La luz de Alejandría (11 page)

Read La luz de Alejandría Online

Authors: Álex Rovira,Francesc Miralles

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: La luz de Alejandría
3.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esa advertencia me apuntaba como una flecha afilada. ¿Sería castigado con la desventura máxima y apartado del tablero de juego?

Respiré hondo.

—¿Os dice alguna cosa? —preguntó Liwei, impaciente—. Seguro que ha resonado algo en relación con algún hecho reciente. Vamos, ahora os toca a vosotros desentrañar el mensaje.

—¿Puedo tumbarme un momento en esa cama? —dijo Sarah como respuesta, para mi sorpresa.

Era la primera vez que la veía abandonar su porte distante delante de extraños, a fin de cuentas sólo había bebido una cerveza. Tampoco entendía que hubiera cogido la mano a Liwei una hora después de conocerle.

Mientras Sarah se tumbaba sobre el futón sin siquiera descalzarse, me dije que desconocía más cosas de las que había supuesto.

—Yo ahora tengo claustro —se disculpó el chino—, pero disponed de la casa como si fuera vuestra. Volveré más tarde para salir a cenar.

Antes de que pudiera pensar nada más, el profesor se apresuró hacia la salida y cerró la puerta dejando dentro un pozo de preguntas y fatalidad.

Sesenta y cuatro situaciones existenciales

Un repentino sopor me hizo sospechar que hubiese algo más que cerveza en aquellos botellines. Sin embargo, pronto comprendí que sólo se trataba del calor de Beirut a finales de junio y de un aire acondicionado en modo
off
.

El doble cristal había convertido el loft en un horno.

Tras buscar infructuosamente el mando a distancia, abrí el ventanal para dejar paso a la brisa marina y al barullo in crescendo de aquel viernes por la tarde.

Al pasar junto al futón donde Sarah ya dormía, vi que era lo suficiente ancho para acomodarme a su lado, así que me descalcé y estiré las piernas con la espalda recostada contra la pared.

Desde aquella perspectiva, la francesa se me antojaba la mujer más atractiva del mundo. Sus largas piernas escapaban de la minifalda en una semiflexión que le procuraba un sólido apoyo. Mis ojos viajaron desde la curva perfecta de sus pantorrillas a los muslos firmes. Luego contemplé la franja de vientre, blanco y liso, que había quedado al descubierto bajo su blusa, que se había levantado ella al quedarse dormida de inmediato.

Un doble pitido en mi móvil detuvo aquí mi exploración visual.

Era un WhatsApp. Nuevamente de Deep Light:

¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta

del murelio, se sentían balpamar, perlinos

y márulos. Temblaba el troc, se vencían

las marioplumas, y todo se resolviraba

en un profundo pínice, en niolamas

de argutendidas gasas, en carinias

casi crueles que los ordopenaban

hasta el límite de las gunfias.

En comparación con esto, me dije, el
I Ching
era un dechado de claridad.

Al preguntar la noche pasada quién era el autor del mensaje, no había obtenido respuesta, así que en mi segundo intento cambié la fórmula:

¿Qué diablos significa esto?

La respuesta no se hizo esperar esta vez:

Es gíglico, imbécil.

Ofendido y sin entender nada, desconecté el internet del móvil, que además me estaba costando una fortuna al hallarme en un país extranjero.

Justo entonces la bella durmiente a mi lado hizo algo inesperado. Sin abrir los ojos, deslizó su falda piernas abajo y luego se deshizo de la blusa con un par de movimientos hasta quedar en sujetador.

En su duermevela, la mujer ahora en ropa interior —un conjunto de encaje negro— no era consciente de que hubiera nadie a su lado. Suspiró un par de veces y resopló con más fuerza antes de volver a un sueño más profundo.

Contemplé aturdido a mi compañera de investigación. Yo seguía fatalmente atraído por ella, y aquella intimidad inesperada no ayudaba a remediar mi mal. Sentí un temblor al observar cómo sus pechos, contendidos con dificultad en el sujetador, subían y bajaban con cada respiración.

«Vamos con el
I Ching
», me dije tomando del suelo el tocho de Wilhelm. «Por cierto, ¿qué debe de ser el gíglico?».

En la introducción a la obra se explicaba que el libro de las mutaciones parte de la base de que el universo funciona a partir de los polos opuestos, materia y antimateria, ying y yang. Así como Heráclito había dicho que «todo fluye», los autores del
I Ching
analizaban un mundo en constante movimiento.

Considerado a la par un libro de filosofía y una obra de adivinación, los adictos al oráculo decían que este libro es «una forma de entender e incluso controlar eventos futuros».

A continuación, leí un texto escrito en 1945 por Carl Gustav Jung como prólogo al libro de Wilhelm:

La manera en que el
I Ching
tiende a contemplar la realidad parece desaprobar nuestros procedimientos causalistas. El momento concretamente observado se presenta a la antigua visión china más bien como un acaecimiento fortuito que como el resultado claramente definido de procesos en cadena concurrentes y causales. La cuestión que interesa parece ser la configuración formada por los hechos casuales en el momento de observación, y de ningún modo las razones hipotéticas que aparentemente justifican la coincidencia. En tanto que, cuidadosamente, la mente occidental tamiza, pesa, selecciona, clasifica, separa, la representación china del momento lo abarca todo, hasta el minúsculo y absurdo detalle, porque todos los ingredientes componen el momento observado.

