—Mal asunto. Sevilla es una ciudad muy grande.
—Hagámosla más pequeña.
Groot metió la mano en el jubón y dejó caer sobre la mesa una bolsa de cuero tan apretada que las costuras estaban a punto de reventar. Monipodio la sopesó con cuidado en su enorme mano de uñas rotas y negras, y la volvió a colocar en el mismo sitio.
—Ahora tenéis mi atención plena, capitán.
—Esta tarde ha habido un robo en las Gradas de la catedral. Ha desaparecido un cartapacio de piel con importantes documentos.
Monipodio empujó la bolsa de vuelta hacia Groot.
—No ha sido ninguno de mis muchachos. Ellos saben muy bien con quién no hay que meterse. Lo siento pero no puedo ayudaros.
El hampón hizo ademán de levantarse, pero Groot le interrumpió.
—Un aprendiz de casa Malfini reveló a unos ladronzuelos que algo importante iba a cambiar de manos en las Gradas. Eran dos ratas callejeras, nadie importante. Al parecer sólo querían dinero. Despelotaron al aprendiz y éste corrió asustado hasta el hospicio donde se había criado.
«Mañana volverá al servicio de Malfini, y luego sufrirá un desgraciado accidente», pensó Groot, aunque no había necesidad de decirlo en voz alta. Monipodio sabía bien cuál era el destino que deparaba Vargas a los que le fallaban, pues en muchas ocasiones había contratado a sus matones para que entregasen varias cartas de finiquito.
—¿Pudo ver bien a los que le asaltaron?
—Dice que eran un muchacho y un enano.
Monipodio soltó una carcajada, riendo de algo que sólo él podía entender. Alargó el brazo hasta la bolsa y tiró de ella hacia sí.
—Es posible que pueda recuperar vuestro cartapacio, capitán. Estad aquí mañana a la misma hora.
—Hay algo más. Mi amo quiere que los responsables de este robo sean asesinados. De la manera más cruel posible.
El hampón meneó la cabeza, volviendo a aproximar la bolsa hacia Groot. Había olido la sangre en el agua y estaba dispuesto a devorar al capitán hasta el hueso.
—Por desgracia esos dos rufianes me deben dinero. Y esto no alcanza a cubrirlo.
—Poned vos mismo la cifra, entonces —dijo el capitán, arrepintiéndose enseguida de lo que acababa de decir.
—Trescientos escudos —respondió Monipodio, muy serio.
—¡Es demasiado! —se quejó Groot, asombrado ante la cantidad desproporcionada. Aquello era el equivalente al salario de un alguacil durante cinco años—. ¡Es diez veces la tarifa normal!
—Lo tomáis o lo dejáis. Trescientos.
El capitán tragó saliva, dudando durante unos instantes. Lo que le estaban pidiendo era el triple de lo que había sobre la mesa, que ya era de salida una oferta generosa para interesar personalmente a Monipodio. Vargas montaría en cólera cuando se lo contase. Pero al mismo tiempo su jefe le había dejado muy claro que no volviese sin aquel cartapacio ni las cabezas de todos los que hubiesen visto su contenido. Sin la ayuda del hampón sería imposible localizar a los autores del robo, que se esfumarían con las pruebas con las que pretendían chantajear al funcionario, causando la ruina total de Vargas. A Groot no le quedaba más remedio que tragarse el orgullo y aceptar.
Tartamudeó algo en flamenco. Como siempre que se encontraba nervioso, olvidaba el castellano.
—Perdonad, capitán, pero esa parla la entenderá vuestra santa madre, porque yo no —dijo Monipodio divertido.
—He dicho que está bien. Acepto.
Monipodio se levantó, tomando la bolsa. Se llevó la mano educadamente al ala del sombrero.
—Mañana por la noche esos dos estarán muertos, capitán.
A
quel primer viernes de marzo no pudo empezar mejor para Sancho y Bartolo.
