—No deberías hablar así de los ladrones, querido Sancho. Es una profesión como otra cualquiera.
—¿Acaso habéis perdido el juicio?
Guillermo bajó la vista, y cuando la alzó de nuevo había una hondura diferente en su mirada. Había vuelto el rostro a la pared y su tono de voz era más grave.
—El rey y el esclavo son dos hombres iguales, Sancho. Tan sólo se diferencian sus máscaras, y éstas son tan intercambiables como una camisa vieja.
—¿Me estáis diciendo que son iguales un cura y un ladrón?
—¿Quién soy yo para decirte nada? Sólo sé que ambos son hombres que buscan llevarse un pedazo de pan a la boca. ¿Qué buscas tú, Sancho?
El muchacho se incorporó en la cama al escuchar aquellas palabras, y su rostro quedó a la misma altura que el de Guillermo. El ojo sano le brillaba como un ascua.
—Quiero cruzar el mar Océano.
—¿Y estar aquí te ayudará a lograrlo?
Sancho pensó en las promesas de fray Lorenzo. Con el cuerpo molido a golpes, le parecían pobres burlas huecas.
—Antes creía que sí. Creía estar haciendo lo correcto.
—Lo correcto —dijo el inglés, esbozando una agria sonrisa—. Había una vez un compatriota mío, hace muchos siglos. Robert de Huntington era su nombre, aunque todos lo conocían por Robert Hood por su atuendo. Había luchado en tierras lejanas, y cuando volvió a su hogar encontró que la corrupción y la tiranía habían reemplazado al orden. El párroco de su pueblo, el condestable y muchos otros exprimían a los campesinos hasta el último penique de sus exhaustas faltriqueras. Robert se negó a pagar los tributos excesivos que se le exigían, y condujo a un pequeño grupo de hombres al bosque. ¿Sabes en qué se convirtió?
—En un ladrón —susurró Sancho, que escuchaba sin perder detalle.
—Asaltaba las ricas caravanas y a los orondos recaudadores de impuestos. Y el fruto de sus correrías lo repartía entre los famélicos campesinos. Entonces también hablaron los paladines de lo correcto. El párroco clamó desde el púlpito que Robert Hood era un demonio. El condestable lo declaró proscrito y puso precio a su cabeza.
—¿Y qué le ocurrió?
Guillermo meditó antes de continuar. Podía contarle lo que le había ocurrido en verdad a Robert de Huntington. Cómo su cadáver putrefacto había colgado durante días de las murallas y el pueblo había visto redobladas sus penurias. Pero era un triste final para un relato, y desde luego el peor para contarle un pobre mozo de taberna al que habían molido a golpes por su culpa. Le daba pena aquel muchacho triste e inteligente que debía pasar el resto de su vida sirviendo mesas. Prefirió recurrir a la versión hermosa, la que las madres contaban a sus hijos en Inglaterra desde tiempos inmemoriales. Al fin y al cabo sólo era un cuento. ¿Y qué mal podía hacer un cuento?
—Las huestes del condestable le rodearon, pero Robert Hood era un arquero excepcional…
N
o voy a hacerlo. El amo me escuchará si se lo pido.
Catalina miró a su hija arrugando la nariz como un conejo. ¡Qué poco sabía ella cómo funcionaba el mundo! Para Clara la esclavitud era un yugo incómodo y etéreo. Anhelaba la libertad del mismo modo que un mono nacido en una jaula podría desear una fruta que ha visto a través de los barrotes. Un manjar en el que jamás había hundido los dientes.
Clara no había hecho el viaje que había hecho su madre. No había conocido el orgullo de ser la hija del rey de los caribes. No había sido arrebatada de su hogar en llamas, ni los soldados le habían roto los dedos con la culata de sus arcabuces para que soltase los cadáveres de sus hermanos, abatidos por los soldados españoles. No la habían subido a bordo de un monstruo flotante, ni encadenado en la húmeda y oscura bajocubierta junto a cientos de cuerpos malolientes. No había aguantado la sed insoportable, ni comido las galletas podridas. No había chapoteado en el vómito de los enfermos durante semanas. No había llorado desesperada al ver que los otros cinco que formaban su cadena estaban muertos y los gusanos blanquecinos manaban de sus bocas como agua de una fuente. No había bizqueado al salir de nuevo al sol, contemplando por primera vez Sevilla y añorando el destino de su padre y sus hermanos. No se había sometido a la indignidad del baño, de la subasta en las escalinatas de la catedral.
Ni a lo que vino después. Lo que tuvo que hacer para sobrevivir, lo bajo que tuvo que caer para que no la apartasen a ella de su lado.
—Irás —dijo Catalina con un hilo de voz.
—Pero, madre…
La mano de la vieja esclava se movió como un borrón. Una sonora bofetada impactó en la mejilla de Clara, que se quedó paralizada, boquiabierta. Hacía años que su madre no le ponía un dedo encima, y cuando lo hacía de pequeña no era ni remotamente parecido a lo que acababa de sentir. No era el escozor en la cara lo que contaba, sino la intención tras aquellos ojos oscuros.
