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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (12 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Monardes sonrió a Clara con aprobación, aunque ella pareció no percibirlo. Miraba a lo lejos, por encima de la tapia del huerto y de la silueta de la catedral que se recortaba tras el sol de la mañana.

—Se había mordido la pata. No entendí entonces por qué lo había hecho, pero ahora sí. Intentó beberse su propia sangre —dijo la joven, como si por fin las palabras del médico le hubiesen resuelto un acertijo que había tardado demasiado en desentrañar. No le dijo que aquel gato era su favorito, ni que había llorado y tenido pesadillas durante varias semanas después de aquello, pues tenía miedo de lo que el médico fuese a pensar de ella. Había observado que los hombres, especialmente su amo, despreciaban a las mujeres cuando mostraban sus sentimientos, y no iba a darle más excusas a Monardes después de su error del día anterior.

—¿Por qué crees que el gato hizo eso, Clara?

—Porque su instinto le decía dónde estaba el agua más cercana.

El médico sonrió con aprobación.

—Exacto. La naturaleza es sabia, mucho más que nosotros. Mira a tu alrededor. Estas plantas, al igual que tu madre, han venido desde muy lejos. Muchas de ellas proceden de las Indias —Clara abrió mucho los ojos al escuchar aquello—, un lugar donde el clima y la humedad son muy distintos del nuestro. Estas preciosidades crecerían salvajes en su tierra, sin necesitar de nuestra ayuda. Pero aquí ha de intervenir el pobre ingenio del ser humano para que reciban su dosis justa de agua. Ni más, ni menos.

—Yo creía que el agua les daba la vida.

—También te la da a ti la comida, y si comes demasiado puedes enfermar.

—No entiendo cómo se puede comer demasiado —dijo Clara, meneando la cabeza. Aquello era Sevilla, la ciudad más grande y rica del mundo. Pero por cada palacete que se alzaba con el oro de las Indias había un centenar de hogares repletos de pobres famélicos. La joven no había pasado nunca hambre auténtica, pues había crecido en casa de un rico comerciante cuya cocina estaba bien surtida. Las viandas más lujosas estaban reservadas al amo y a sus invitados, pero los criados tenían pan y legumbres a diario, carne dos veces a la semana y pescado los viernes, como mandaba la Iglesia. Y sin embargo Clara había visto suficientes niños escuálidos rebuscando en los muladares como para saber que su propia situación no era la norma. Había un pozo oscuro en la mirada de aquellos niños, un vacío que necesitaba colmarse y que no lo haría jamás. Aquélla era otra de esas reflexiones que no podía compartir con nadie.

—Se puede, Clara. Mira a tu amo. La enfermedad que lo postra es fruto de lo que ha comido y bebido a lo largo de su vida.

—¿Cómo podéis saberlo? ¿Cómo sabéis qué es lo que enferma a alguien?

—Porque la enfermedad sólo la presentan los muy pudientes, y entre ellos quienes más abusan de la carne y otros alimentos.

—¿Y eso lo habéis observado vos, maestro?

—Algunas veces. El conocimiento de un sanador proviene de su propia experiencia, pero también de los libros que ha leído. Así cada nuevo alumno se alza sobre los hombros de su maestro y sobre sus propias lecturas, y hace avanzar más aún nuestro oficio.

Clara asintió despacio al escuchar aquello, imaginando una enorme torre de seres humanos subidos unos en los hombros de los otros. ¿Y qué había de los libros? Se sentía un poco confusa sobre la actitud de Monardes hacia ellos. Tan pronto le decía que podían sorberle el seso como pretendía que eran muy importantes para su aprendizaje.

No tuvo tiempo de pensar demasiado en aquellas cuestiones, pues enseguida el médico le ordenó cuidar del jardín. Pasaron toda la mañana arrancando malas hierbas, reparando los canalones en los puntos en los que el viento los había movido y enterrando frutas semipodridas bajo la tierra negruzca.

—Hacen el suelo más rico, pues las plantas necesitan más que agua y sol.

—¿Por qué tenéis tantas variedades, maestro?

Arrodillado en el suelo, Monardes enderezó el tallo de una especie trepadora que se enroscaba a un palo clavado en el suelo ayudada por unos pedazos de cordel. Después comenzó a señalar a su alrededor.

—Esto es cardosanto; cura las fiebres y el asma. Aquella alargada y fea es hierbamora, excelente para las pieles resecas y escamosas. Allí hay ajos, casias, milenramas… cada una de ellas tiene uno o varios usos que sirven para mejorar la vida de las personas. Muchas veces los labriegos queman un campo creyendo que no contiene más que hierbajos, cuando en realidad están acabando con las plantas que podían salvar la vida a sus hijos enfermos. Si sólo supieran…

De repente se tambaleó y estuvo a punto de derrumbarse, aunque Clara le prestó el brazo y logró ponerle de pie. Le costó un gran esfuerzo, pues pese a su aparente fragilidad el anciano pesaba mucho.

—¿Estáis bien? —dijo la joven, angustiada ante el mareo del médico.

