—El único crimen que ha ocurrido aquí lo ha cometido ese maldito Rui Barzim, que me ha vendido mercancía en mal estado —dijo el noble con desgana—. Se suponía que este esclavo era dócil. Por desgracia ha tratado de escapar, y al impedirlo la cosa ha terminado mal. No estaría de más que me acompañaseis a ver al esclavista para que me devuelva el dinero sin dilación.
El alguacil, que había vuelto a calarse el sombrero, echó una larga mirada al cadáver del niño sin moverse del sitio. Ni una emoción visible asomó por su cara, pero Clara vio cómo apretaba con fuerza la mano enguantada sobre la empuñadura de la espada.
—Ya veo lo que ha ocurrido —dijo el alguacil con voz neutra—. Me encargaré de que recojan el cuerpo, señoría. Lamento el interrogatorio.
El noble se dio la vuelta para marcharse cuando la voz de Clara le detuvo.
—¿Y ya está? ¿Eso es todo lo que tenéis que decir?
El alguacil dio dos pasos hacia ella. Clara pudo ver que su cara lucía varias cicatrices, producto de muchos años al servicio del rey.
—¿Afirmáis acaso que hay algo más?
Clara notó cómo la mano de su madre le agarraba el brazo, pero se soltó de un tirón. Ya no era una niña, por más que ella aún la tratase como tal. Lágrimas de furia se le agolpaban en los ojos.
—Ese niño había sido golpeado varias veces.
Un murmullo corrió entre la multitud. El alguacil miró alrededor y luego se inclinó hacia Clara.
—El dueño de este esclavo es don Félix de Montemayor, marqués de Aljarafe y caballero veinticuatro.
Clara se estremeció. Los caballeros veinticuatro eran el mayor poder de la ciudad de Sevilla, dos docenas de nobles encargados de administrar la justicia del rey. Aquella batalla estaba perdida. De pronto fue dolorosamente consciente de la gente que la rodeaba, del grupo de corchetes frente a ella y del error que había cometido. Pero a pesar de que el miedo le erizó la piel de los brazos, el cuerpo aún caliente del muchacho seguía junto a ella. No podía quedarse en silencio.
—No está bien —dijo con un hilo de voz—. Esto no está bien. Sólo Dios es dueño de la vida y la muerte.
Otro murmullo, éste mucho más audible, recorrió la multitud. Los de las primeras filas repitieron las palabras de Clara a los que estaban más atrás, y todos asintieron con fuerza. La gente se había puesto de parte de la valiente joven. El noble, molesto ante aquel desafío a su autoridad, alzó la voz.
—¿Vais a dejar que una plebeya me humille en público, alguacil?
La madre de Clara ahogó un grito al oír aquello. Incluso una sutil sugerencia como aquélla por parte de un noble como Montemayor suponía una sentencia de muerte para su hija. Volvió su vista hacia el alguacil con el corazón repiqueteándole en el pecho.
El veterano soldado se retorcía el mostacho, incómodo. La petición del noble le asqueaba, pero no le quedaba más remedio que obedecer a su superior. Ya iba a dar la orden a sus hombres de prender a Clara, cuando un joven alto y espigado apareció entre la gente. Tenía el pelo moreno, negro como ala de cuervo, y vestía con poco más que unos harapos.
—Si me lo permitís, yo sé por qué está defendiendo a este esclavo, alguacil. Mirad.
Tomó a Clara por el brazo izquierdo y le alzó la manga del vestido. Sobre su muñeca apareció una pulsera de hierro con unas letras marcadas.
—Como veis ella es también una esclava —dijo el joven alzando el brazo de Clara, que, atónita, no supo reaccionar.
Clara se quedó mirando al joven, que tenía unas extrañas marcas en el cuello. Éste a su vez se había quedado quieto, con la vista clavada en la inscripción de su pulsera, donde se leía el apellido Vargas. Lo miró durante un instante con expresión de asombro. Sus ojos eran dos llamaradas de fuego verde, que relampaguearon un momento cuando se cruzaron con los suyos, y Clara sintió como algo dentro de ella se agitaba muy fuerte.
—¡Una esclava! —se mofó la muchedumbre.
—Con mayor motivo si es una esclava. Merece un escarmiento —dijo el noble gélidamente—. Que sirva de advertencia a los insensatos que pretenden elevarse por encima de su condición.
—Ah, pero no podéis detener a esta pobre infeliz, señoría —dijo Sancho, inventando a toda prisa una excusa—. No es más que una loca inofensiva.
—No estoy loca. Trabajo al servicio de un médico —protestó Clara, ofendida.
—¿Ah, sí? ¿Es esto de vuestro amo? —dijo Sancho, caminando hasta el capazo que había quedado tendido en el suelo y poniéndolo boca abajo. Dos docenas de naranjas verdes cayeron al suelo—. ¿Es así como curáis a vuestros pacientes, doctora? Me temo que si les dais esto lo máximo que podréis causarles será una indigestión.
