L
evantad un poco más el pie, mi señor.
Vargas lo hizo, a regañadientes. Tenía que tener la pierna en alto mientras Clara le masajeaba el pie y le administraba la pomada, lo cual le solía causar dolor e irritabilidad. Sin embargo, el enfrentamiento anterior con Catalina le había dado una nueva perspectiva al proceso, y durante un rato el comerciante se abstrajo de sus preocupaciones contemplando a Clara. La muchacha era tan hermosa que le dolían las entrañas sólo de mirarla. Se sorprendió de no haberse dado cuenta antes, de que hubiese tenido que ser la vieja ama de llaves quien le llamase de forma involuntaria la atención sobre aquel aspecto. Hasta aquella madrugada no se le había pasado por la cabeza ningún pensamiento lascivo acerca de la muchacha, a quien había protegido durante muchos años de manera distante, siempre levemente consciente de que era responsable de que ella caminase por este mundo. Pero la prohibición de Catalina había cambiado las cosas. Vargas no soportaba que le dijesen qué podía o no podía hacer.
Sin embargo, el comerciante acabó siendo absorbido por temas más urgentes. Le había pedido a Clara que le aplicase el tratamiento en su despacho, pues estaba esperando a un visitante, pese a lo temprano de la hora. No veía el momento en que Malfini apareciese.
—Ya es suficiente, Clara.
La esclava ignoró la orden y continuó con el masaje.
—No hasta que terminemos.
—Me parece que desde que comenzaste el aprendizaje con Monardes te estás dando demasiados aires —gruñó Vargas, que había dejado de disfrutar de la situación. Con el retorno de las preocupaciones también habían vuelto las molestias que siempre le causaba el masaje en su pie gotoso.
—Eso dice también mi madre, mi señor.
Los dedos de Clara toparon con un punto sensible en el pie de Vargas, que aulló de dolor antes de derribar el escabel donde ella se apoyaba de una patada.
—¡Maldición, he dicho que ya basta!
Clara, que había caído al suelo con la fuerza del impulso, se puso en pie, ofendida.
—Será mejor que me vaya, señor.
—Sí, será lo mejor —dijo Vargas—. Y no te olvides quién manda aquí.
Observó a la muchacha recoger sus cosas y abandonar el despacho con paso firme y elegante.
«Pronto será la hora de bajarte esos humos y ponerte en tu lugar.» Se preguntó si se atrevería a cometer el pecado de tomar a su propia hija, incluso aunque fuese una bastarda. Vargas era un hombre temeroso de Dios, pero por suerte existían a mansalva los sacerdotes capaces de absolverle de ese y otros muchos pecados por una cantidad adecuada de escudos de oro.
«No —se dijo—. Será más divertido continuar con este juego durante unos meses. Ver cómo Catalina rechina los dientes de rabia cada vez que reclame a su hija a mi habitación y cierre la puerta...»
Uno de los criados interrumpió sus pensamientos.
—Ha llegado el banquero Malfini, señor Vargas.
El comerciante arrimó el pie desnudo a la chimenea para ayudar a secar los restos de pomada. Sintió un estremecimiento en la espalda.
—Hazle pasar. Pero antes echa otro leño a la chimenea.
Malfini apareció como siempre, hecho un manojo de grasa, sudor y nervios. El gordo genovés se jugaba tanto como Vargas en aquella operación. Más, incluso, ya que era él quien debía orquestar los sobornos a los funcionarios de la Casa de la Contratación. Los cuatro últimos meses desde el embargo provisional del cargamento de oro de las Indias habían sido muy duros. Primero hubo que descubrir quiénes tenían potestad para evitar que los funcionarios de la Corte se hiciesen con el cargamento, utilizando las prerrogativas de la Casa. Luego hubo que buscar trapos sucios suficientes para, combinando el soborno y la coacción, torcer un buen número de voluntades.
—Buenas noches,
signore
Vargas. Tenéis un aspecto magnífico, si me permitís decirlo —saludó el banquero, obsequioso.
—Sentaos, Ludovico —respondió Vargas sin apartar la vista del fuego.
El criado les sirvió sendas tazas de chocolate caliente y bizcochos, sobre los que el banquero se arrojó enseguida. Cuando el sirviente se hubo retirado, Malfini habló en voz baja y con aire conspirador.
—Traigo excelentes noticias. Hemos contactado ya con Rodolfo López de Guevara, como ordenasteis.
Vargas asintió, despacio. Había sido difícil decidir a cuál de los funcionarios de la Casa presionar más fuerte para que impidiese la incautación del cargamento. Todos ellos eran corruptos en mayor o menor medida, y eso mismo era su mejor defensa. Todos estaban tan comprometidos que era difícil que uno remase en dirección contraria a los intereses de la Casa o del rey Felipe. Pero López de Guevara tenía otras aficiones, además de llenarse los bolsillos. Le gustaba tontear con jovencitos imberbes en el prado de Igualada, una actividad muy mal vista por la Inquisición.