A ambos les dolía un poco la cabeza, pues la noche anterior habían dado buena cuenta de un cabritillo asado, regado con vino abundante. Celebraban la buena fortuna que habían tenido robando el cartapacio de piel. Cuando lo llevaron al refugio habían sentido decepción ante el contenido, pues no eran más que un puñado de declaraciones juradas implicando a un funcionario de la Casa de la Contratación. Pero entre los papeles encontraron una carta de cambio pagadera en un banco sevillano por valor de mil quinientos escudos. Aunque ellos lo desconocían, Malfini la había realizado en un banco distinto al suyo y era una carta
sine exceptio
. El poseedor podía reclamar el dinero legalmente sin que el emisor pudiese impedirlo, mientras el banco tuviese fondos.
Bartolo dio un salto de alegría al ver aquello.
—Conozco a un judío converso que vive en La Feria. Nos dará trescientos escudos por esto sin hacer preguntas. ¡Somos libres, Sancho!
El joven se alegró y lo celebró de buena gana con Bartolo aquella noche, aunque en su fuero interno continuaba decidido a abandonar Sevilla en cuanto llegase el buen tiempo, para lo cual faltaban pocas semanas. Sin embargo no quiso insistir en ello para no amargarle la fiesta al enano. Ambos recordaron los buenos momentos desde el inicio de su aprendizaje y Bartolo juró y perjuró que no volvería a jugar.
—A partir de mañana todo será distinto, ya lo verás. Ahora no tendrás que irte a ninguna parte. ¿Verdad que te quedarás conmigo, mi buen Sancho?
La mirada anhelante en los ojos del pequeño maestro de ladrones fue demasiado para el joven, que sonrió y no dijo nada. No había cambiado de opinión, pero tampoco quería herirle sin necesidad.
Despertaron tarde, poco antes del mediodía, y caminaron con buen ánimo hacia el barrio de La Feria. Ya fuera por la resaca o por el exceso de optimismo, no advirtieron las primeras señales. Un mendigo que se levantó al poco de pasar ellos y echó a correr en dirección contraria; un grupo de viejas terceronas que los señalaron con el dedo cuando se detuvieron a comprarle un pan de nueces a un vendedor ambulante en la calle de los pañeros; un esportillero que los siguió durante unos minutos y fue relevado por otro al poco rato. La red de espías de Monipodio estaba alerta y funcionando, y pronto la noticia de que Sancho y Bartolo se dirigían a La Feria alcanzó una taberna en la plaza de Don Pedro Ponce. Dos hombres habían estado aguardando allí aquella información, y salieron a toda prisa a cortarles el paso.
Bartolo se dio cuenta de que les estaba siguiendo alguien un par de minutos antes.
—Mira a tu espalda, muchacho.
Sancho reconoció el tono de alarma en la voz del enano. Se dio la vuelta, a tiempo de ver a un rapazuelo escondiéndose tras una esquina.
—¿Quién es?
—No lo sé, pero ha estado detrás de nosotros durante un buen rato. Me huelo algo malo, Sancho. Será mejor que volvamos al refugio.
Se dirigieron de nuevo al oeste, en dirección al puerto. Las calles estaban prácticamente desiertas, y los pasos de ambos resonaban contra el encalado deslucido de las casas. De pronto hubo un segundo juego de pasos tras ellos.
Bartolo giró la cabeza brevemente y sus ojos se abrieron mucho por el terror.
—Deprisa, muchacho. Aprieta el paso y no te pares, por lo que más quieras.
Ambos se apresuraron, pero el enano tenía las piernas muy cortas y no podía mantener el ritmo de Sancho. Iba con la lengua fuera y el pecho le subía y le bajaba como un fuelle.
Al final de la calle en la que se encontraban había una tapia que daba al huerto del convento de los Dominicos. Si conseguían saltarla antes de que sus perseguidores les alcanzasen estarían salvados.
