A su espalda el procurador se encogió de hombros y miró a Vargas con resignación, pero éste no iba a doblegarse tan fácilmente. Le arrebató el testamento al procurador y lo releyó febrilmente, buscando algo que se le hubiese pasado por alto. De pronto una luz maligna se encendió en sus ojos.
—¡Esperad un momento!
Clara y el abogado se detuvieron en la puerta. La joven contuvo el aliento.
—Don Francisco...
—Procurador, leed la condición del testamento relativa a mi toma de posesión de la herencia.
—«Le lego los bienes anteriormente citados a don Francisco de Vargas con la condición de que permita acceder a la libertad a su esclava Clara.»
—Ahí lo tenéis. Ella no es libre —dijo Vargas, haciendo gestos con la mano.
—Las condiciones del testamento son claras, don Francisco.
—Muy al contrario. No dice «a cambio de la libertad de la esclava». Lo que yo tengo que hacer es permitirle acceder a la libertad. Y eso voy a hacer. Voy a permitirle que compre su libertad.
—¡Acabáis de recibir seis mil escudos! —gritó el abogado, que comenzaba a perder los nervios—. ¡Con eso podríais comprar una docena de esclavos!
Vargas sonrió astutamente.
—No es un precio suficiente para mi Clara. Voy a cifrar su libertad en diez mil escudos.
—Eso es una locura.
—Tal vez. Pero es el precio que le pongo. Esa esclava es una posesión mía, y como tal puedo pedir por ella lo que yo quiera. Tan pronto me pague los cuatro mil escudos que restan podrá abandonar esta casa.
—Pero ése no es el espíritu del documento... —protestó el abogado.
—Si queréis espíritus, id a hablar con una bruja que convoque a Monardes y le pregunte. Mientras tanto, la letra es la letra.
Manuel del Valle se mesó la barba, disgustado, y se llevó a Clara aparte.
—¿Puede hacer eso? —preguntó la joven.
—Me temo que sí. Y francamente, muchacha, no sé qué más alegar.
—¿Y cómo espera que le pague los cuatro mil escudos si no salgo de aquí?
Clara meneó la cabeza con desesperación, pero el abogado esbozó una gran sonrisa al escuchar aquello.
—¡Eso es, Clara! —Volviéndose hacia los otros, dijo—: Procurador, reconocemos la justicia de las alegaciones de don Francisco de Vargas. En efecto, se le ha de permitir a Clara acceder a su libertad. Por tanto lo justo es que ella acceda a su parte de la herencia y ejerza el oficio de boticaria en la que fuera la casa del médico, pasando a ocuparla como su propietaria. De esta forma podrá ir pagando a don Francisco una cantidad anual hasta satisfacer su deuda.
—Pero tardaré una eternidad —dijo Clara, que hizo unos cálculos rápidos y se dio cuenta de que le llevaría varias décadas reunir ese dinero. El abogado le hizo gestos de que se callase.
—¡De ninguna manera! —gritó Vargas—. ¡Debe pagarme los cuatro mil escudos ahora!
—¿Y cómo será eso posible, don Francisco, si ella no posee ni el dinero ni medios de lograrlo? O bien le permitís el acceso a la libertad en las condiciones que os acabo de describir, u os disponéis a ir a juicio a ver qué opinan los magistrados.
El comerciante se dejó caer sobre la silla, rendido tras aquella lucha de voluntades. Sabía que había perdido. No podía permitirse acudir a juicio y perder, convirtiendo aquello en motivo de escarnio público. Además, en el tiempo que tardase en fallarse la causa no podría disponer del dinero, que ayudaría a pagar el título de duque. Por mucho que le doliese en su orgullo, tendría que dar su brazo a torcer.
—Márchate, zorra —musitó entre dientes, mirando al suelo—. Pero pongo al cielo por testigo de que nunca jamás serás libre.
—Lo siento —dijo el abogado en cuanto cruzaron la puerta de la calle—. Sé que no os lo parecerá, pero en realidad ha sido una victoria. Por desgracia la ley está de su lado, aunque sea una gran injusticia.
Ella le mostró la muñeca, donde aún seguía brillando el brazalete que la marcaba como posesión de Vargas.
—Me habéis librado de sus garras, aunque deba seguir llevando esto. Al menos ahora tengo una oportunidad, por pequeña que sea. Muchas gracias. Habéis obrado como un auténtico caballero andante.
—¿De verdad? Siempre creí que tenía un aire a Amadís de Gaula —dijo el abogado, encogiendo la tripa e intentando sacar pecho.
—Ya me diréis qué os debo.
—A cualquier otro le hubiera cobrado cinco escudos, pero me parece que por hoy ya habéis adquirido bastantes deudas. Invita la casa. Ha merecido la pena sólo por ver la cara que han puesto esos dos.
