombre del futuro Buda, fue toda una revelación, ya que se asombró al encontrar en el camino un hombre de edad avanzada, un enfermo y finalmente un cadáver.
Tras abandonarlo todo para dedicarse a buscar, como asceta mendicante, la liberación del sufrimiento, decidió vestir una túnica azafrán porque era el color de la ropa que vestían los condenados el día de su ejecución.
El librito incluía una selección de sus discursos más célebres, así como algunos aforismos contenidos en el
Dhammapada
, obra fundamental del budismo.
Entre todos los textos me llamó la atención el relato de cómo el Buda explicaba a sus monjes la utilidad del
dharma
—las enseñanzas—, y cómo debían desprenderse también de eso una vez hubieran ascendido en su nivel de consciencia.
—¡Oh, monjes!, os enseñaré el
dharma
para cruzar a la otra orilla, no para conservarlo; escuchad, prestad atención, y hablaré.
—¡Sí, Señor! —asintieron los monjes.
—¡Oh, monjes!, si un hombre que va de camino se encuentra con una gran extensión de agua, y ve que la orilla que él sigue es peligrosa y causa espanto, y que la otra orilla no es peligrosa ni causa espanto, pero que no hay ninguna barca ni ningún puente para poder cruzar de ésta a la otra orilla, tal hombre podría pensar: «Ésta es una gran extensión de agua, esta orilla es peligrosa y causa espanto, la otra orilla no es peligrosa y no causa espanto, pero no hay ninguna barca ni ningún puente para cruzar de ésta a la otra orilla. ¿Y si, después de haber recogido hierbas, palos, ramas y hojas y haber construido una balsa, sirviéndome de esta balsa y esforzándome con pies y manos, pudiera cruzar sano y salvo a la otra orilla?». Entonces, ¡oh, monjes!, este hombre, después de haber recogido hierbas, palos, ramas y hojas y haber construido una balsa, sirviéndose de esta balsa y esforzándose con pies y manos, podrá cruzar sano y salvo a la otra orilla. Una vez cruzado y llegado a la otra orilla, este hombre podría pensar: «Esta balsa me ha sido muy útil. Sirviéndome de esta balsa y esforzándome con pies y manos, he podido cruzar sano y salvo a esta otra orilla. ¿Y si ahora, cargando la balsa sobre mi cabeza o llevándola a hombros, prosiguiera mi camino según mi deseo?». ¿Qué pensáis de ello, ¡oh, monjes!? ¿Está haciendo este hombre con la balsa lo que habría que hacer?
—¡No, Señor!
—¿Cómo ha de actuar, pues, ¡oh, monjes!, este hombre para hacer con la balsa lo que habría que hacer? En este caso, ¡oh, monjes!, este hombre que ha cruzado y alcanzado la otra orilla podría pensar: «Esta balsa me ha sido muy útil. Sirviéndome de esta balsa y esforzándome con pies y manos, he podido cruzar sano y salvo a esta otra orilla. ¿Y si ahora, después de haber dejado la balsa en tierra firme o haberla hundido en el agua, prosiguiera mi camino según mi deseo?». Actuando así, ¡oh, monjes!, este hombre estaría haciendo con la balsa lo que habría que hacer. Esto mismo, ¡oh, monjes!, es lo que se ha de hacer con el
dharma
enseñado por mí para cruzar, no para conservar.
Tras leer este discurso me dije que tal vez Marcel había cruzado a la otra orilla, descubriendo algo esencial en aquellos siete maestros espirituales, pero no había conservado siquiera la vida para contarlo.
Seguí leyendo aquella antología de textos mientras la tarde se iba desplomando sobre la estupa de Boudhanath. Desde mi ventanal podía distinguir algunos de los cincuenta monasterios tibetanos construidos a su alrededor por exiliados.
Al parecer, allí estaban enterrados los restos del sabio Kasyapa, también venerado por los hinduistas.