La leyenda del ladrón (24 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

BOOK: La leyenda del ladrón
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Aquello no tenía nada que ver con ella, así que lo ignoró. Lo más importante en ese momento era cumplir con lo que Monardes le había pedido.

—¡Alguacil! ¡Por aquí, deprisa!

—¿Qué os sucede, señora? —dijo el otro, aprovechando para pavonearse delante de una mujer.

Clara se lo explicó. El alguacil dio una exclamación de júbilo al terminar la joven.

—Precisamente me acaban de comunicar que esa pareja está buscada por haber robado importantes papeles al banquero Malfini. Mostradme dónde están.

«Malfini —pensó Clara sobresaltada, mientras les conducía hasta casa de Monardes—. Ese hombre tiene negocios con mi amo. ¿Qué le habrán robado estos ladrones?»

Abrió la puerta usando la llave y el alguacil la empujó a un lado. Lo siguieron cuatro corchetes y se oyó ruido de pelea.

—¡Quieto!

Clara no se resignó a esperar fuera con el resto de los hombres del alguacil. Entró en la casa. El enano yacía, ya muerto, sobre la mesa. Alguien le había cubierto el rostro con un pañuelo, respetuosamente. Monardes se apretaba contra la pared, horrorizado por la violencia que estaba teniendo lugar en su botica, poniendo en peligro sus preciadas redomas.

El joven estaba arrodillado en el suelo, y el alguacil colocaba unos grilletes en torno a sus muñecas. Cuando vio entrar a Clara, el reproche y la decepción se pintaron en su rostro.

La esclava se arrepintió al instante de lo que había hecho, pero ya era demasiado tarde.

—¡Esperad! —gritó.

—¿Qué sucede, señora?

—No podéis llevároslo —respondió, sin ser capaz de explicar por qué.

—Eso no es de vuestra incumbencia. Apartaos, por favor —dijo el alguacil, ignorándola. Se dirigió a Sancho—. Se te acusa de robo y de perturbar la paz del rey, rufián. Dime, ¿cuál es tu nombre?

—Me llamo Sancho de Écija —dijo el joven, mirando a Clara directamente a los ojos, mientras los corchetes lo arrastraban afuera.

XXVIII

L
o peor era aquella voz.

Podía soportar estoicamente los latigazos, el calor infernal y el olor a sudor y a mierda. Aguantaba a duras penas el trabajo inhumano, el hambre y las moscas. Pero lo que realmente suponía el mayor castigo para Sancho era la voz del cómitre.

«Booogad. Boooogad. Boooogad.»

Para su espíritu rebelde, encontrar la voz de otro ser humano a todas horas dentro de su cabeza, gobernando sus pensamientos, era desolador. Tan sólo cuando el cómitre se cansaba sustituía la machacona cantinela por el sonido del tambor y Sancho podía encontrar algo de paz. Entonces repasaba una y otra vez cómo había llegado a aquella situación.

Cuando fue apresado por los corchetes en casa de Monardes, el fatídico día que murió Bartolo, fue conducido hasta la cárcel de Sevilla. Nunca antes había estado en un edificio tan grande y abarrotado. Los reclusos se hacinaban en el patio y los pasillos, y el ruido de los gritos y las peleas no cesaba nunca. Sin embargo, el joven apenas guardó recuerdo de aquel lugar, más allá de una celda oscura en la que había otros tres condenados. Sancho se echó en un rincón y no contestó cuando los otros le hablaron, ni probó el rancho que los guardias les pasaron a través de un ventanuco. Uno de los presos le palpó las ropas por si llevaba algo de valor, pero Sancho le golpeó en la cabeza con la escudilla y desde entonces lo dejaron en paz.

Languideció en el camastro, con el alma entumecida por el dolor de la pérdida. Ni siquiera encontró consuelo en el hecho de que había decidido dejar Sevilla para siempre. De alguna manera eso hacía aún más amargo el final que había tenido el enano.

Seis días después los guardias lo pusieron en fila junto a otro medio centenar de presos. Notó el miedo en las caras de los otros condenados, mientras la fila iba avanzando hacia una mesa donde un guardia sacaba objetos de color pardusco de un cajón. Cuando le llegó el turno, el joven vio que era un grillete ancho que se colocaba en el cuello. De él colgaba una argolla y se cerraba con una llave.

—¿Qué vais a hacer conmigo? —dijo Sancho al guardia.