Clara le dio las gracias y se despidió con una inclinación de cabeza. Había empezado a alejarse cuando el otro la llamó.
—Por cierto, muchacha...
Se volvió hacia él. El letrado estaba alzando la mano y agitando sus dedos con forma de palillo de tambor.
—¿Son muy caras esas infusiones de yerbabuena?
La joven le sonrió con dulzura.
—Para los caballeros andantes son gratis.
E
l plan estaba abocado al desastre, pero eso Sancho no lo comprendió hasta el momento en que se vio con un cuchillo en la garganta. Si vivió para ver el amanecer fue por causa de la suerte, no de su astucia o de su ingenio. A pesar de tener una aguda inteligencia, Sancho fiaba demasiadas cosas a la improvisación, cuando no descuidaba directamente los detalles. Aquélla fue la última vez que obraría así, aunque pagó la lección muy cara.
La idea de asaltar la casa de Cajones, el perista, fue de Zacarías. La primera conclusión que Sancho extrajo de aquella noche fue que las ideas del ciego no eran malas, pero requerían ser maceradas y puestas en conserva antes de consumirse.
Esperaron a que fuese de noche, tanto para evitar ser vistos como para conseguir el mayor botín posible. Para ser un negocio tan lucrativo y donde se almacenaba mucho oro, no había demasiada seguridad. Todo el mundo sabía quién era el dueño de aquel lugar, y eso bastaba.
Zacarías llamó a la puerta, como hacía habitualmente. El plan era que nadie debía saber de su implicación en el asunto. Era una figura demasiado conocida por toda Sevilla, y Sancho necesitaba que siguiese libre para moverse a sus anchas por las calles. Por eso cuando Cajones abrió, burlándose como siempre del ciego, Sancho se coló por detrás de Zacarías. Llevaba la espada desenvainada y le apartó de un empellón.
—¡No os mováis! —dijo amenazando a Cajones, que se quedó aprisionado contra el mostrador de madera.
Josué entró detrás de él, y las caras del matón que se situaba siempre junto a la puerta y de Cajones fueron de asombro. No podían creer que un par de desconocidos entrasen en lo que consideraban un lugar inviolable.
—¿Qué diablos hacéis, estúpidos? —preguntó el perista, con la espalda arqueada hacia atrás, intentando evitar la punta de la espada.
—Vamos a desvalijar este antro, señor. Con vuestro permiso, por supuesto.
El matón hizo un movimiento hacia adelante y Josué le retuvo, poniéndole la mano en el pecho. El otro se mantuvo muy quieto, poseído por la cobardía clásica de los bravucones. Una cosa era golpear por la espalda a un viejo ciego y otra muy distinta enfrentarse a un gigante que le sacaba dos cabezas.
—No sabéis dónde os estáis metiendo. No tenéis ni idea de a quién estáis robando, ¿verdad?
—Sabemos muy bien quién es Monipodio, gracias.
Cajones parpadeó, incrédulo.
—No podéis ser tan idiotas como para creer que saldréis bien de ésta. Os sacará los ojos.
—Para eso primero tendrá que cogernos.
—¿Y tú, Zacarías? ¿Estás con ellos? —El ciego negó con la cabeza, pero sus aspavientos no convencieron a Cajones—. Claro que sí. Siempre has sido un resentido de mierda. Verás cuando el Rey descubra que eres un traidor.
En ese momento Sancho recibió a la vez las lecciones segunda y tercera: hay que conocer muy bien el terreno en el que te aventuras, porque puede que el lugar tenga más de una entrada; y en ese caso debes tener a alguien que te guarde las espaldas. Las dos ideas le atravesaron la mente en el breve instante en el que un segundo matón llegó desde la trastienda con una pistola cargada en cada mano. Disparó una sobre Sancho, que pudo esquivar la bala por poco, tirándose al suelo. Josué se hizo a un lado cuando la segunda pistola le apuntó, y la bala terminó en la cabeza del matón al que había estado sujetando. Una flor roja apareció a un lado de la frente del hombre, que puso los ojos en blanco y se desplomó.
—¡Agáchate, Josué!
El negro se arrojó junto a Sancho. Éste intentó por todos los medios sujetar a Cajones, que pretendía huir saltando por encima del mostrador. Le enganchó una pierna, pero el perista le pateó la cara con la otra y Sancho se quedó con un zapato en la mano.
Dudó por un instante antes de seguir a Cajones. El matón que le había volado la cabeza a su propio compañero había demostrado ser un tirador pésimo, pero por torpe o borracho que estuviese era imposible fallar a medio metro de distancia. Si tenía una tercera arma cargada, Sancho cazaría una bala. Pero si no saltaba cuanto antes, el otro tendría tiempo de recargar.