—Me adelantaré un poco y me subiré a la valla —dijo Sancho—. Luego te izaré conmigo.
—¡Vamos, vamos! —le apremió el enano.
Sancho corrió hasta la tapia, que mediría más de dos metros. Pegó un salto y alcanzó la parte de arriba, pero la suela de sus botas de fieltro resbaló cuando comenzaba a trepar. Lo intentó de nuevo metiendo la punta del pie derecho en una grieta de la pared, y consiguió un asidero firme. Haciendo fuerza con los brazos se colocó a horcajadas sobre la parte alta del muro.
Bartolo estaba a poco menos de veinte pasos. Más lejos, un par de hombres a los que Sancho reconoció enseguida corrían hacia ellos.
«¡Catalejo y Maniferro!»
Los matones de Monipodio trotaban por el callejón, entorpecidos por sus largos capotes y las armas que llevaban. Uno de ellos se detuvo y echó mano del cinturón.
Sin tiempo para averiguar qué estaba haciendo el matón, Sancho peleó con los botones de su jubón para desabrochárselo. Tenía que arrojarle algo a Bartolo que el enano pudiese agarrar para poder izarlo hasta él.
—¡Sancho! —dijo el enano, desfondado tras la carrera. Había llegado al pie del muro y miraba hacia arriba. Su rostro era la viva imagen del terror.
El joven consiguió arrancarse el jubón y se inclinó hacia abajo, tendiéndoselo a Bartolo. El enano consiguió agarrar el puño de la prenda con ambas manos.
—¡Súbeme, muchacho, por Dios! —gritó.
Sancho tiró con todas sus fuerzas y los pies del enano se separaron del suelo. Un palmo, dos palmos. En ese momento alzó la vista y comprendió lo que había estado haciendo el hombre que se paró a media calle. El cañón de una pistola le apuntaba directamente a la cabeza.
El disparo resonó con fuerza e hizo alzarse a una bandada de tórtolas del huerto del convento. Con un silbido, la bala pasó rozando la frente de Sancho. Sobresaltado, el joven se inclinó peligrosamente sobre el interior del convento y perdió el equilibrio.
Cayó al vacío.
No soltó el jubón en ningún momento, y eso le salvó de abrirse la cabeza. A pesar de ello se golpeó contra el muro de frente y quedó colgando del otro lado de la tapia. El enano, a quien el mayor peso de Sancho había subido casi hasta lo más alto, estaba a punto de alcanzar la salvación.
En ese momento, las cinchas que unían la manga del jubón que sostenía Sancho se rompieron.
Bartolo se incorporó despacio. Catalejo estaba ya sobre él. El matón lo miraba con los ojos bizcos que le habían granjeado el apodo.
—Amigos míos —dijo el enano—. Precisamente esta noche iba a ver a vuestro jefe.
—Demasiado tarde, engendro.
Echó la pierna hacia atrás y lo golpeó con fuerza. Bartolo giró sobre sí mismo y se dio de bruces con el muro. Se oyó un horrible crujido cuando la nariz del enano se partió y su cara quedó cubierta de sangre.
—Esperad, por favor —dijo, escupiendo varios dientes—. Tenemos dinero para pagar a Monipodio... Ahí...
Señaló donde el cartapacio había quedado abandonado cuando Sancho escaló la tapia.
—Ah, sí —respondió Maniferro recogiéndolo del suelo—. Parece que robaste a quien no debías. Dale, Catalejo.
El otro alzó el pie y lo dejó caer con todas sus fuerzas contra las costillas del enano. Volvió a hacerlo, con saña.
Del otro lado del muro, Sancho había caído sobre una mata de azaleas que amortiguó un poco el golpe. A pesar de ello el brazo izquierdo le dolía terriblemente y la frente y la nariz le sangraban tras el impacto contra el muro. De aquel lado la tapia era metro y medio más alta. Desesperado, intentó trepar por ella pero volvió a caer una y otra vez.