—Vas a galeras, muchacho —dijo ajustándole el grillete en torno a la garganta. Hubo de probar varios hasta encontrar uno que le encajase bien—. Ya viene el buen tiempo, así que los barcos saldrán a navegar pronto.

El joven tragó saliva con dificultad, notando como su nuez rozaba el metal oxidado. Bartolo le había hablado a veces de lo que suponía ser condenado a galeras, en las noches oscuras alrededor del fuego. Para Sancho había sido siempre un cuento de terror, algo que le podía suceder a otro pero jamás a ti mismo. De repente todas las imágenes de torturas y penalidades que el enano le había descrito le asaltaron.

—¡No es posible! —gritó ofendido—. ¡Ni siquiera he tenido un juicio!

—El juicio será dentro de un par de meses. Mientras tanto serás un galeote en depósito.

—¿Y me devolverán a Sevilla para el juicio?

—¿Para qué? —dijo el guardia, con una mueca maliciosa—. De todas maneras te declararán culpable.

Sancho tardó un instante en asimilar el significado de aquellas palabras. Él era culpable, por supuesto. Pero no tener siquiera la oportunidad de enfrentarse a sus acusadores, de explicar sus motivos y las circunstancias... La enormidad de aquella injusticia lo llenó de furia.

—No es justo.

El guardia se encogió de hombros. Estaba disfrutando con la confusión y la angustia de Sancho.

—Habértelo pensado antes de robar, escoria. ¡Siguiente!

Les colocaron una cadena que les unía entre sí, con una separación de un metro. Salieron de Sevilla al mediodía por la Puerta de Jerez. Tres guardias a caballo iban a su lado, azuzándoles para que caminasen más deprisa y vigilando que los presos fuesen en absoluto silencio. Allá por donde caminaban, los aldeanos los señalaban con el dedo y se reían. Las mujeres los insultaban, los niños les arrojaban frutas podridas y piedras con diabólica puntería. Sancho los miraba desafiante, y se preguntaba qué habrían hecho ellos de encontrarse en su situación. Se juró que jamás se burlaría de otro ser humano.

Aún peor que las piedras eran las caídas. Cada vez que uno de los condenados caía al suelo arrastraba a otros tres o cuatro. La primera vez que le sucedió a Sancho, el hierro le laceró la piel, y desde entonces tomó la precaución de sujetar la cadena con ambas manos para amortiguar el tirón.

La primera noche, el joven tentó la cerradura con una ramita. Era muy sencilla. De haber tenido las ganzúas de Bartolo hubiera podido abrirla en pocos minutos, pero las herramientas del enano habían quedado desperdigadas en casa de Monardes. Se consoló pensando que tampoco hubiera logrado huir muy lejos de los guardias a caballo.

Llegaron a Cádiz en la mañana del cuarto día. Los guardias los condujeron hasta el puerto, donde aguardaban decenas de barcos. Al contemplar el mar, Sancho se olvidó por un instante del cansancio. Jamás en su vida había visto algo tan grande y hermoso. El rumor de las olas y el aire salado le produjeron un breve instante de felicidad.

«Allá, al otro lado, están las Indias. Algún día...»

La galera se llamaba
San Telmo
. Apenas alzaba un par de metros por encima del agua, y su casco crujía con el vaivén del oleaje.

Los marineros detuvieron el trabajo mientras los guardias iban soltando de la cadena a los presos y los iban subiendo a bordo de uno en uno. A diferencia de la mayoría de las personas que encontraron en el camino hasta Cádiz, en las caras de aquellos hombres había un inconfundible sentimiento de compasión.

Sancho, que embarcó de los primeros, apenas pudo ver nada de su cubierta, ni detener la mirada en las enormes velas amarillentas en las que habían cosido con burdos retales de colores el escudo de la Corona.

—Date prisa, chusma. Éste no es tu lugar. ¡Abajo!

Una trampilla conducía a la cubierta inferior de la galera. Mientras bajaba aquellos escalones, una vaharada fétida le golpeó. Parpadeó varias veces para acostumbrar los ojos a la oscuridad, pero alguien le tiró de la argolla que aún llevaba al cuello y le obligó a arrodillarse.

—¿Nombre? —dijo una voz suave.

—Sancho de Écija —respondió el guardia.

—No te muevas, chusma. Sería una pena rebanarte una oreja.

