—Ha sido un placer tomar el té en su hospitalaria casa.
Luego bajé los escalones sin que nadie me retuviera.
Amanecí el sábado durmiendo en el suelo, lo cual me hizo sospechar que alguna pelea en mis sueños me había tumbado del sofá. Antes de mirar en dirección a la cama de mi compañera, recordé la encerrona en aquel falso salón de té.
Tras apartar de mi mente aquel engaño patético, regresé mentalmente al artículo de Lao Tsé.
Si algo había entendido del
Tao
era que, fuera de evitar las ceremonias del té fraudulentas, en la vida muchas veces es mejor
no hacer
y dejar que todo siga su curso natural que
hacer
y meter la pata hasta el fondo. Se trata de nadar en la corriente, fluir con las desgracias que la vida pone en nuestro camino y celebrar el solo hecho de poder reírnos de ellas.
Con estos pensamientos estúpidos me puse en pie para cambiarme. La cama de Sarah estaba vacía, pero su rastro se hallaba en toda la habitación en forma de piezas de ropa repartidas por todas partes. Un caos muy suyo que demostraba que, durante mi último sueño, había dudado sobre qué ponerse.
«Sí, pero ¿para ir adónde?», me dije mientras pasaba por el baño para luego vestirme a toda prisa. Si el balance de aquella etapa resultaba tan pobre como en Katmandú, donde lo único destacable había sido el encuentro con Deep Light, habríamos vuelto a gastar dinero inútilmente. Y, puesto que estábamos fuera del control de nuestro supuesto perseguidor, ni siquiera pagábamos con peligro nuestra estancia en la capital.
La visión de Sarah en una mesa del patio mitigó un poco el sentimiento de absurdidad que me había embargado aquel sábado. Su larga melena negra se desparramaba libre por sus hombros, escasamente cubiertos por un vestido naranja de tirantes. Unas zapatillas deportivas del mismo color le daban un toque aún más fresco e informal.
—Buenos días, ¿cuál es el plan? —preguntó.
—No hay plan —dije aplicando el principio de
Wu Wei
, la noacción—. Ya has visto el cuaderno. En Pekín sólo tenemos un montón de horarios de trenes y aviones, como si Marcel sólo pensara en huir de aquí. Eso y…
—¿Y?
—Un número cualquiera recuadrado en medio de la página: 798.
Sarah se llevó a los labios un cuenco de té y entrecerró los ojos para protegerse del sol antes de declarar:
—Para los chinos no existen los números cualquiera. Son mucho más supersticiosos que nosotros, ¿sabes? Pero tienen sus propias manías. El número trece les trae sin cuidado, pero en cambio odian el cuatro, ya que en chino suena igual que «muerte». Por eso es el número de la mala suerte y en muchos hoteles y edificios de la planta tercera se pasa directamente a la quinta. La cuarta no existe, lo cual es una manera simbólica de negar la muerte.
Me dejé caer sobre una de las sillas de plástico bajo el sol. El joven del pelo rubio, que parecía empleado allí veinticuatro horas al día, se apresuró a llevar un cuenco con té y un platito con pastas que no supe identificar.
—¿Cómo puedes saber tantas cosas? —dije admirado antes de volver a nuestro enigma—. Entonces el 798 no te dice nada.
—El ocho es el número de la suerte en China, eso sí, porque se pronuncia de forma similar a «prosperidad». Por eso los Juegos Olímpicos de Pekín empezaron el 8 del octavo mes de 2008, aunque en agosto hace un calor horrible en la capital y hubiera sido mejor otro mes.
Sumé mentalmente los tres números de la cifra misteriosa y me daba veinticuatro, lo cual tampoco me decía nada.
—Adquirir un piso en la planta octava de un edificio es notablemente más caro —siguió Sarah—, y los números de teléfono con varios ochos tienen también un precio superior. Dicen que en Hong Kong, que está lleno de banqueros, la pasión por el ocho es aún mayor: en la década de 1990 se vendió la matrícula número ocho por cinco millones de dólares locales.
—Me dejas boquiabierto. Pensaba que la experta en conocimientos inútiles era tu hermana.
—Ya veremos si es inútil —respondió levemente ofendida—. Tengo mentalidad académica y me he documentado sobre la cultura china porque Simón me dijo que nuestra búsqueda pasaba por aquí. En un caso tan extraño como éste no hay que desechar ningún detalle.
A falta de algo por lo que empezar, decidimos tomar el metro hasta Tiananmen como haría cualquier turista recién llegado a la capital.
El medio de transporte había sido idea de Sarah, ya que a mí me aterraba quedar atrapado en una aglomeración en una ciudad con diecisiete millones de habitantes. Pero, para no parecer un cobarde, acepté bajar a las catacumbas, donde tras mucha prueba y error logramos comprar dos billetes de metro en la máquina. Cada uno costaba el equivalente a 10 céntimos de euro, lo cual para mí no auguraba nada bueno.
