La cabeza del joven volvió a aparecer en el hueco de la escalera, muy serio.
—Ni un maravedí más de diez escudos.
—Ah, señor, sois ciertamente discípulo de Caco —dijo Fanzón, sonriendo—. Subid y discutamos el precio como caballeros mientras tomo las medidas al titán que os acompaña.
El sastre y el joven estuvieron regateando apasionadamente durante media hora. En aquella época, la ropa era exageradamente cara, y más aún en Sevilla, donde el abundante comercio con las Indias y la floreciente riqueza de la ciudad había contribuido a un alza de los precios de los productos manufacturados. Esto era especialmente sangrante en las telas, ya que en muchas ocasiones los vellones de lana castellana sin cardar salían en barco desde Sevilla rumbo a Flandes, desde donde volvían transformados en paños de vivos colores, veinte o treinta veces más caros que su precio original. Aquello desesperaba a los comerciantes españoles, pero era inútil pedirle al rey que emplease el oro proveniente de las Indias en crear una industria textil en Castilla. Felipe prefería gastar el dinero en crear ejércitos con los que aplastar a los herejes.
Todo ello ocasionaba una creciente brecha entre las clases acomodadas y el común de los mortales. La vestimenta se había convertido en el mayor indicador social de todos. La mayoría de los adultos empleaban sólo uno o dos jubones en toda su vida, y llegaban a gastar menos camisas que dedos tenían en las manos. Los niños de clases bajas tenían que conformarse con ropas malamente cosidas con retales de las prendas viejas de sus padres. No había dinero para más, ni tampoco entraba en los planes de las personas más humildes, obsesionadas con preocupaciones acuciantes como poner al menos una comida caliente al día encima de la mesa. Por tanto, aquellos que podían dedicar tiempo y esfuerzo a su indumentaria eran identificados al instante como gente de calidad.
Fanzón y Sancho acordaron un precio de catorce escudos por todo el lote. El joven sabía que había conseguido un buen trato, pero aun así estaba preocupado por el tremendo golpe a su economía, y más teniendo en cuenta que aún precisaban algo fundamental.
—Volved pasado mañana a buscarlos —dijo el sastre, estrechando la mano de Sancho.
—Antes de que nos fuésemos me gustaría pediros un favor. Necesitamos un escribano hábil para arreglar un asunto urgente y secreto.
—Alojaos en la pensión que hay al final de la calle. Mañana por la mañana os enviaré a alguien.
A
l llegar frente al palacio de Félix de Montemayor, marqués de Aljarafe, Francisco de Vargas ahogó una maldición.
Había dejado el carruaje a media legua de allí, pues para llegar desde su casa hasta el imponente edificio había que atravesar una serie de calles demasiado estrechas para el vehículo. No fue ajeno a las miradas de desprecio que le dedicaron los viandantes cuando descendió del carruaje. Los sevillanos odiaban profundamente los coches de caballos y a sus dueños, pues muchas veces se quedaban atascados en los cruces de calles, estorbando el paso de las personas o provocando accidentes. Quienes empleaban ese medio de transporte eran aquellos lo bastante ricos y egoístas para que las incomodidades que causaban a los demás no les preocupasen lo más mínimo. Francisco de Vargas era uno de ellos, y no le importó devolver las miradas de odio a diestro y siniestro. Tal y como lo veía el comerciante, la culpa de la maraña que formaba el plano de Sevilla —y muy especialmente en la zona que rodeaba al monasterio del Carmen, donde estaba la casa del marqués— era del exceso de populacho. Si por él fuera todas las casas de los pobres serían demolidas, y las callejuelas torcidas que las formaban sustituidas por anchas avenidas de adoquines firmes.
«Con echar a diez o quince mil personas de la ciudad podría ser suficiente. Si hay algo que sobra en Sevilla son pobres. Los repondríamos con facilidad», pensaba.
Penó durante un buen rato por las calles mal pavimentadas y sucias, sintiéndose despreciado por todos con los que se cruzaba. El estudiante cargado de libros con toda la vida por delante, el borracho tambaleante que parecía tener el paso más firme que él, la prostituta que le enseñó un pecho que se le antojó burlón y despectivo. Vargas veía en cada uno de ellos un motivo para sentirse miserable. Y al llegar al pie del palacio del marqués, Vargas maldijo porque allí frente a él estaba el que se había convertido en su peor enemigo.
Diecinueve escalones de mármol. Pulidos, resbaladizos y mortales.
A pesar de los cuidados de su esclava, la gota había ido agravándose progresivamente en los últimos meses. Mientras estaba sentado se encontraba bien, pero cuando tenía que caminar le resultaba cada vez más doloroso. Alzar el pie para superar un desnivel, una pesadilla. Y cuando tenía que enfrentarse con una escalinata alta y pronunciada como aquélla, Vargas tenía miedo.
—Tomaos de mi brazo, señor —dijo Groot, que le había acompañado manteniendo a raya a los pilluelos y mendigos.