Clara se llevó la mano a la mejilla. Ese espacio de piel tersa, enrojecido tras el bofetón, era lo que las había separado siempre. En el mismo punto del rostro de su madre había grabadas una S y la figura de un clavo. Era práctica común marcar con un hierro al rojo la mejilla del esclavo con ese anagrama maldito, al que muchos añadían el nombre completo del amo en el hombro o en el trasero. Muy pocos eran los que se libraban de la bárbara costumbre, e incluso algunos morían a resultas del proceso. Clara sabía que su madre sentía una envidia secreta por la suerte de su hija, de la que ambas se avergonzaban. Muchas veces, cuando la esclava creía estar a solas, la había descubierto acariciándose ensimismada la espantosa cicatriz, que sobresalía de su piel como un maligno túmulo blanquecino.
—¡He dicho que irás! —gritó Catalina—. Irás y aprenderás todo lo que puedas de ese pellejo chiflado. Y luego, algún día, quizás, quizás...
La vieja esclava se tapó la boca con la mano, incapaz de continuar. Desde que su hija nació, Catalina había albergado el anhelo de que Clara se liberase algún día del yugo de la esclavitud. Que cruzase el mar, de vuelta a la tierra de la que su madre había sido arrancada. Que abandonase aquel infierno abigarrado y parduzco y regresase al mundo esmeralda y cobalto al que pertenecía. Había susurrado sus deseos al oído de Clara en tantas ocasiones desde que era niña que para la esclava se acabaron convirtiendo en una canción de cuna, el suave y tranquilizador arrullo que precedía al sueño.
Ahora que Clara era casi una mujer lo veía como una fantasía infantil. Perenne, hermosa e inalcanzable como la luna. Tampoco comprendía el empeño que su madre ponía en que aprendiese a poner vendas con el viejo Monardes. Ella preferiría continuar en la mansión de Vargas, escabulléndose a la biblioteca cada vez que podía. El amo apenas iba desde la muerte de su esposa, y en aquella habitación había más de doscientos libros. Clara adoraba perderse en sus páginas, aunque si aparecían otros sirvientes tenía que cerrar apresuradamente el tomo que estuviese leyendo y fingir que sacaba el polvo con un paño.
Los sueños de Clara, lo que esperaba del futuro, tenían un punto en común con los deseos de Catalina. Ella sabía —simplemente lo sabía, con la certeza de que hay un cielo sobre nuestras cabezas y tierra bajo nuestros pies— que algún día sería libre. Y que entonces tendría que trabajar para ganarse el sustento. A lo largo de sus lecturas había memorizado los oficios que le atraían de los personajes que aparecían en los libros, pero casi ninguno de ellos tenía una equivalencia en la vida real. Jamás se había encontrado camino del mercado con un mago, un caballero o un adivino. Y había percibido enseguida que ni uno solo de aquellos oficios relevantes era ejercido por mujeres, con excepción de nobles damas, duquesas y princesas, que se encontraban en frecuente necesidad de ayuda por parte de los protagonistas varones de las novelas. Quiso hablarle a Catalina de ello en varias ocasiones, pero ella enseguida la mandó callar con enfado en la voz.
Desde muy niña, Clara intuyó que había conversaciones que no podía tener con su madre. Apenas contaba cuatro años cuando, acompañando a Catalina al mercado, la niña se fijó en una mujer rica que iba a bordo de una calesa cubierta con un parasol.
—Madre, ¿no sería mejor que fuésemos en uno de esos coches? Así no tendríamos que caminar.
Catalina la miró y soltó una risa nerviosa, como solía hacer cuando la pequeña le hacía una de sus agudas preguntas.
—Nosotros sólo somos dos pobres esclavas, Clarita.
—¿Qué es una
esclava
, madre?
—Alguien que trabaja para otro porque no es dueño de su destino.
La niña se encogió de hombros, pues el trabajo para ella era algo ocasional y ligero, como ayudar a mover la leña o sacar judías de su vaina. Aún le faltaban años para comprender el dolor cansado que se instalaba en la espalda de su madre cada noche o el sabor a derrota y desesperación con el que se levantaba cada mañana.
—¿Y esa mujer del coche no trabaja?
—No, Clarita. Ella es rica.
—¿Y dónde encuentra su dinero? Podríamos ir nosotros y coger un poco.
—No lo encuentra. Su marido o su padre serán ricos.
—¿Y mi padre no es rico, madre?
Y cada vez que la pequeña le preguntaba a Catalina por el autor de sus días, el gesto de la esclava se torcía, se volvía amargo y distante y sus ojos se volvían dos pozos solitarios. La niña odiaba contemplar aquella expresión en el rostro de su madre, y había aprendido a evitar aquel tema de conversación. A pesar de sus esfuerzos, un velo oscuro cubría siempre el rostro de Catalina, que en pocas ocasiones se rompía.
Aquel momento en el que le pidió a su hija que fuese a estudiar con el médico era una de esas escasas ocasiones. El anhelo, la ansiosa ilusión que asomaba ahora a los ojos de la vieja esclava era tan escaso y precioso que por sí solos fueron capaces de convencer a Clara, más allá de cualquier argumento racional.