—El trabajo del jardín es muy duro para un pobre viejo como yo. Cada mañana realizarás estas tareas tú sola bajo mi supervisión. Por la tarde comenzaremos con tus lecciones.

Comieron sopa y unos cangrejos de río que un esportillero trajo pasado el medio día. El auténtico trabajo para Clara comenzó después del almuerzo, pues Monardes le mandó sentarse en una silla y atender todo tipo de explicaciones sobre la práctica de la medicina. Clara encontró interesantes algunas partes, como aquellas en las que el viejo le dio una clase introductoria sobre la composición del cuerpo humano, acompañado de un grabado de vivos colores. Otros temas —como la historia de la medicina o los humores que equilibraban a las personas— los encontró abstractos y aburridos. El momento que más disfrutó fue cuando Monardes le explicó cómo usar el almirez para prensar y extraer el jugo de las hojas de arañuela, que mezcladas con sebo y otros ingredientes componían un ungüento que aliviaba a los pacientes de gota. Acabada la explicación el médico le pidió que intentase crear la medicina por su cuenta.

La esclava se afanó durante largo rato sobre la mesa, y le tendió el resultado al anciano, expectante.

—No es mala mezcla —dijo Monardes, hundiendo su larga nariz en el frasco y olisqueando el ungüento—. Para ser la primera vez. Tal vez demasiada sal de cobre.

—Con vuestro permiso, maestro, he de irme —dijo Clara, conteniendo la pregunta que le ardía en los labios. Se echó la capa sobre los hombros. Afuera el crepúsculo se adueñaba de las calles.

Monardes le tendió el frasco.

—Cada mañana y cada noche toma en el hueco de la mano un poco de pomada, del tamaño de una almendra grande. Extiéndela sobre el pie de tu amo, haciendo suaves movimientos circulares, hasta que no quede nada. No te olvides de lavar y secar bien el pie antes, para que la piel esté pronta.

—¿Le dolerá? Siempre se queja ante el más mínimo roce.

—Ah, muchacha. Gritará como el mismísimo demonio y te ordenará que pares. No le obedezcas.

Clara asintió, aunque no tenía la menor idea de si sería capaz de hacer una cosa así. Se encaminó a la puerta, y antes de salir se volvió hacia el anciano. Éste se había sentado a la gran mesa de nuevo y parecía absorto encendiendo unos carbones bajo una redoma de cristal que contenía un líquido verdoso. Clara dudó un momento antes de hablar, escogiendo las palabras con sumo cuidado.

—Maestro, ¿puedo volver mañana?

Hubo un largo silencio, roto sólo por el burbujeo del preparado cuando empezó a hervir. Aquel sonido pareció arrancar al médico de su ensimismamiento, aunque no apartó la vista de la redoma cuando al fin respondió:

—Ven al alba. Habrá mucho trabajo en el huerto. Y Clara…

—¿Sí, maestro?

—Sigues estando a prueba.

XIII

S
ancho corrió por las calles desiertas huyendo del Gallo Rojo, empapado y despidiendo una terrible peste a vino. Cuando la emoción y el miedo se hubieron serenado un poco, el frío del amanecer tomó su lugar. El joven se dirigió hacia el cercano callejón del Yunque, donde los herreros ya tenían a punto las fraguas con las primeras luces del alba.

Se asomó a los locales de los artesanos, quienes le miraron con cara de pocos amigos o le amenazaron con sus pesados martillos. No le importó demasiado, pues en pocos minutos el calor de las fraguas había secado sus ropas. Aunque ya no tenía frío, la tela basta se endureció con el vino reseco, provocándole un desagradable picor en la piel.

«Estos harapos son todo lo que poseo en el mundo», pensó con una mueca de tristeza mientras vagaba sin rumbo. Las calles en las que se había ganado la vida en los meses anteriores parecían diferentes, amenazadoras. Sancho fue dolorosamente consciente de que no tenía un lugar donde dormir, ni medios para ganarse el sustento.

—¡Tú, mira por dónde andas!

Abstraído en sus pensamientos, Sancho había chocado con un pequeño esportillero que iba buscando a quién servir. No tendría más de ocho o nueve años, y el encontronazo con Sancho le había derribado. La esportilla había quedado entre ambos, y Sancho la recogió del suelo.

«Sería muy fácil salir corriendo con ella y perder a este mocoso en los callejones. Una carrera rápida y podré estar comiendo caliente dentro de unas horas.»

El niño ya se había levantado y agarraba la esportilla con ambas manos, intentando arrebatarla de manos de Sancho al tiempo que apretaba los labios con desesperación. Sus brazos esqueléticos vibraban con el esfuerzo. No hay peor pecado para un esportillero que volver sin el capazo. Fray Lorenzo habría echado una buena bronca a Sancho, pero un empleador menos comprensivo podía arrancarle la piel a tiras al descuidado. El cuerpecillo lleno de cardenales y la oreja medio arrancada del niño indicaban que el dueño de la esportilla tenía poca paciencia.