Vargas lo apartó de un manotazo. Lo último que quería era mostrarse débil en casa del marqués.
—¿Acaso creéis que estoy inválido? Limitaos a esperarme aquí, capitán.
El flamenco se echó atrás con un gruñido exasperado. Vargas se colocó de lado y comenzó a ascender, intentando cargar el peso en el bastón y en el pie sano, alternativamente. Pero por desgracia el miembro gotoso también formaba parte de la desgarbada batalla que libraba con la escalera. Con cada nuevo paso se veía obligado a posar durante unos instantes el pie enfermo, lo que enviaba latigazos de dolor que le atravesaban la pierna, le atenazaban el escroto y estrellaban contra su nuca, como una maligna serpiente que se hubiera instalado bajo su piel.
Apretando los dientes, Francisco de Vargas contuvo el sufrimiento dentro de sí. Moriría antes de traslucir la tortura que estaba atravesando delante del mayordomo del marqués, que ya le aguardaba en lo alto de la escalinata, con una sonrisa de bienvenida tan falsa como la expresión de imperturbabilidad de su visitante.
—Bienvenido, maese Vargas —dijo el mayordomo, empleando intencionalmente el único título que Vargas poseía oficialmente. El trato de maese, o maestro de un oficio, era lo máximo a lo que un plebeyo podía aspirar conseguir a través de sus méritos. Como cofrade del gremio de comerciante, Vargas se había ganado ese reconocimiento, que sonaba pobre y estéril dicho en la puerta de un edificio tan imponente como aquél.
—Hace calor —fue todo lo que alcanzó a decir, aún exhausto por la subida de la escalera.
—Enseguida os servirán un refrigerio. Espero que no hayáis tenido dificultad para encontrar la casa. El barrio ha crecido mucho en las últimas décadas.
Vargas poseía una sensibilidad especial para detectar los insultos, incluso los más velados, y aquél era uno de los más sutiles y crueles con los que se había enfrentado. El mayordomo le estaba restregando por la cara el hecho de que el palacio era muy antiguo, como lo era la nobleza de la familia Montemayor. Sí, los pobres podían arracimarse en aquella parte de la ciudad, pero era sólo porque era la más antigua y orgullosa. La zona más moderna y ordenada que rodeaba la catedral y el Palacio Real —donde vivía Vargas— era más del gusto de los nuevos ricos, que pretendían acercarse a la grandeza del rey por proximidad geográfica.
Renqueando por el palacio tras el criado, el comerciante comprobó que estaba en lo cierto. Atravesaron varios salones vacíos, donde el marqués podría haber recibido a su invitado con total comodidad. En su lugar prefirió escoger el lugar más recóndito de la casa para que Vargas tuviese ocasión de ver los cuadros familiares, los iconos, las sillas repujadas, los tapices con motivos de caza, los cuernos de las piezas cobradas. Un desfile suntuoso e interminable, tan desagradable para Vargas como el dolor incesante en el pie.
Finalmente llegaron al salón donde aguardaba el marqués, mirando distraídamente por la ventana.
—Os habéis dejado al perro atado a la puerta. Bien hecho —dijo señalando a Groot, que aguantaba a pie firme junto a la entrada. El marqués se dio una palmada en la rodilla, y rio él solo de su propio chiste con grandes carcajadas.
Vargas se forzó a sonreír, imaginando lo que podría hacer la enorme y ancha espada de Groot con una barriga como la del marqués. Vestía de manera informal, con una simple camisa y unas lujosas calzas de color verde, y se había quitado las botas. Tenía los brazos y las piernas delgados como palillos, lo que contrastaba con su vientre prominente y su rostro rubicundo.
Todo en él le resultaba desagradable a Vargas, desde su porte despectivo hasta el lugar donde vivía, pasando por su inmensa fortuna. Era, como la de muchos otros nobles, algo heredado, basado en la propiedad de la tierra, las cosechas y las rentas que le pagaban los campesinos. Montemayor había nacido rico y noble, había vivido su vida sin preocupaciones y no había dado ni un solo paso para aumentar su riqueza y sí muchos para dilapidarla en cacerías, arte y barriles de costoso tocay. A los ojos de un hombre hecho a sí mismo como Vargas, era un parásito despreciable. Pero el comerciante no se engañaba. Sabía muy bien que el noble pensaba de él en términos contrarios: que era un miserable arribista que se había alzado por encima de su condición. Por eso no entendía muy bien para qué lo había invitado aquella tarde el marqués. Tal vez sólo para reírse de él.
—Sentaos, maese Vargas —dijo el marqués, señalando un asiento junto a él—. Refrescaos un poco.