Una carcajada general recorrió la masa humana que les rodeaba. La tensión desapareció de golpe, transformada en gritos de burla del voluble populacho.
—¡Vaya con la doctora!
—¡Un cúmulo de sabiduría!
—¡Si es tan buena, que cure al negro muerto!
Humillada, Clara huyó tapándose el rostro con las manos. Nadie se lo impidió. Cuando el alguacil se dio la vuelta, el joven desconocido había desaparecido tan misteriosamente como llegó.
A
sí que salvaste a la esclavita —dijo Bartolo cuando Sancho volvió a su lado—. Como distracción no ha estado mal. Aunque casi me pillan cuando dudaste, con el brazo de ella en alto. Te dije que no debías dejar de hablar en ningún momento.
—Lo siento, Bartolo.
—Tranquilo, muchacho. Me has dado la oportunidad de cortar un par de bolsas y afanar tres pañuelos.
Dio una palmada en la faltriquera, con aire satisfecho, y se encaminó de vuelta hacia el Malbaratillo. Era él quien había atisbado desde su posición inferior el brillo en la muñeca de Clara, y le había indicado a Sancho cómo montar una buena distracción usando aquello.
—Si hubiera sabido quién era su dueño hubiera dejado que se la llevasen los alguaciles —comentó Sancho, recordando el día en que el cargamento de oro del rico comerciante se había vaciado en mitad de la calle y cómo aquel capitán le había perseguido en busca de la moneda de oro. Allí había comenzado el hilo de acontecimientos que le había llevado a dormir en la calle y a convertirse en ladrón.
—Me ha gustado el truco de la locura —dijo el enano, interrumpiendo sus pensamientos—. Creo que esa joven podría realmente ser aprendiz en casa de un médico, y no uno cualquiera, sino el mejor de Sevilla. Dicen que Monardes tomó recientemente nueva ayudante, una esclava caribe.
Sancho no respondió, y el enano le echó una mirada de reojo.
—Hubiera sido una lástima que se la llevasen —continuó Bartolo, fingiendo inocencia—. La rapaza era bien guapa. Ojos de india, cuerpo castellano; una combinación perfecta. Y estaba tan digna allí, defendiendo al pobre esclavo muerto...
—Ni me he fijado —dijo Sancho, con voz átona y la mirada perdida.
—Tenemos que trabajar eso también —replicó el enano, con aire pensativo.
—¿El qué?
—Lo mal que mientes, amigo Sancho.
Aunque lo negase hasta la saciedad, el joven tuvo que reconocer en su fuero interno que el enano tenía razón. La chica era muy hermosa, y había algo especial en ella. No tenía que ver sólo con su bello rostro, su pelo largo y espeso del color de la medianoche. No, eran aquellos ojos centrados, inteligentes, llenos de justa indignación. Por un momento, cuando sus miradas se habían encontrado, había sentido un estremecimiento interior que jamás antes había experimentado, y lamentó profundamente haber tenido que humillarla para salvarla.
«Quizás podría ir a buscarla, y pedirle perdón.»
Sacudió la cabeza para borrarla de sus pensamientos. Todo aquello era un error. Seguramente nunca volvería a verla. Y sin embargo no podía dejar de pensar en ella.
Bartolo lo llevó aquella noche al lugar donde dormía. Al verlo a Sancho le embargó una profunda decepción. El sitio era poco más que una covacha, un agujero en la muralla en el que el enano había colocado un par de camastros. Había que arrastrarse por una estrecha galería de dos metros de largo para llegar hasta allí. Un par de velas, un cajón y un orinal completaban el conjunto.
—Este lugar era parte de las defensas de la ciudad en tiempo de los árabes, aunque hay quien dice que esta muralla la construyó el propio Julio César. Había una galería que conectaba con la torre de guardia tras las Atarazanas, aunque ahora está derrumbada —dijo señalando un montón de piedras al fondo del exiguo cuarto. Viendo la cara larga de Sancho, el enano le dio una palmada en la espalda—. Vamos, anímate. Está limpio y seco, y lo bastante alto como para que ninguna de las crecidas del río sea un problema. Además, aún no has visto lo mejor.
Con pasos cortos y torpes se encaramó al cajón que le servía a la vez de mesa de comedor y escalera. Empujó una piedra más fina que el resto, en la que alguien había fijado hábilmente un asa de metal. Cuando cayó, Sancho pudo ver las estrellas a través del agujero.
—Una salida instantánea de Sevilla, por si cualquier día hay que irse con la música a otra parte.
Sancho se asomó a la abertura, que daba sobre un pequeño remonte. La piedra había rodado por la pendiente hasta dar con una mata de romero. El joven se arrastró al exterior, encontrándose en un extremo del Arenal, a la espalda del Malbaratillo. A aquella hora el mercado de los ladrones estaba desmontado, y tan sólo los perros callejeros rebuscaban entre los montones de basura a la luz de la luna.
Asombrado por el artificio, se hizo de nuevo con la piedra. Aunque pesada, era sencillo volverla a encajar en su sitio, sin que nadie en el exterior sospechase nada.