Una vez encontrado el punto débil, había sido cuestión de sobornar a unos cuantos testigos y conseguir un par de declaraciones juradas. A Vargas no le importaba si los testigos decían la verdad o no. Lo que le importaba era el resultado, e iba a obtenerlo. El funcionario intentaría por todos los medios que aquello no trascendiese, pues la pena por homosexualidad era la muerte en la hoguera, entre atroces dolores.
—¿Se avendrá a razones?
—Lo hará,
signore
Vargas. Le he prometido entregarle las pruebas incriminatorias mañana, junto con una carta de crédito por valor de mil quinientos escudos como incentivo. El palo y la zanahoria —dijo el gordo, agitando la mano sebosa en el aire.
Vargas se volvió hacia el banquero, frunciendo el ceño. Algo en su actitud no terminaba de convencerle.
—¿Qué es lo que me ocultáis, Ludovico?
—Hay, no obstante, un pequeño inconveniente —dijo el genovés aclarándose la garganta, incómodo bajo la mirada escrutadora del comerciante—. El único subterfugio legal al que el funcionario puede acogerse para impedir la incautación directa por parte de la Corona.
«La letra pequeña. Tenía que haberlo sospechado.»
—¿Y bien?
—Debéis declarar que ese dinero se destinará al beneficio del reino.
Al oír aquello el rostro de Vargas se encendió como un carbón al rojo.
—¡Maldita sea, no! —rugió, arrojando al fuego la valiosa chocolatera, que se hizo trizas contra los leños ardientes—. ¡Ese dinero es mío! ¡Mío! ¿No es bastante que el rey nos cobre un quinto de todo lo que ganamos? ¿Que nos obligue a acuñar el oro en sus cecas, cobrando un impuesto? ¿Que cuando quiera nos lo incaute todo sin más que promesas vacías a cambio?
El banquero se encogió en la silla, intentando ridículamente hacer desaparecer su enorme mole mientras Vargas agarraba el bastón y lo agitaba en el aire.
—Calmaos,
signore
Vargas. He ideado una solución, bastante hábil, por cierto —se alabó sin ningún escrúpulo.
Hizo una pausa efectista y Vargas sintió deseos de estrangularlo, pero se obligó a serenarse y dejó el bastón. No le quedaba más remedio que escuchar a aquel enorme desecho humano.
—Deberéis ayudar al esfuerzo de guerra. Y la mejor solución es hacer fuertes inversiones en el mercado de grano, para ayudar a abastecer nuestra Armada y la flota de las Indias. Es una salida que la Casa de la Contratación verá con muy buenos ojos, ya que ése es un comercio que ha estado disperso y muy descuidado. España depende en demasía de Portugal y Francia para alimentar sus barcos. Que un hombre de vuestra talla entre en el negocio será una bendición.
Una sonrisa comenzó a asomar al rostro de Vargas. Aquello era una música muy diferente. Con la tremenda escasez de grano que había en España en los últimos años, en aquel mercado podían amasarse una fortuna si se conducía con astucia.
—Así le venderéis trigo al rey Felipe comprado con el dinero que os pensaba incautar para comprar trigo,
signore
Vargas.
—No es mal plan, Ludovico. Taimado y arriesgado, pero brillante —dijo el comerciante, al que numerosas ideas comenzaban a inundar. Sería un desafío, lo cual lo hacía aún más atractivo.
—Me encargaré de cerrar el trato mañana —respondió Malfini, sorbiendo ruidosamente su chocolate hasta apurarlo.
C
lara bajó a la cocina, restregándose las manos con un paño para eliminar los restos del ungüento que le aplicaba a Vargas cada día. Cuando Monardes le había dado la receta original, la mezcla apestaba, y la esclava no podía sacarse el olor de encima. Por las noches era aún peor, ya que a Clara le gustaba dormir apoyando ambas manos debajo de la cara, y con aquel hedor le costaba mucho conciliar el sueño, a pesar de lo derrotada que acababa siempre cada jornada. Le había pedido una y otra vez a Monardes que le permitiese utilizar salvia y menta para camuflar el mal olor.
—Un remedio no tiene que oler bien. Tiene que curar —había protestado el médico.
—Pero los pacientes perciben el olor también, maestro, y un olor agradable puede ayudarles a sentirse bien y recuperarse mejor —repuso Clara, intentando sonar humilde.
El médico había refunfuñado algo ininteligible al oír aquello, y la había mirado de manera extraña, pero le dio permiso. La joven se sintió muy orgullosa cuando descubrió que Monardes añadía a escondidas un poco de romero a una infusión para la tos particularmente maloliente. El romero no estaba en la receta original —Clara lo comprobó dos veces— y sin duda hacía el bebedizo más soportable. El hecho de que el médico hubiese considerado buena su idea, aunque lo hubiese hecho sin decirle nada, le supuso una gran satisfacción.
