O tal vez, como hubiera dicho Bartolo, todo era una broma de cojones.
«¿Crees que podemos fiarnos de él?», preguntó al fin Sancho señalando a Zacarías.
«Cuando era pequeño mi padre tuvo un problema con los espíritus.»
«Creí que ya no creías en los espíritus.»
Josué puso los ojos en blanco al escuchar aquello, como si no pudiera creer que su amigo fuese tan ignorante.
«Ahora soy un buen cristiano, pero los espíritus no van a dejar de existir por eso.»
«Por supuesto —respondió Sancho intentando no sonreír—. Continúa.»
«Mi padre pisó la tumba de un antepasado y los espíritus se enfadaron mucho. Las ubres de las vacas se secaron, y el arroz se pudrió en los campos. Mi padre recurrió a un...»
Aquí Josué se detuvo e hizo una pausa, pues la palabra que buscaba no existía en el lenguaje que habían inventado. Tuvo que dar un rodeo de varios signos hasta que se hizo comprender
—Un brujo —dijo Sancho en voz alta, entendiendo al fin lo que quería decir Josué. Trazó un signo con ambas manos sobre su cabeza, con las palmas unidas por el índice y las muñecas en las sienes, imitando los capirotes que llevaban los magos en las obras de teatro. Josué no había visto nunca uno de aquéllos, pero había escuchado tiempo atrás la palabra y asintió.
«Sí. Mi padre los detestaba, pero también era sabio. Le pagó dos cabras al brujo. Cuando entras en el territorio de los espíritus juegas con sus reglas y necesitas a alguien que las conozca. Lo mismo vale para la ciudad de los ladrones.»
Sancho se rascó la barba incipiente, pensativo. Aquello no podía ser más cierto.
«¿Y qué ocurrió con el brujo, Josué? ¿Os libró de la mala suerte?»
«Nunca lo sabremos. Al día siguiente de darle las cabras los negreros destruyeron nuestro poblado.»
Al despertar, un buen rato más tarde, Zacarías se alegró de la decisión de Sancho y Josué. Salieron en busca del nuevo lugar que habría de servirles de refugio a la hora del crepúsculo, con cierto miedo aún de que alguien les reconociese.
—Ya lo veréis. Es una antigua taberna, con espacio en la parte de arriba para dormir. Está en una calle discreta, y a la puerta se accede bajando unos escalones. Ideal para entrar y salir sin ser visto.
Cuando llegaron, Sancho contuvo una exclamación. Todos los detalles que Zacarías les había dado del lugar tenían que haberle servido de pista, pero inmerso aún en la conversación que había tenido con Josué, apenas le había prestado atención al ciego. Y sin embargo presentía que estar allí tenía un significado especial, si bien no era capaz de entender aún cuál era.
Zacarías los había llevado ante la puerta del Gallo Rojo.
El cartel tan mal dibujado, que en su día había hecho pensar a Sancho que en lugar de pintar el gallo lo habían degollado sobre el papel, seguía en su sitio, aunque faltaba un buen trozo de la parte inferior. La suciedad y el barro se habían acumulado en la escalera, algo impensable en los tiempos en los que él trabajaba allí.
—¿Qué sabes de este lugar?
—El dueño se arruinó y el negocio quebró. Pasa todos los días.
Zacarías empujó la puerta, que se abrió sin oponer resistencia. A Sancho le extrañó, pero enseguida lo comprendió, tan pronto como fue capaz de prender la pequeña yesca que siempre llevaba en el morral.
El interior de la taberna era un auténtico estercolero. Ya no había muebles, y en el lugar que éstos habían ocupado sólo quedaban astillas, señal de que alguien los había convertido en leña. Aquélla hubiera sido la única manera de sacar del lugar las enormes mesas que antaño ocupaban tantos parroquianos. El suelo de tierra era un barrizal pestilente, y desperdicios de todo tipo se amontonaban contra las paredes.
—¿Qué, muchacho, qué te parece? —dijo Zacarías—. ¿No es fantástico?
Sancho se sorprendió de lo ufano que se mostraba el ciego de haberles llevado hasta allí. Incluso sin poder ver el calamitoso estado del local, tenía que ser capaz de oler la podredumbre. Iba a responderle cuando un crujido en la escalera le hizo llevarse la mano a la empuñadura de la espada.
—¿Quién anda ahí? —se oyó una voz.
—Soy yo, Zacarías. Ven, que te he traído a los que te van a sacar de pobre.
Los crujidos aumentaron, y Sancho se estremeció sin poder evitarlo, recordando cómo él había bajado aquella misma escalera antes de recibir una paliza que casi le había matado.