Escuchó todos y cada uno de los golpes que recibió Bartolo, sintiendo la impotencia abrasándole el alma.
—¡Dejadle en paz, hijos de puta! —chilló con lágrimas en los ojos.
—Ya es suficiente, Catalejo —dijo Maniferro, agarrando a su compañero por el brazo—. Con ese tiro que he soltado esto estará lleno de corchetes dentro de un rato.
—Sólo una más —respondió el otro.
—He dicho que ya basta. Éste ya está muerto.
—¡A ti ya te pillaremos, rapaz! —gritó Catalejo acercándose a la tapia.
—Olvídate del muchacho. Tengo una idea mejor. ¡Ahora vámonos!
Corrieron alejándose de allí.
Sancho tardó varios minutos en encontrar la manera de salir del huerto. Cuando consiguió encaramarse a un árbol y volver a la calle, corrió hasta Bartolo. Un pequeño grupo de curiosos se arremolinaba en torno al enano. Uno de ellos incluso soltó una carcajada. Sancho, enfurecido, se abrió paso a empujones.
Al ver a Bartolo se le partió el corazón.
El enano yacía en el suelo hecho un guiñapo. Uno de sus brazos estaba debajo del cuerpo en un ángulo antinatural. El rostro era poco más que una masa sanguinolenta.
Sancho cayó de rodillas junto a él y se echó a llorar. De pronto hubo un extraño movimiento en el cuerpo, y Bartolo abrió un ojo.
—Sancho… —musitó.
El joven sintió cómo el alivio y la urgencia le inundaban. ¡Su maestro vivía!
Con un gran esfuerzo, lo tomó en brazos.
—¡Apartaos! —rugió al grupo de curiosos, que se echaron a un lado temerosos de aquel joven con heridas en la cara.
Sancho necesitaba a alguien que pudiese ayudar al enano. Y sólo había un sitio al que podía acudir.
C
uando Monardes vio aparecer a Clara con la cara amoratada y la cabeza cubierta por un pedazo de tela interrogó a la joven para descubrir qué le había pasado, sin conseguir nada. Clara se negó a hablar, y deambuló durante todo el día por el jardín arrancando malas hierbas. Tan sólo dudó al llegar la hora de tener que volver a casa y enfrentarse de nuevo a su madre, pero tampoco se decidió a hablar.
Al día siguiente volvió a presentarse en la puerta del médico por la mañana, como cada día, pero esta vez llevaba los ojos arrasados en lágrimas y el cuerpo dolorido. No había dormido en la habitación que compartía con su madre, sino en la cocina, sobre un poco de paja que había cogido en las caballerizas. Le contó todo al anciano, en una larga explicación que duró más de una hora y en la que la voz de Clara no tembló ni una sola vez.
—Me figuraba que algo de esto podría suceder —dijo Monardes con preocupación. No cambió el gesto cuando Clara le dijo que Vargas era su padre, y se sintió muy estúpida. ¿Acaso todo el mundo lo sabía menos ella?
—Tengo mucho miedo de regresar. Anoche cuando volví y el amo me vio en este estado puso una cara muy extraña, como la de un perro cuando le arrebatas un bocado de las fauces.
No se había atrevido a mirarse al espejo, pero le bastaba con palparse el cuero cabelludo. Allá donde había habido una preciosa y espesa melena negra había sólo unos cuantos mechones mal cortados y desiguales. Cerca de la frente su madre la había rapado casi al cero, dejando intencionadamente unas zonas más largas que otras, creando un conjunto ridículo. Allá donde el pulso tembloroso de la vieja esclava había fallado, a Clara le habían quedado cortes poco profundos que ya habían formado costras resecas. La improvisada pañoleta harapienta con la que Clara se cubría disimulaba un poco el efecto, pero a la joven le provocaba picor.