Vio brillar un cuchillo junto a su rostro y sintió como alguien le tiraba fuerte del pelo, echándole la cabeza hacia atrás. Creyó que le iban a degollar hasta que se dio cuenta de que sólo le estaban rapando.

Se encontraba en una gran plataforma a proa, sobre la que había un banco y un enorme tambor de cuero. De la plataforma arrancaba una pasarela que se perdía en la oscuridad. A la altura de la pasarela entrevió varias filas de cabezas. No se oía una sola voz.

«Dios Santo. ¿Dónde me están metiendo?»

—Levántate y date la vuelta —le ordenó el que le estaba cortando el pelo cuando terminó.

Sancho se volvió y se encontró con un hombre mayor, grueso y de pelo entrecano que le estudió durante un rato sin decir palabra. Sus ojos le recordaron a Sancho los de una lagartija.

—Coge esa piedra que está a tus pies y sostenla en la mano. No la sueltes hasta que yo te diga.

Sancho obedeció. La piedra era del tamaño de un melón grande, y pesaba muchísimo. El hombre iba contando, muy despacio, y Sancho notaba como si los brazos se le fuesen a desgarrar. Cuando llegó a veintiséis, Sancho no pudo más y se tambaleó hacia adelante, pero no soltó la piedra.

—No puedo más —musitó.

El canoso le dio una bofetada.

—Habla cuando te lo digan —le dijo con voz suave—. Ahora tendrás que empezar otra vez.

Comenzó la cuenta de nuevo, y esta vez Sancho hubiera jurado que entre cada número podría rezarse un padrenuestro. El tiempo se ralentizó a su alrededor, y los músculos de sus antebrazos se convirtieron en cuerdas de dolor. El joven cerró los ojos y centró cada gramo de su fuerza de voluntad en sostener aquella piedra.

—Ya es suficiente —dijo el canoso. Había genuina sorpresa en su voz. Sancho no le escuchó. Parecía haberse quedado petrificado en aquella postura, y ni siquiera sabía hasta qué número había llegado la cuenta aquella segunda vez—. He dicho que ya basta.

Lentamente Sancho dejó la piedra sobre la tablazón. Respiraba entrecortadamente y tenía los ojos vidriosos. Estaba a punto de desplomarse, pero aun así aguantaba en pie.

El canoso le echó una última mirada. Pareció dudar un momento, pero finalmente se volvió hacia el guardia que había conducido a Sancho a bordo.

—Sexta de babor. Tercerol.

Tomando al aturdido Sancho por los hombros, el guardia le ordenó caminar hacia adelante por la estrecha pasarela. En la penumbra, rota apenas por algún delgado hilo de luz que se filtraba por la tablazón de cubierta, tan sólo se oía alguna tos ocasional.

—Es aquí.

El guardia sacó a Sancho el grillete del cuello y le obligó a bajar un desnivel. Pisó algo que le pareció un pie. Sintió como le empujaban hasta sentarlo en un banco. Luego alguien le arrancó las botas y le colocó un grillete más pequeño en el pie derecho.

Esperó allí, en completa oscuridad. Nunca había tenido tanto miedo.

XXIX

S
e llamaba Gabriel Soutiño, pero la chusma lo llamaba el Cuervo.

Nunca de frente, por supuesto. Un galeote jamás se dirigía a un cómitre por su nombre. Lo llamaban señoría, alzando los brazos con aquella falsa modestia que tanto le molestaba. Cuanto más respetuoso y adulador parecía uno de aquellos deshechos humanos, más dispuesto estaba a clavarte una astilla de madera en los riñones. Aquello ocurría con cierta frecuencia, pues todos los galeotes odiaban a muerte a sus cómitres, en los que concentraban toda su frustración e ira.

Gabriel amaba a todos y cada uno de sus galeotes.

Así había llegado a viejo en aquella profesión. No era lo que tenía en mente cuando se alistó en la Armada del Rey como grumete, veinticinco años atrás. Ahora tenía cuarenta y dos o cuarenta y tres, no estaba seguro, y había servido en once barcos hasta llegar a la
San Telmo
.

Comenzó baldeando cubiertas y remendando velas, como todos los marineros novatos. Le gustaba sentir el viento en el rostro y el sol en la espalda. Por eso sintió como un castigo lo que el capitán le ordenó el día que el cómitre enfermó de fiebres y diarrea.

—Tú, el gallego —lo había llamado, señalándole con el bastón dorado.

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