En otra parte del prólogo, se decía que «los sesenta y cuatro hexagramas del
I Ching
son el instrumento mediante el cual puede determinarse el significado de sesenta y cuatro situaciones diferentes, y por otra parte típicas». Una de ellas era sin duda el pozo en el que había caído sin quererlo ni buscarlo.

En lugar de ilustrarme sobre las otras sesenta y tres situaciones, salté de la cama y salí al balcón sobre una Corniche cada vez más concurrida.

Tal como había predicho Liwei, gracias al oráculo de la observación cotidiana, algunos coches ya habían aparcado frente a las terrazas y abrían sus puertas, convertidos en cabinas de DJ con ruedas. Frente a los autos se desplegaban sillas ocupadas por amantes de los distintos «chumba chumba» que en ese momento se entremezclaban.

El mar se veía ahora de un azul profundo y una bandada de aves dibujaba caprichosas formas sobre el cielo de la tarde. Desde mi atalaya podía contemplar incluso las famosas Rocas de las Palomas, unos arcos naturales de piedra que se adentraban en el caldo marino.

Pese a la música estridente, la belleza de aquella ciudad atormentada, sumada a la de la mujer que dormía en el apartamento, proclamaba que la vida podría ser un sitio recomendable si no la hiciéramos tan complicada.

Cuando me harté de recibir la brisa marina en la cara, volví al loft con la sensación de estar perdiendo el tiempo de la mejor manera.

La mujer en ropa interior ya no estaba en el futón, comprobé mientras me llegaba el rumor del agua canalizada. Se estaba duchando. Otra escena agradablemente cotidiana si no fuera porque algo me decía que aquél era el último remanso de calma antes de que estallara el caos.

El hacedor de lluvia

El anfitrión regresó a las nueve, cuando el despliegue de ociosos en la Corniche empezaba a ser un escándalo. Para entonces Sarah ya se había vestido y acicalado en el baño.

Mientras bajábamos hasta el coche mal aparcado de Liwei, me pregunté por qué diablos habíamos pasado toda la tarde en el apartamento de un forastero ausente, teniendo dos habitaciones en un carísimo hotel.

La única explicación era que, cuando uno abandona el último atisbo de normalidad, ya cualquier cosa puede suceder.

—Pararemos en un restaurante bastante decente antes de ir a la calle de los bares —anunció el chino, repentinamente animado, antes de pisar el acelerador—. Creo que la noche de Beirut os sorprenderá.

Dicho esto, salió disparado por el carril de la Corniche que nos reintegraba al casco antiguo de la capital. Durante el frenético trayecto, el clon de Lang Lang tuvo tiempo de adelantar dos camiones, saltarse varios semáforos en rojo e incluso entrar en una calle en contradirección.

—Aquí hay que conducir con un estilo deportivo —se justificó mientras aparcaba frente a un restaurante de cocina libanesa.

Sarah miró irritada a nuestro cicerone mientras ocupábamos una mesa de mármol con una fuente de fruta y un candil encendido. La música chillout armonizaba con una ecléctica decoración a base de cortinas estampadas, telón de una larga ristra de Budas dorados entre columnas de yeso que emulaban las de la antigua Roma.

Tras pedir el inevitable
hummus, shawarmas
y vino del valle de Bekaa, eché una mirada circular a aquel local postizo y falsamente cosmopolita.

—Me pregunto por qué se utiliza tanto a Buda para adornar los sitios más cutres —comenté sin ambages.

Liwei llenó las copas de vino tinto y repuso:

—Supongo que vende mucho más que poner a Cristo crucificado.

—Es posible, pero ¿qué pensarán los budistas de eso? Debe de resultarles chocante encontrar a su guía espiritual en tiendas de decoración, restaurantes y bazares chinos, con todo mi respeto.

—No creo que les importe —dijo Liwei—. Quizás incluso les guste que el mensaje básico de Buda llegue incluso a esta clase de lugares.

—¿Cuál es ese mensaje básico? —intervino Sarah.

El profesor la miró con cariño y dijo:

—«Ante todo, mucha calma».

—Es un buen consejo —añadí notando enseguida el efecto del fuerte vino—, sobre todo en tiempos convulsos como los actuales. Por cierto, ¿tú eres budista?

—En China conviven tres religiones: el budismo, el confucianismo y el taoísmo. De hecho, muchas personas en mi país participan de conceptos de las tres. Pero yo me remonto más atrás y me guío por el
I Ching
, como Richard Wilhelm, aunque no tuve que deslomarme a estudiar para leer el original. —De repente su expresión se iluminó, como si acabara de encontrar un objeto precioso en su memoria—. ¿Conocéis la historia del hacedor de lluvia?