—¡Dámela! ¡Es mía, cabrón! —gritó, casi llorando.

«Ni siquiera tiene fuerza para quitármela. Sólo es un huérfano piojoso y hambriento, con costras en las rodillas y las manos llenas de sabañones. Como yo.»

—Tómala, y no la sueltes tan fácil —dijo Sancho, abriendo los dedos—. Ve a la plaza del duque de Arcos. Los miércoles hay feria de cordeleros, y habrá paquetes que abultan no demasiado pesados. Ideales para un pequeñajo como tú.

El niño, que al abrir Sancho la mano había estado a punto de caer de culo, le dio una patada en la espinilla y salió corriendo.

—¡Soy más fuerte que tú, gilipollas!

Frotándose la pierna dolorida, Sancho sonrió. El chico se había ido en la dirección en la que le había indicado. Tal vez había esperanza para aquel valiente, al fin y al cabo.

Cuando el sol se alzó sobre las murallas, el joven decidió que era hora de cruzarlas y desaparecer de Sevilla durante unas horas. Temía que Castro le denunciase ante los alguaciles por haber destruido su bodega. Las probabilidades de que la justicia le buscara con ahínco o consiguiera identificarle eran ridículas, pero Sancho creía llevar su delito escrito en el rostro, además de en las ropas teñidas de vino tinto.

Salió de la ciudad por la Puerta de la Almenilla. No lejos de las murallas el Betis formaba varios remansos donde lavar sus harapos a salvo de miradas indiscretas. Desnudo, aterido y hambriento se ocultó entre los juncos mientras esperaba a que la camisa y el pantalón se secasen sobre una rama. Intentó atrapar alguno de los pececillos que nadaban cerca de la orilla, pero sin red ni caña se le escurrían entre los dedos. Finalmente de un manotazo sacó uno del agua, más pequeño que su pulgar. Aterrizó saltando sobre una piedra, y Sancho se abalanzó sobre él. Lo tragó de dos bocados que sabían a espinas y cieno. El ínfimo almuerzo le provocó retortijones en las tripas.

Sin nada que hacer más que pensar ni más compañía que el croar de las ranas, los recientes acontecimientos se agolparon en su cabeza. Había pasado en pocas semanas de dormir a salvo en el orfanato y ganar el pan cada día con su trabajo a recibir palizas constantes y, finalmente, huir sin futuro alguno, con los primeros fríos del otoño soplando desde los montes.

Pensó en fray Lorenzo, a quien odiaba por haberle encerrado en la posada con el animal de Castro, y sintió vergüenza de que pudiera verle allí, desnudo entre los juncos. Pensó en Castro y sintió una leve punzada de remordimiento por haber destruido su medio de vida. Pensó en Guillermo de Shakespeare y la historia de Robert Hood, y los remordimientos se esfumaron, pues al igual que el héroe del cuento había dado su merecido a un malvado. Pensó en Bartolo, quien se había ofrecido a enseñarle a robar, y se lamentó de la locura que había cometido empujado por las circunstancias.

—Mejor al raso que sufriendo palizas —se dijo Sancho intentando darse ánimos, mientras se frotaba el cuerpo con los brazos para entrar en calor.

Desde donde estaba podía ver el monasterio de las Cuevas, en la orilla opuesta. Poco antes del mediodía varias carrozas cubiertas pasaron frente a su posición, llevando en su interior a adineradas señoras rumbo a misa de doce. Sancho clavó la mirada en los vistosos carruajes y deseó con todas sus fuerzas nivelar la balanza, como hacía Robert Hood. Arrancar de manos de aquellos a quienes les sobraba lo que otros necesitaban desesperadamente.

Pasó la noche oculto en un socavón cerca de la muralla, sin apenas pegar ojo. Estar fuera en la oscuridad era muy peligroso. No eran pocos los viajeros solitarios que llegaban a Sevilla después del ocaso, encontraban las puertas cerradas y ningún lugar para pernoctar. Muchos acababan desnudos en una zanja o flotando en el Betis con la garganta rajada.

Sancho había dormido un par de horas escasas cuando los balidos de un rebaño de ovejas en la otra orilla le despertaron. Salió del hoyo clavando los dedos en la tierra, sintiendo el dolor de las costillas rotas. Apretando de nuevo el costado con el brazo, se encaminó al Arenal. En el extremo contrario de la enorme explanada, junto a las Atarazanas, se instalaba cada día el mercado del Malbaratillo.

Había llegado el momento de buscar a Bartolo.

XIV

S
ancho no había estado nunca en el Malbaratillo. Fray Lorenzo les había prohibido ir a buscar clientes allí, pues tenía fama de ser un lugar donde los ladrones se deshacían de mercancías robadas y podía encontrarse cualquier cosa. Esperaba adentrarse en un sitio peligroso, lleno de caras torvas y espadas que salían con facilidad de sus vainas, pero encontró tan sólo el que parecía ser uno más de los muchos lugares de comercio que se instalaban en Sevilla, una extensión pobretona y desangelada del Arenal.

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