Llegó hasta la planta baja, apresurada. Tenía que hallarse en casa de su maestro al cabo de pocos minutos, pero quería comer algo antes de marcharse, puesto que Monardes siempre le adjudicaba un montón de tareas nada más aparecer ella por la puerta.
La zona de servicio de la casa se hallaba al otro lado del lujoso patio central, que a esa hora tan temprana aparecía gris y difuso. Cuando el amanecer rompiese por encima del tejado, las flores del jardín tomarían el protagonismo, que ahora correspondía al solitario borboteo de la fuente. Uno de los perros que dormían bajo la arcada alzó temeroso la cabeza, temiendo tal vez que se tratase de Vargas —quien no podía soportar que se le acercasen los animales— o de Groot, quien disfrutaba pateándolos. Al ver a Clara, el perro corrió a su alrededor alborozado.
—Quieto,
Breo
, tranquilo. ¡Perro bueno! —dijo Clara, acariciando la cabeza del animal, que le lamió la mano. Lamentó no llevar algún trozo de pan u otro resto de comida para darle, pues desde que pasaba todo el día en casa de Monardes el pobre
Breo
no tenía a nadie que lo alimentase bien, y estaba en los huesos. Tenía que conseguir algo en la cocina cuando terminase su desayuno.
Entró en la zona de los criados, que era un grupo de habitaciones con una decoración mucho más austera. Varios de ellos se afanaban en sus tareas del día, y Clara los fue saludando con una inclinación de cabeza según se cruzaban. Casi todos le contestaron con una sonrisa, pues a diferencia de la vieja Catalina, la joven Clara era amable y atenta. Al final del estrecho pasillo estaba la enorme cocina, donde el ama de llaves estaba dando instrucciones al cocinero. Se alegró de que estuviese ocupada, pues de esa forma no la tomaría con ella, y lo que estaba haciendo le llevaría un rato. Había que preparar la comida del señor, que solía consistir en varios platos de pescado y carne, de los que Vargas solía picotear con desgana. Siempre se preparaba comida para varias personas, por si el señor recibía a alguien. Esas ocasiones eran raras, pues al comerciante no le gustaba hacer negocios durante el almuerzo.
Clara tomó un poco de leche de un enorme cazo que había sobre una mesa. Aún estaba caliente, así que el lechero que los surtía en días alternos debía de acabar de ordeñarla. La joven se relamió los labios, pues adoraba el sabor fuerte y dulce de la leche recién ordeñada. Cortó una gruesa rebanada de pan e intentó escurrirse hacia la salida aprovechando que su madre seguía enfrascada en sus asuntos, pero una voz la detuvo antes de que pudiera escapar.
—Clara, ven. Necesito tu ayuda.
Abrió la puerta al fondo de la cocina y descendió la escalera que conducía a la bodega. La joven siguió a su madre intentando no poner cara de fastidio. Aunque ella teóricamente no tenía obligación de realizar tareas en aquella casa más allá de procurar cuidados a Vargas, la realidad era bien distinta. Catalina no perdía ocasión de encargarle cosas, y nunca le quitaba el ojo de encima. Había insistido en que al regresar de casa del médico se presentase inmediatamente ante ella, e incluso le había prohibido ir a la biblioteca. Esto último Clara no lo había lamentado del todo, puesto que desde que leía los numerosos libros de Monardes las novelas de caballería le parecían fantasías infantiles. Lo que realmente le molestaba era el control asfixiante al que la sometía.
—¿Deseáis que os traiga algo del mercado? Hoy no tendré mucho tiempo, pero podría intentar hacer un hueco antes de…
—Calla y escúchame. Te he llamado para prevenirte.
—¿Prevenirme? ¿Qué sucede?
—El amo te desea.
Clara la miró, molesta. Aquí venía. Había estado temiendo que su madre sacase a colación aquel tema desde lo sucedido en el mercado.
—¿Ya estáis otra vez con eso? Ya os he dicho que nunca me ha puesto la mano encima ni creo que vaya a hacerlo. Sería un pecado muy grande.
—Hija mía, sabrás mucho de pócimas pero no tienes ni idea de hombres —dijo Catalina, apretando los dientes con desprecio—. ¿Acaso no sabes que si el señor te viola y te preña no comete ningún pecado? Los curas miran para otro lado, porque los esclavos somos animales. ¡Para ellos violar a una esclava es como cubrir a las yeguas o a las cerdas para aumentar su hacienda! Porque el fruto de esa unión es otro esclavo para limpiar su mierda y...
La vieja esclava se interrumpió de pronto, y Clara sintió un estremecimiento interior. Había algo extraño en la mirada de su madre, que refulgió a la luz del candil con el que habían bajado a la bodega. De pronto supo la verdad con meridiana certeza, y todo encajó en su sitio.
—Es mi padre, ¿verdad?
Catalina no contestó. No era necesario.
—No puedo creerlo, madre. ¿Por qué no me habéis dicho la verdad en todo este tiempo? ¿Con todas las veces que os lo he preguntado?