Al llegar al modernísimo andén, sin embargo, se desmontaron todos mis prejuicios. El paso de trenes era constante y los vagones eran amplios y mucho más cómodos que el tortuoso metro de Londres o el de París. Aquél era el mejor sistema de metro que había conocido hasta la fecha.
Me hallaba entretenido con estos pensamientos banales cuando uno de los pasajeros llamó mi atención. Una joven china con el cabello teñido de rojo llevaba una camiseta sin mangas con un número en grandes caracteres plateados: «798».
—Mira eso —susurré a Sarah—. ¿No te parece una gran casualidad? Es el mismo número que hay encuadrado en el cuaderno de Alejandría.
—No es una casualidad… Vamos a hablar con ella.
La chica del pelo rojo, que llevaba mallas a juego y unas Converse rotas, se asustó al ver que una
laowai
—«guiri» en mandarín— se dirigía a ella. Levantó la mano para que Sarah se detuviera.
Yo me planté tras la francesa, sin entender por qué aquella estudiante de aspecto rockero parecía tan espantada. Negaba todo el rato con la cabeza mientras nos decía algo en su idioma. Sarah intentó calmarla, explicando muy despacio en inglés que sólo quería saber de dónde había sacado aquella camiseta.
Finalmente, un ejecutivo con gafas de pasta se levantó para hablarnos en un inglés rudimentario:
—Ella no conoce su idioma. Eso es lo que quiere hacer entender.
Sarah le agradeció que intercediera con una sonrisa seductora. Luego señaló al ejecutivo la camiseta de la joven que, avergonzada, había ocupado su asiento.
—¿Qué pasa con esa camiseta? —preguntó él—. Es muy común.
—El número —insistió Sarah—. ¿Qué significa 798?
El ejecutivo se alisó la corbata mientras trataba de entender la pregunta. A sus ojos, debíamos de ser dos guiris idiotas más raros que un perro verde. Finalmente respondió:
—Todo el mundo lo sabe. 798 es un barrio de Pekín.
Dado que no conseguimos averiguar si se podía llegar hasta aquel lugar en metro, en la siguiente parada salimos a la superficie para tomar un taxi.
Aunque la mayoría de los chinos no conozcan los caracteres latinos, el hecho de que aquel lugar se representara con tres cifras facilitó muchísimo las cosas. A fin de cuentas, a los chinos les encanta el juego y todo lo que tiene que ver con los números, también los nuestros.
El viejo chófer asintió y, a continuación, inició una lenta y tortuosa conducción para abandonar el centro de la ciudad en dirección al aeropuerto donde habíamos aterrizado la tarde anterior.
—¿Adónde nos está llevando? —me pregunté, alarmado, a medida que atravesábamos suburbios plagados de torres grises.
—Vamos bien —dijo Sarah conectando a la red su Galaxy Note—. Es un barrio periférico que se llama 798. Según dice aquí, es un reducto de artistas plásticos.
—Déjame leer.
Llamado originalmente Factoría 798, este barrio singular ocupa el espacio de un complejo de estilo Bauhaus de principios de la década de los cincuenta dedicado a la industria militar. Compuesto por numerosos edificios, los artistas disponen de espacios de grandes dimensiones para dar luz a los proyectos y propuestas más radicales. Este distrito artístico cuenta además con cafeterías, restaurantes y tiendas de diseño que no pueden encontrarse en ningún otro lugar de China ni, probablemente, del mundo.
—No tengo ninguna duda de que Marcel Bellaiche estuvo aquí —comenté tras devolverle su smartphone.
—Yo tampoco.
Tras casi una hora de trayecto y unos 20 euros, el taxi nos dejó frente a una bocacalle que daba acceso al complejo 798.
Varios grupos con pinta de universitarios se internaban por aquella vía desangelada, entre edificios grises que no presagiaban lo que el visitante encontraría más adelante.
Al llegar a la factoría descubrimos, una tras otra, galerías de arte que ocupaban inmensos lofts de iluminación futurista.
Esclavo de la imagen estereotipada de un país que sólo produce basura para bazares de a un euro, me asombraba aquella ciudad donde los artistas parecían gozar de una libertad absoluta. Me recordó a la eclosión de la movida madrileña, pero con dimensiones chinas.
Paseamos alucinados entre decenas de galerías, tiendas insólitas y restaurantes llenos de una bohemia incombustible que habían hecho suyo un mundo de posibilidades ilimitadas.
Al pasar junto a una pequeña tetería, Sarah me propuso que nos detuviéramos un rato.
Tras pedir dos infusiones de Lung Ching, la francesa me miró desesperada y suspiró:
—Creo que estamos perdiendo el tiempo ¿Cómo podemos saber dónde estuvo Bellaiche o con quién habló? Hemos acotado un territorio de diecisiete millones de personas, pero aquí hay miles, y me temo que éste es un mundo muy cambiante. Si Marcel se interesó por algún artista o exposición, lo más probable es que ya no esté aquí. Además, ¿qué tiene todo esto que ver con los maestros espirituales?