—¡Vuelve adentro, muchacho! —Se oyó la voz de Bartolo desde el interior del refugio—. Vamos a comenzar tu educación.
En los meses siguientes, Sancho descubrió que el ingenio del enano para el robo y el engaño no tenía límites. Desde entrar en un comercio haciéndose pasar por criado de un cliente habitual para desaparecer con dos libras de carne hasta fingir ceguera y otras lesiones para pedir en las plazas y los cruces de calles. Aprendió a cortar de un solo tajo una fuerte cinta de cuero sin que el portador lo apreciase, valiéndose de un cuchillo pequeño y fino tan afilado que podía hendir un pelo en el aire. Bartolo le enseñó a soltar las mayores mentiras sin torcer el gesto, a fingirse loco o herido, a impostar la voz y simular las emociones.
—La sorpresa ha de ser instantánea, un rápido arquear de cejas y la boca bien abierta. Luego cambia al ceño fruncido o una sonrisa, lo que corresponda. Pero ten cuidado, no hay mejor manera de que te pillen que simular un asombro que dura más de medio padrenuestro. La alegría también llega de golpe, pero se mantiene durante un buen rato. La pena fíngela poco a poco, como quien se bebe vasos de agua cada vez más llenos. Y debes aprender a llorar en un instante sin más ayuda que tus recuerdos.
Esto último a Sancho le resultó sencillo. Sólo tenía que invocar la imagen de su madre en el lecho, infestada por las bubas de la peste. No podía imaginar qué hubiese pensado de él al verle acercarse a los cepillos de las iglesias y desvalijándolos de un golpe certero en el lateral.
No le fue tan fácil, sin embargo, acomodarse a recibir las órdenes de Bartolo. El enano, aunque reservado, tenía buen carácter. Sin embargo en ocasiones Sancho ponía a prueba su paciencia, como cuando le daba por perder un par de horas por hacerse con unos dátiles.
—¡Podrías comprarte un quintal de dátiles si dedicases el mismo tiempo a robar bolsas!
—No es lo mismo —decía el joven, metiéndose un buen puñado en la boca y dejando que el jugo le resbalase por la barbilla—. Éstos saben mejor.
Bartolo protestaba de dientes para afuera, pues desde la incorporación de Sancho, el botín diario que el enano se embolsaba había crecido enormemente. Por ser el aprendiz, a Sancho le correspondía una sexta parte de lo robado, que guardaba puntualmente bajo una piedra en el refugio de la muralla. Había gastado lo necesario para un jubón y un par de camisas.
—Tienes que poder adquirir el porte de un noble en pocos minutos. La mayoría de la gente no mira más allá de la ropa, pues ésta es tan cara que resulta difícil aparentar ser más de lo que uno viste. Pero lo más importante es la actitud. Cuando seas lo bastante bueno, podrás ir en pelotas por la calle y te confundirán con el duque de Alba.
Bartolo pagaba las comidas de ambos y hacía alguna ocasional visita al Compás, el mayor prostíbulo de Sevilla, donde se desahogaba cada cierto tiempo, siempre sin invitar a Sancho con la excusa de que era demasiado joven para tener purgaciones. Pero aparte de ello no gastaba nada ni tampoco parecía esconder el dinero, por lo que el joven no entendía por qué demonios andaba siempre tan corto de sonante. Cada jueves por la noche, el enano dejaba a Sancho en el refugio y se marchaba con destino desconocido. A pesar de que le había prohibido terminantemente seguirle, en una ocasión Sancho le había desobedecido y le vio entrar en un garito de juego cerca de la Puerta de la Carne.
Comprendió entonces los enfados y las caras largas que Bartolo gastaba los viernes por la mañana. Cuando en la venta de su madre se juntaban dos o tres viajeros, antes o después alguno acababa sacando una baraja desgastada. En ese momento la madre de Sancho dejaba de servir vino, y si los huéspedes protestaban les decía que la bebida y el juego eran mala combinación, motivo de riñas y disgustos. Se preguntó cuánto perdería Bartolo en sus salidas nocturnas.
—¿Te has divertido en tu paseo de hoy? —dijo el enano al volver al refugio el día en que Sancho lo siguió.
—No sé de qué me estás hablando —respondió Sancho, mirándole de frente.
El enano dejó escapar una carcajada, a su pesar.
—Los ojos fijos, hombros relajados, la voz tranquila. Si no te hubiera visto imitando a mi sombra junto al convento de las Descalzas te habría creído sin dudarlo. Aún haremos de ti un mentiroso excelente.
—¿Me enseñarías a jugar a las cartas? —soltó Sancho por sorpresa. Ya que el enano le había pillado, al menos podrían compartir aquello. Quería saber qué había en ello que gustaba tanto a su maestro.
Bartolo se metió en el camastro y se tapó hasta la cabeza con la manta.
—De acuerdo. Pero mañana, muchacho. Con la mala suerte que llevo pegada al culo esta noche, me quitarías hasta las calzas.