Sarah y yo negamos con la cabeza, a la vez que nos dejábamos servir más vino.

—Es una vieja historia que le contó Wilhelm a Jung, que también se interesaba por el libro de las mutaciones. Al parecer, el traductor del
I Ching
al alemán vivió en un territorio de China muy afectado por la sequía. Hacía meses que no caía una gota de lluvia y se avecinaba la catástrofe. Los católicos organizaron procesiones, los protestantes recitaban plegarias y los chinos quemaron incienso y dispararon sus fusiles para espantar a los demonios de la sequía. Hasta que finalmente alguien dijo que había que buscar al hacedor de lluvia.

—¿Era un espíritu de la tierra o algo parecido? —intervino Sarah, súbitamente interesada por aquella historia.

—No, era un hombre anciano y enjuto que vino de una aldea de provincias. —Sonrió Liwei—. Dijo que sólo necesitaba que pusiesen a su disposición una cabaña tranquila. Se la dieron y se encerró allí tres días.

—¿Y qué sucedió? —pregunté.

—Al cuarto día, las nubes se amontonaron y cayó una gran nevada, en una época del año poco propicia para ello. Asombrado por el milagro del hacedor de lluvia, al parecer Wilhelm fue a conocerlo y le preguntó cómo lo había hecho. ¿Y sabéis qué le respondió este hombre humilde? Dijo: «Yo no hice la nieve, no soy responsable de ello». A lo que el alemán preguntó: «Entonces, ¿qué ha hecho usted durante estos tres días?». El hacedor de lluvia se explicó así: «En mi país las cosas son lo que deben ser, algo que en Occidente habíais perdido. Así, lo único que he tenido que hacer es aguardar tres días hasta que el Tao naturalmente ha hecho la nieve».

—No entiendo la moraleja de esta historia —reconocí.

—Es que no tiene moraleja alguna. Se trata de dejar que las cosas sucedan, eso es todo.

Aquella historia me recordó una noticia curiosa que había leído un tiempo atrás. Al parecer, se había organizado un encuentro internacional de intelectuales de toda clase de disciplinas para acordar una máxima que nadie pudiera discutir. Durante un fin de semana entero les dieron vueltas a muchas creencias, que siempre eran desmontadas por uno u otro participante.

Finalmente, después de discusiones sin fin, lograron establecer una sola verdad universal y fue:
Things happen
. Las cosas pasan. Eso era todo.

Mi duda, sobre esto, era que si las cosas pasan, hagamos lo que hagamos, como en la historia del hacedor de lluvia, ¿qué sentido tiene luchar por nada?

Sarah me distrajo de estos pensamientos tras apurar su copa.

—¿Y ahora qué? ¿Adónde vamos?

—Os quiero enseñar un par de lugares de la calle Gemmayzeh. Podemos ir a pie desde aquí, pero quiero aparcar mejor el coche.

De pie frente al bullicioso restaurante, dejamos que nuestro cicerone llevara su Beetle hasta un descampado cercano. Dirigí a Sarah una mirada de complicidad antes de declarar:

—No sé qué pensaría la familia Bellaiche si nos viera tan ociosos. Parece que, en lugar de investigar los pasos de Marcel, estemos aquí para divertirnos y escuchar fábulas amables.

—Estamos trabajando —murmuró ella mientras se acercaba el dedo índice a los labios—, aunque no lo parezca. Sospecho que Liwei sabe mucho más sobre Marcel de lo que está contando. Por eso nos entretiene con historias espirituales sencillas. Esta noche hay que emborracharle.

—¿Qué te hace pensar que sabe más de lo que quiere contar?

—Para empezar, estoy convencida de que él y Marcel eran amantes.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —le pregunté perplejo.

—Lo he notado al tomarle la mano en su balcón. Simplemente ha dejado que se la coja. No me la ha estrechado ni ha acariciado la mía con los dedos. Era una mano muerta, sin emoción alguna.

—Eso no significa nada —repuse para provocarla—. Quizás simplemente no le gustas porque no eres su tipo.

El aludido regresó en aquel instante. Caminaba tranquilo mientras con los dedos se desordenaba un poco más el pelo crespado.

Sarah había bebido lo suficiente para que se produjera la transformación que ya había vivido en nuestra anterior aventura. La mujer contenida y distante dejaba paso a una
femme fatale
imprevisible que exhibía abiertamente su sensualidad.

Tomó al chino por la cintura y le pidió:

—Está muy bien eso del hacedor de lluvia, pero tal vez no volvamos nunca más a Beirut. Llévanos a conocer el vicio, anda.

Other books

Reborn (Altered) by Rush, Jennifer
The Distance from Me to You by Marina Gessner
Fire Sale by Sara Paretsky
African Gangbang Tour by Jenna Powers
Agent M4: Riordan by Joni Hahn
Spanish Gold by Kevin Randle
The Doors Of The Universe by Engdahl, Sylvia
Mixed Blessings by Danielle Steel
Acceptable Risk by Candace Blevins