Apareció un criado con una bandeja de plata en la que había varios recipientes y un cuenco grande y tapado. Al descubrirlo apareció un montoncito de nieve fresca, que el criado sirvió en tazas y espolvoreó con azúcar y canela. Incluso alguien tan inmune contra la ostentación como Vargas se sintió impresionado. La nieve a finales de verano era diez veces más cara que el oro. Miró la taza que le tendía el criado. Aunque no tenía pensado tomar nada, su garganta reseca acabó cediendo a la tentación y la aceptó, sin mirar al sirviente.
—Quince escudos la taza, pero merece la pena, ¿verdad, maese Vargas? No queremos ser los más ricos del cementerio.
—Está exquisita, marqués.
—Soy una persona sencilla, pero me concedo un capricho de vez en cuando, debo admitirlo. No como vos. Siempre a todas partes tan serio, tan circunspecto. Habéis llegado tan lejos desde tan abajo y parecéis no disfrutarlo.
Vargas hizo un esfuerzo por tragar la última cucharada de nieve, pues el insulto le había hecho apretar muy fuerte los dientes. Se preguntó qué sucedería si se pusiese en pie y le aplastase al otro el cráneo con la pesada empuñadura de plata de su bastón. Sin duda lo disfrutaría, pensó. Pero siempre corría el riesgo de que el marqués se defendiese, y los criados le habían visto allí. La muerte de un noble y caballero veinticuatro de la ciudad era algo inaceptable, no como eliminar discretamente a un rival comercial. Tomaría buena nota de cada ofensa, con exquisito cuidado cuando llegase a casa. Ya encontraría la forma de devolvérselas centuplicadas.
—Dios nuestro señor me ha llenado de bendiciones, marqués —se obligó a contestar.
—¿Acaso diríais que estáis satisfecho, entonces? ¿Que no deseáis nada más en la vida?
Aquello fue demasiado para el comerciante.
—Si queréis decirme algo, hacedlo, señoría —gruñó Vargas poniéndose en pie—. De lo contrario, con vuestro permiso, tengo negocios que atender.
—Lo que tengo para ofreceros es un título nobiliario.
Vargas se volvió, incapaz de disimular su asombro. El otro se aclaró la garganta con un sonido áspero e irritante.
—He recibido un encargo personal de Su Majestad. El rey Felipe está considerando nombraros barón en reconocimiento por vuestro largo servicio a los intereses de la Corona de España, etcétera, etcétera, la monserga habitual. Bien, ¿qué me decís? No está mal para un tendero, ¿verdad?
Superada la confusión inicial, los precisos engranajes de la mente de Vargas volvieron a girar a toda velocidad. De pronto todo cobraba un sentido: el menosprecio, los insultos cuidadosamente dirigidos, la puesta en escena. Todo ello correspondía a un calculado y más bien burdo plan.
«Ah, Montemayor, sanguijuela sebosa, no sé con quién crees que estás tratando. Pretendías hundirme en el barro para luego venderme la única camisa limpia de la ciudad. Pobre idiota. Yo llevo jugando a este juego desde antes de que nacieses», pensó.
Con estudiada lentitud, volvió a sentarse en la silla. Sacó su pañuelo y se limpió una imperceptible mancha del jubón, para luego volverlo a doblar y metérselo en el bolsillo. Todo ello sin mirar a su interlocutor, que comenzaba a ponerse nervioso ante el silencio del comerciante.
—Maese Vargas, quiero que entendáis...
—¿Cuánto?
—¿Cómo decís?
—He dicho cuánto. Cuánto piensa sacarme Su Majestad por escribir en un pedazo de papel que ahora la sangre se me ha vuelto azul como por arte de magia.
—Oh, no se trataría sólo del título, sino que también habría adjuntos unos señoríos…
—Terruños yermos sin más que cuatro ovejas y seis campesinos. Nada que valga la pena. El de la tierra es un negocio abocado a la ruina. Repito, ¿cuánto?
Ahora fue el turno del marqués de tragarse el orgullo. No le quedaba más remedio que responder a la pregunta. Mencionó la cifra con ligereza, como si hablase de adquirir un par de guantes nuevos.
—Un millón de escudos.
El comerciante había negociado durante su vida cantidades fabulosas, pero nunca se había enfrentado a una cifra tan descomunal.
Tuvo que hacer un esfuerzo enorme por controlarse y pensar con claridad.
—Por supuesto, si ése es un precio demasiado alto para vos... —atacó el marqués con una sonrisa burlona.
—No, no es un precio demasiado alto. Es la mercancía lo que no está a la altura.
—¿De qué estáis hablando?
—Quiero ser duque.
El marqués soltó una carcajada breve y seca, un ladrido de puro asombro.
—Debéis de estar bromeando.
Vargas guardó silencio y le mantuvo fijamente la mirada, sin pestañear lo más mínimo, hasta que el otro la apartó. Visiblemente nervioso, el marqués se puso de pie y comenzó a dar vueltas por la habitación.
—No, ya veo que no bromeáis. ¿Acaso tenéis idea de la importancia que tiene el título de duque, maese Vargas? ¿Lo absolutamente inusual que sería honrar a un plebeyo directamente con esa posición?