—Iré, madre —dijo la joven tras un tenso silencio.
Y así fue como Clara se encontró una mañana de nuevo en la puerta de Monardes. A la luz del día, el exterior de la casa era igual que el de su dueño: un decrépito reflejo de una gloria pasada, lleno de desconchones y falto de muchas tejas. La esclava revisó su propio aspecto. Llevaba un vestido marrón de paño basto y una camisa que había sido remendada demasiadas veces y que había pertenecido a su madre. Los zapatos eran también muy viejos, y aunque en su día le quedaron demasiado grandes ahora le provocaban llagas cuando tenía que ir lejos. Encima de todo vestía su capa gris, que le protegía de la brisa húmeda y fría que soplaba desde el río.
Llamó a la puerta con cautela, casi temiendo el momento en el que se abriese. Un sentimiento muy alejado del que había tenido la primera vez que estuvo allí y la angustia y el miedo a la oscuridad le atenazaban la garganta.
—¿Vas a entrar?
Tan perdida estaba en sus pensamientos que no se percató de que el médico había abierto y la miraba con severidad desde detrás de sus pobladas cejas grises.
—Buenos días, amo.
Dentro el ambiente se veía cambiado, casi hogareño. A la luz del día ya no daba la impresión de ser el antro de un brujo, como esos sobre los que había leído en las novelas de caballerías que tanto gustaban a Vargas. El sol que entraba por la pequeña ventana lateral le confería al estudio de Monardes el aspecto de una extraña cocina polvorienta. El olor era extraño, agrio y persistente, pero no desagradable.
—No me llames amo. A partir de ahora tú serás Clara y yo maestro. Es lo apropiado en estos casos.
—Sí, am... maestro.
—Supongo que tendremos que empezar por lo básico. Ojalá supieras leer, porque...
—Sé leer, maestro —interrumpió Clara, orgullosa.
—¿Tú? ¿Una esclava? Permíteme que lo dude.
La joven se acercó a la gran mesa, donde había una pila de papeles amarillentos, cubiertos por una escritura apretada y delgada como patas de araña. Tomó el primero de ellos.
—Receta de la Galenderia. Tómense tres gránulos de
verdulaga
…
Monardes le arrebató el papel de las manos, molesto.
—Es verdolaga. Admito que tengo una letra horrenda, y que tú sabes leer muy bien. ¿Quién te enseñó?
—Uno de los criados de casa. Murió hace años.
—¿Qué libros has leído?
—Amadís, Floriseo, Palmerín…
Clara sintió un leve estremecimiento al pronunciar aquellas palabras en voz alta. Era la primera vez, a pesar de que los dueños de aquellos nombres eran para ella tan reales como el sol de la mañana. Cada sílaba evocaba la lucha contra un monstruo, el viaje en un barco encantado o la promesa de un amor infinito. Y sin embargo, decirlos le estaba vetado. Oía hablar de sus aventuras —incluso de algunas que ella no había leído— al cruzar plazas y mercados. Escuchaba discutir a escribanos y verduleros, enzarzados en disputas irresolubles sobre quién era el mejor y más bravo caballero. Pero una esclava no podía entrar en las conversaciones de los libres.
—Ya veo —dijo el otro, moviendo la mano desdeñosamente—. No hace falta que sigas, es evidente por dónde se orientan los gustos de tu amo. ¿No has oído entonces hablar de fray Bartolomé de las Casas?
—No, maestro.
El médico jugueteó con un almirez, haciéndolo rodar sobre la mesa, eligiendo muy bien sus palabras.
—Ese criado que te enseñó a leer… ¿Lo hizo por propia voluntad o porque se lo pidió Vargas?
—Eso no lo sé —contestó Clara encogiéndose de hombros y alzando la voz. No comprendía por qué aquel viejo cascarrabias le hacía tantas preguntas—. Preguntádselo vos mismo.
El atrevimiento de la esclava agradó al médico, que se dio la vuelta para que la joven no viera la sonrisa que se dibujó en su cara apergaminada.
—¿Sabes por qué estás aquí?
—Mi madre me ha dicho que voy a aprender cómo cuidar del amo.
—Y es cierto, al menos en parte. Vargas sufre una enfermedad incurable y muy dolorosa, que se agravará progresivamente durante el resto de su vida. Tus cuidados no cambiarán eso, pero pueden contribuir a hacer su existencia más soportable. ¿Eso te gustaría?
Clara asintió insegura.
—Eso creo.
Las palabras quedaron colgando durante unos instantes en el aire, y la joven supo que había cometido un error al ver cómo el rostro de Monardes se crispaba.
—¿Eso crees? —gritó el médico—. Maldita seas, niña, tentado estoy de devolverte a tu amo y dejar que sigas fregando suelos hasta que mueras. ¿Es eso lo que quieres ser? ¿Una fregona ilustre que piensa en caballeros andantes de lanza enhiesta mientras raspa las cagadas de paloma en el patio?