—Bueno —dije tras soplar sobre mi taza de té—, en una plaza cerca de aquí he visto un Cristo crucificado que es un monigote multicolor. Y también está Mao por todas partes, eso es otra religión.
—Ya, pero no creo que a Marcel le interesara nada de todo esto. Por lo que sé de él, exploraba el contenido de las cosas, no la forma o la provocación a primera vista.
—Lo que está claro —deduje en voz alta— es que el único lugar de Pekín que tenía marcado en su cuaderno era éste. Y, puesto que no era un amante de las vanguardias artísticas, hay que suponer que sabía exactamente qué o a quién quería ver.
—Elemental, querido Javier. El problema aquí es que no tenemos ni puñetera idea del lugar que visitó. Podemos rastrear hasta la última ratonera de esta fábrica sin llegar a saber por dónde pasó, a quién vio o por qué. ¿No es desesperante?
Mis manos parecieron cobrar vida propia y atraparon las suyas. Los ojos azules de Sarah me escrutaron intensamente, pero no logré saber qué estaba pensando.
—Desesperante es haber muerto —concluí— sin haber hecho lo que uno tenía que hacer. Eso le sucedió a Marcel y nosotros estamos intentando enmendarlo, pero mi historia personal es otra.
La francesa abrió los ojos llena de curiosidad. No se esperaba una confidencia como aquélla en el 798 Art District. Y aún menos lo que yo iba a hacer a continuación.
Inclinándome sobre la mesa, la tomé por la nuca hasta que mis labios tomaron contacto con los suyos. Sarah se dejó besar sin resistencia, aunque tampoco participaba activamente de aquel arrebato.
Cuando finalmente me separé de ella, rojo como un tomate, se limitó a decirme:
—Me gustas, Javier, pero no te hagas ilusiones conmigo. A mis treinta y tres años, estoy perdida en una confusión tan grande que soy incapaz de amar a nadie de forma coherente. —Me sujetó de la mano muy fuerte al concluir—. De hecho, si me mantengo distanciada de ti no es por falta de ganas, sino porque no quiero hacerte daño. Si no supiera que estás enamorado de mí, nos acostaríamos cada noche.
—Maldita sea mi suerte entonces —murmuré sin soltar aquella mano deliciosa—. En cualquier caso, me gusta estar contigo, aunque sea sólo así. Como ahora.
—Eres un romántico incorregible. —Sonrió—. ¿No sabes que lo que atrae a las mujeres son los chicos duros?
—Soy un chico duro. He cruzado el mundo para esclarecer la muerte de un antiguo compañero de prácticas, además de indagar en sus investigaciones. Y todo eso al lado de un amor que me da calabazas, en un país donde nadie entiende una sola palabra de lo que hablo ni yo de lo que hablan ellos.
—Deja de lamentarte y vamos a ver qué hay de nuevo en la movida china, compi.
Tras pagar una cantidad ridícula por aquel té inolvidable, salimos a la calle para proseguir el paseo. Sin embargo, mis pies se habían quedado clavados en el asfalto. Al entrar en la tetería no me había percatado del nombre de la galería que teníamos justo delante.
El rótulo encendido, de un neón rosáceo, emitía un mensaje que era imposible pasar por alto:
CHILDREN OF LIGHT
El nombre de aquella galería nos arrastró hacia su interior como una espiral cósmica que absorbe estrellas hacia el centro de la nada.
Podía tratarse de una casualidad, pero había aprendido a desconfiar de ellas. Más bien pensaba, como Carl Gustav Jung, que se trataba de una causalidad por conocer.
El diáfano espacio donde tenía lugar la exposición, sin embargo, no guardaba relación alguna con discos de plomo ni con teorías conspiratorias. Obra de un artista de Hong Kong, de las paredes colgaban cuadros con siluetas casi indistinguibles sobre fondo blanco.
La muestra tenía un título que no dejaba indiferente:
LA SOMBRA REVELA UNA LUZ QUE NO SE VE
La exposición se completaba, en la primera planta, con un trabajo monográfico, también en blanco sobre blanco, sobre
La gran ola
. Un plafón en chino y en inglés explicaba la obra original junto a una reproducción de la misma.
En 1814 el maestro japonés Katsushika Hokusai empezó a publicar una amplia colección de xilografías a tres tintas con escenas cotidianas de la naturaleza, junto con otras que un siglo más tarde serían consideradas surrealistas.
La gran ola
fue su obra más conocida y forma parte de la serie
Treinta y seis vistas del monte Fuji
. A partir del molde original se imprimieron miles de copias, algunas de las cuales llegaron a Europa y fueron muy apreciadas por los coleccionistas franceses.
En la imagen pueden verse tres elementos: el mar agitado por una tormenta, tres barcos y el monte Fuji, además de la firma de Hokusai en la parte superior izquierda.