El mismo orondo recepcionista de la noche seguía allí con expresión amargada. Tal vez por eso no se mostró muy colaborador y se limitó a decir:
—Me suena, pero no recuerdo su nombre.
—Se llama Marcel Bellaiche. —Corregí en el último momento la tentación de usar el pasado—. Es un viejo amigo. Hace tiempo que no sé de él y me gustaría saber sobre su viaje. ¿Recuerda haber hablado con él?
—Sólo hola y adiós. Pero seguro que habló con Haritos. El viejo le da coba a todo el mundo.
—¿Haritos? ¿Dónde está?
—Es el dueño del hotel. Ahora mismo estará desayunando en el Herodos, le gusta mucho ese sitio. —Liberó un bostezo antes de concluir—: Vaya allí y pregunte por él.
Empecé a buscar aquel lugar bajo un sol abrasador, no sin antes perderme unas cuantas veces por el laberinto de la vieja Nicosia. Junto a la línea verde que separaba a griegos y turcos, la mayoría de las casas parecían abandonadas, como si la invasión se hubiera producido recientemente y no cuatro décadas atrás.
Me detuve fascinado ante el escaparate de una tienda cerrada. Los productos que exhibía eran de otra época, como un museo accidental de la vida cotidiana en 1974.
Tras callejear casi una hora, llegué a una bucólica plaza de altas palmeras. Desde allí podían verse los minaretes de la otra parte de Nicosia. El aire oriental traspasaba la línea verde, ya que allí mismo había unos baños turcos impecablemente restaurados. Parecían estar en funcionamiento.
Justo al lado vi la agradable terraza de una taberna griega tradicional. Sin duda, aquél era el lugar que frecuentaba el tal Haritos.
Dar con él fue de lo más fácil. El camarero me señaló un anciano encorvado que tomaba un gran
frappé
ante un periódico desplegado. Al mozo le sorprendió que yo pidiera un café caliente antes de dirigirme hacia la mesa de aquel asiduo.
Tras presentarme muy torpemente, el dueño del Asty me invitó a sentarme y me hizo varias preguntas sobre mi procedencia. También quiso saber si estaba enterado de la situación de Chipre. Bandeé rápidamente esa cuestión para centrarme en lo que me había llevado hasta allí.
—Soy amigo de la familia de Bellaiche, que me ha encargado que dé con él. Hace tiempo que le hemos perdido la pista. Estuvo varias semanas alojado en su hotel y me pregunto si…
—Marcel, lo recuerdo. Era un cliente encantador, aunque el día de su partida me enfadé con él. ¿No ha vuelto a casa entonces? —preguntó preocupado, como si aquello le acabara de confirmar alguna sospecha.
—Todavía no —dije sin concretar más—. ¿Puedo saber por qué se enfadaron?
Haritos clavó en mí sus ojos vidriosos. Aquella pregunta le había cogido por sorpresa. No obstante, pronto entendí que su afán de conversar podía más que cualquier discreción, ya que levantó la voz para declarar:
—Le recomendé que no viajara a la parte ocupada. Allí hay diez mil soldados turcos y más de tres mil policías. Le advertí que, no siendo musulmán, si metía las narices donde no debía iban a cogerlo preso.
Estaba teniendo la suerte del principiante, pensé. Ese primer contacto ya estaba arrojando datos con los que llenar aquel informe a precio de oro para la familia Bellaiche. Sin embargo, no esperaba la revelación que el anciano soltó a continuación:
—Además, ¿quién puede creer que el hombre más sabio del mundo vive en el norte de Chipre? Todo eso de los maulanas…
—¿Quiénes son los maulanas? —pregunté, excitado, al recordar el apunte en el cuaderno del muerto, bajo el que había un 7 × 7 × 7.
—No entiendo mucho de eso, pero se refiere a los maestros sufíes, algo que tiene que ver con los derviches. ¡Yo qué sé! Son místicos del islam con mucha tradición en Turquía. Tu amigo estaba muy interesado en conocer al jefe de todos ellos. Se fue tras él y ya nunca volvió, por lo que veo.
Las notas en el cuaderno, a no ser que consignaran viajes que no llegaron a hacerse, indicaban una ruta más allá de la República Turca del Norte de Chipre. Y, en cualquier caso, su muerte en el faro gallego era la prueba final de que había salido de aquella región de la isla que tan mal fatuo daba a los griegos.
—Entonces —recapitulé— el jefe de los maulanas vive en el norte de Chipre. ¿Es el hombre más sabio del mundo?
—Eso dicen los suyos. Por lo que su amigo me contó, el Sheikh Nazim encabeza el linaje de los derviches naqshbandi. —El anciano sonrió orgulloso de haber recordado aquella palabra—. En esta misma taberna, Marcel me dibujó en una servilleta una pirámide con ese hombre en lo más alto. Aseguró que de él dependen siete maestros, cada uno de los cuales tiene a su vez siete discípulos, y bajo éstos hay otros siete maestros por barba de un rango inferior.