Decidió jugársela y se puso en pie. Cajones había caído del otro lado del contador, y se peleaba con un saquito de pólvora y una pistola. El otro matón hacía lo propio, aunque estaba más cerca de cumplir el objetivo. La baqueta empujó la bala hacia abajo y Sancho oyó el chasquido metálico del martillo encajando en su lugar. Sin tiempo a usar la espada, el joven puso ambas manos sobre el mostrador y se arrojó con los pies por delante sobre el matón, golpeándole en el estómago. La pistola cayó al suelo, disparándose, y el tiro alcanzó a Cajones en el brazo. Fue sólo un rasguño, pero bastó para que el perista aullase como si se estuviese muriendo.
Al ver aquello, el matón al que Sancho había derribado se puso en pie y corrió de vuelta a la trastienda. El joven corrió tras él, pero Cajones lo agarró por el jubón y Sancho respondió propinándole un puñetazo en la mandíbula que lo mandó al suelo.
—¡Vigila a ése, Josué! —exclamó el joven, persiguiendo al matón.
La parte de atrás era un lugar oscuro y estrecho, iluminado tan sólo por el exiguo rectángulo de luz proveniente de la tienda. En la penumbra Sancho tardó en localizar al matón. Temió que éste se estuviera escondiendo para prepararle una emboscada, pero lo encontró revolviendo un lío de ropas sobre el camastro en el que debía de haber estado acostado cuando ellos irrumpieron en el lugar. Al final se dio la vuelta con un cuchillo en la mano, y Sancho recibió su cuarta lección: ve preparado para un lugar estrecho donde no puedas usar la espada. Al ir a lanzarle una estocada, la hoja de Sancho rebotó en un mueble y se quedó enganchada, dejando abierta la guardia del joven. Lo que hubiera sido un enfrentamiento desigual y una fácil victoria para Sancho se convirtió en una pelea encarnizada cuando el matón se arrojó sobre él con el cuchillo por delante, buscando clavárselo en la barriga.
Sancho soltó la espada y se echó hacia atrás agarrando el brazo del matón con ambas manos. Ignoró los golpes que éste le propinó en la cara y en el cuello con la otra mano. Se concentró sólo en desviar aquella punta de acero ennegrecido de sus entrañas, a las que la fuerza bruta de aquel tipo apuntaba sin compasión. El cuchillo vibró en el aire, atrapado entre dos impulsos equivalentes durante unos instantes, aún orientado a la tripa del joven. Cuando parecía que nada desharía el equilibrio, Sancho lanzó un cabezazo certero a la nariz del matón, que se rompió con un feo crujido. Los brazos del hombre perdieron la fuerza de repente, y la punta del cuchillo cambió de dirección, clavándose en su esternón. El matón cayó encima de Sancho en medio de horribles espasmos, y éste se lo quitó de encima como pudo, sofocado por el miedo.
Allí, en mitad de aquella trastienda oscura, Sancho recibió su quinta lección. La guerra y la venganza consisten en matar, y matar es algo sucio y repugnante. Con la sangre del matón rebosándole las manos, y las piernas flojas, se apoyó en la pared para no caer. Las tripas se le agitaron, como si protestasen por el cuchillo que había estado a punto de atravesarlas.
Sin poder contenerse, vomitó.
Cuando pasaron los retortijones y la respiración se le normalizó, Sancho miró la silueta inerte en el suelo. Tan sólo la mano derecha del cadáver quedaba iluminada por la luz procedente de la otra habitación. Se obligó a mirarlo detenidamente. Aquello era para lo que se había preparado durante un año en casa de Dreyer.
Se dijo que no pretendía matarle, que había sido en defensa propia, pero él era el responsable de la muerte de aquel hombre. Se dijo que el muerto era un matón, alguien que vivía para la violencia y seguramente un asesino, pero al fin y al cabo él, Sancho, había iniciado aquella guerra en nombre de alguien que abominaba del uso de la fuerza.
Se preguntó qué pensaría de él Bartolo en aquellos momentos. Si había un cielo y estaba contemplándole desde ahí arriba, ¿menearía la cabeza con lástima o apretaría los puños en un gesto de triunfo?
Sancho volvió a la habitación principal tan sólo un par de minutos después de haberse adentrado en la oscuridad, pero cuando salió ya no era la misma persona. Sentía la cabeza más pesada y era más consciente de su respiración. Los objetos que aparecían ante su vista lo hacían con los bordes más definidos. No era una sensación agradable.
«Te sangra la nariz», dijo Josué, separándose de Cajones y yendo hacia él. Parecía aliviado de ver a Sancho.