Un rápido cálculo mental me llevó a la cifra de trescientos cuarenta y tres maestros con el gran maulana, el Sheikh Nazim, en la cima. Me pregunté si aquel santo musulmán era uno de los siete faros de su estudio.
—¿Sabe si se puede conocer a ese sabio?
—Ni idea —gruñó Haritos, visiblemente cansado de aquella conversación—. Sólo sé que tu amigo fue en su busca pese a mis recomendaciones. Aunque no he estado allí, en mi opinión ése es un mundo reservado a los musulmanes. No creo que les guste que un infiel meta ahí las narices. Eso es lo que le dije.
Me quedé un rato cavilando antes de lanzar una última pregunta:
—¿Le contó Marcel por qué tenía tanto interés en conocer al Sheikh Nazim? ¿Cuál es la misión de esos derviches?
—Búscalo por internet. ¿No es eso lo que hace todo el mundo hoy día? Aunque curiosamente yo le hice la misma pregunta a tu amigo justo antes de partir. Y su respuesta fue curiosa: «Su misión es salvaguardar la sabiduría y vigilar que el mundo no se vaya a la mierda».
Estaba claro que tenía que seguir los pasos de Marcel más allá de la línea verde, así que, sin comunicar mis intenciones al hotelero, intenté hacer arreglos para el viaje aquella misma mañana.
Siguiendo la tónica que ya había detectado sólo poner pie en la isla, ningún taxista aceptó pasar «al otro lado», como si allí se abriera un abismo parecido al que los romanos habían imaginado en el
Finis Terrae
. En las tiendas de alquiler de coches también me pusieron problemas porque el seguro no cubría lo que pudiera suceder en la parte ocupada. Finalmente decidí hacer lo más sencillo: cruzar la frontera a pie y ver qué ocurría.
Para ello sólo tuve que caminar por la comercial calle Ledra hasta llegar a un quiosco con un paso fronterizo bajo una bandera turca. Allí un adormecido policía miró mi pasaporte y agitó la mano para que pasara.
En la otra Nicosia me encontré caminando entre tenderetes de ropa de marca —probablemente falsificaciones—, a precios reventados. De vez en cuando, algún inglés quemado por el sol husmeaba entre las camisetas y los tejanos o se atrevía incluso a iniciar un regateo.
Aparte de eso, el ambiente era aburridamente plácido, con grupos de viejos charlando en pequeñas terrazas al lado de los puestos. «Como una pequeña ciudad turca cualquiera», me dije. De momento no detectaba el peligro contra el que me habían prevenido los griegos.
Elegí un bar en la esquina más bulliciosa para refugiarme del sol. Sabía por experiencia que el café turco puede dejar la boca llena de marro, así que me pedí un té mientras observaba la parroquia local.
Todo eran hombres vestidos a la antigua —muchos con chaleco y gorra— que tomaban el té, fumaban y jugaban al ajedrez o a las damas.
Antes de cruzar la frontera había entrado en un cibercafé para localizar la población del hombre más sabio del mundo, según la tradición sufí. El Sheikh Nazim tenía su sede en Lefke, un pueblo a setenta y cinco kilómetros de Nicosia junto a las monumentales montañas de Troodos.
Mientras me preguntaba cuánto dinero costaría hacerme llevar hasta allí, un taxi se detuvo delante del café. El conductor gritó algo en turco al camarero. Por la rapidez con la que el mozo procedió, entendí que el chófer tenía poco tiempo antes de volver al volante.
Cuando vi entrar a aquel hombre pequeño con enorme mostacho, decidí que negociaría con él mi viaje.
Al oír el destino, primero hizo aspavientos con los brazos mientras me decía que aquello estaba muy lejos, las carreteras eran malas y él tenía poco tiempo. Tras darle las gracias y volver a mi mesa, el taxista recapacitó al entender que podía buscar otro que no fuera él. Un atropellado baile de números terminó en la cifra de 50 euros para llevarme al lugar donde Marcel había buscado al hombre más sabio del mundo.
El sol iniciaba ya su lento declinar sobre los tejados rojos de Lefke, donde el tiempo parecía haberse detenido mucho antes de 1974. Después de atravesar varios campos de limoneros, el viejo taxi se metió por las polvorientas calles de la pequeña ciudad.
—¿Va a dormir en el Dergah, sir? —preguntó el hombre del mostacho.
—¿Qué es el Dergah?
—El albergue para los peregrinos que vienen a ver al Maulana. Es preciso llevar el saco de dormir.
Por primera vez, me di cuenta de que había emprendido aquel viaje sin nada. En el macuto sólo llevaba el cuaderno de Alejandría y mi ordenador portátil.
—Pensaba ver ahora al Maulana y luego volver a Nicosia.
—Eso será imposible, sir —dijo asombrado el taxista—. De hecho, considérese un hombre afortunado si le recibe unos minutos mañana bien temprano. ¿Quiere que le lleve a un hostal?
No había llegado hasta allí para dar vuelta atrás sin explorar aquella pista, así que acepté la propuesta.
El taxista me condujo hasta un establecimiento donde sin duda tendría comisión. Un hombre escuálido con gorra me saludó levantando sus ojos acuosamente azules. Luego me abrió la puerta de una casa donde se alquilaban habitaciones.
No fue necesario regatear. Pactamos 20 euros por un cuarto con el baño fuera y fui a despedirme del conductor, que me dijo en voz baja:
—Levántese con el sol y vaya a casa del Sheikh. Si Dios ha decidido que vea al Maulana, éste le abrirá las puertas sin dudar.
Una vez en la habitación, me sentí agotado por el calor y el trajín. Aunque no llevaba ropa para cambiarme, me refresqué en el baño y me senté en la cama de muelles con el portátil en mi regazo.
Mientras lo conectaba a una señal de internet que no estaba protegida, supuse que Marcel Bellaiche había actuado de una forma parecidamente solitaria. La única diferencia era que él debía de saber qué buscaba en el Maulana, mientras que la sabiduría que yo reclamaba de él tenía que ver con algo tan terrenal como una muerte inexplicada.
En todo caso, apelé a la buena voluntad del derviche para arrojar algo de luz sobre aquella odisea que no había hecho más que empezar.
Volví a entrar en la página web de la luz de Alejandría y escribí en los diferentes faros el nombre del maestro sufí, pero nada sucedió. Asumiendo que el estudio de Bellaiche se centraba en iluminados más antiguos, volví a interesarme por Hermes Trimegisto.
Tras releer las leyes del
Kybalion
, que como Sarah había apuntado parecían asombrosamente modernas, busqué en la red documentación sobre los derviches naqshbandi. Había anotado aquel nombre mencionado por el viejo Haritos.
Por lo visto, era el único linaje sufí que hunde sus raíces en el entorno del profeta, ya que su jefe espiritual desciende de Abu Bakr, compañero de Mahoma y primer califa. Explorando los inicios del sufismo fui a parar a Rumi, el poeta y místico más conocido de aquella corriente del islam. Sus versos resonaron profundamente en mi interior mientras sentía cómo los ojos se me cerraban.
Cada cual ha sido creado para hacer algo en particular
y esa misión late dentro de cada corazón.
Hay algo que despliega nuestras alas.
Algo que hace desaparecer el aburrimiento y el dolor.
Alguien llena la copa delante nuestro, aunque no lo veamos.
El sabor es lo sagrado.
No te lamentes.
Aquello que crees haber perdido
volverá a ti de otra forma.
Dormí como una roca doce horas seguidas, algo que no hacía desde el bachillerato. El repetido canto de un gallo me hablaba de un paraíso alejado del trasiego mundano.
Tras asearme lo mejor que pude, teniendo en cuenta que había dejado Nicosia con lo puesto, salí a las calles de Lefke con una inesperada paz de espíritu. Quizás fuera la lejanía de la civilización lo que me hacía sentir a salvo de los peligros pasados, e incluso de mí mismo.
Una sensación nueva de lentitud y desapego se había apoderado de mí.
Me detuve en una panadería regentada por una anciana con la cabeza cubierta por un pañuelo morado. Señalé un panecillo dorado que tenía un aspecto muy apetitoso. La mujer lo envolvió en un pedazo de papel y me lo entregó con una sonrisa casi imperceptible.
Después de cobrarme 20 céntimos de euro, me preguntó en un inglés muy correcto:
—¿Vas a ver al Maulana?
—Lo intentaré. ¿Cómo lo sabe?
—Todos vienen a verle. Es un hombre santo que tiene las palabras que necesita cada uno. Dale esto de mi parte, hijo. Al Sheikh Nazim le gustan los regalos humildes si están aderezados con mucho corazón.
Dicho esto, envolvió un fino rosco con semillas de sésamo.
—Si me recibe, espero entender sus palabras, puesto que no sé turco —confesé—. ¿Cómo es que usted habla inglés?
—Nací aquí. Soy turcochipriota de pura cepa, y este país fue una colonia inglesa hasta 1960. Todos los de mi generación aprendieron el idioma. El Maulana también lo habla. —La anciana me miró como a un niño pequeño antes de añadir—: Debes besarle la mano en cuanto te lleven ante su presencia. Y al despedirte agárrate a su bastón. Con ello te llevarás su
baraka
, la bendición, allí donde vayas.
El hogar del Sheikh Nazim era una idílica casa llena de flores donde se respiraba serenidad y desapego de las cuitas mundanas.
Entre los fieles que hacían guardia en el jardín, esperando ser recibidos por el santo sufí, destacaba un joven vestido con una chilaba blanca que entendí que era su secretario. Su tez era oscura, lo que me llevó a pensar que podía ser egipcio.
Su mirada de carbón se posó en mí inmediatamente, dado que el resto de peregrinos vestían a la manera tradicional y parecían turcos. Comprendí que aquella mañana yo era el único extranjero. Eso podía facilitar mi acceso a la máxima autoridad de aquel linaje de maestros, me dije.