—Maldita sea, ciego, espero que todo esto valga la pena —dijo el que bajaba, con voz pastosa.
En ese momento el que bajaba entró en el círculo de luz, y a Sancho le dio un vuelco el corazón al reconocerle. Incluso a la escasa luz de la vela, el rostro del antiguo tabernero estaba horrible. La calva cabeza tenía costras en varios puntos, fruto de las caídas producidas durante las borracheras. La barba estaba más larga y llena de manchas de vómito. Iba desnudo de cintura para arriba.
—¿Castro?
Éste tardó un momento en reconocer al que fuera su mozo de taberna, el que lo había mandado a la ruina destrozando todas sus existencias de vino. Los ojos le brillaron un momento agitados, mientras el rostro de Sancho se abría camino a través de los vapores del vino, y luego se enfocaron, de golpe, furiosos.
—¡Hijo de puta!
Castro le arrojó a la cara la botella vacía que llevaba en la mano, y Sancho la esquivó con un quiebro, pero fue una mera distracción. El tabernero agachó la cabeza y cargó contra el joven como un toro de lidia. Sancho dio un salto hacia un lado, al tiempo que Josué le hacía la zancadilla al tabernero, que cayó de boca entre los desperdicios. Se quedó allí, inerte.
—Levantémoslo antes de que se ahogue.
No pudo ver la respuesta de Josué, pues la yesca se le había apagado durante el breve ataque. Tuvieron que enderezar a Castro a tientas y lo dejaron apoyado contra la pared. Sancho volvió a encender la yesca mientras el tabernero volvía en sí, con una serie de bufidos y resoplidos.
—Maldito seas... ¿no tuviste suficiente con destrozarme la vida? ¿Ahora vienes a asesinarme?
—Cálmate, Castro —dijo Zacarías—. Estos muchachos quieren comprarte el negocio. Te darán dinero para que puedas volver a tu pueblo. Te gustaría plantar tu trasero de vuelta en tu tierra, ¿verdad?
—Yo no me voy a ninguna parte —dijo el tabernero. Se escoró peligrosamente hacia la derecha y Josué le tuvo que agarrar para que no volviera a caerse en el cieno—. Aquí estoy en el paraíso.
—¿Qué te sucedió, Castro? —preguntó Sancho—. ¿Cómo terminaste así?
—Pedí dinero a quien no debía para arreglar lo que tú destrozaste. Creí que sería un bache, pero entonces el negocio empezó a ir mal. Esto es todo lo que tengo.
—Podrías vendérnoslo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me das a cambio? Si tú eras un aprendiz más pobre que las ratas.
El joven metió la mano en el morral que llevaba colgando a la espalda y sacó la diadema de oro.
—Esta joya vale al menos quinientos escudos.
La puso en manos de Castro, que la contempló con incredulidad. Incluso a la luz mortecina de la yesca de Sancho, la joya desprendía potentes reflejos que inundaban la estancia. Al escuchar lo que le había dado, Zacarías apretó el brazo de Sancho.
—¿Qué haces? Eso es demasiado —le susurró al oído, con la voz tensa por la codicia—. No se merece tanto.
—Me siento responsable de él, Zacarías.
—Ese botín es mío también.
—Ya conseguiremos más.
Sancho se libró del agarrón del ciego. Ajeno a la disputa, el tabernero admiraba la diadema embobado, pero al final se la arrojó de nuevo a Sancho con gesto de disgusto.
—¿Qué iba a hacer con esto? Me colgarían en cuanto intentase venderla. Además, no pienso darte mi taberna. Quiero morirme aquí.
—Con ese vinazo que bebes no tardará en suceder —dijo Zacarías, molesto.
—Ya es suficiente —le interrumpió Sancho. Estaba ansioso por convencer a Castro, pero se dio cuenta de que al mismo tiempo se sentía culpable por lo que había hecho.
—¿Os marcharéis ya y me dejaréis beber en paz?
De pronto Sancho tuvo una intuición.
—Castro, ¿quién fue el que te dio el dinero para rehacer tu bodega?
El tabernero le rehuyó la mirada, furioso consigo mismo.
—Un prestamista llamado Carbajal. Luego supe que el muy cerdo trabaja para el mayor hampón de esta ciudad. Cada vez que me retrasaba en el pago sus matones venían a sacudirme. Tuve que acabar vendiéndolo todo. Ahora no debo nada, pero tampoco tengo clientes —finalizó con una carcajada irónica, abriendo mucho los brazos—. Y todo por tu culpa.
Sancho asintió. Había tomado una decisión.
—Tienes razón. Lo que hice estuvo mal. Por eso quiero proponerte un trato. Te ayudaremos a reconstruir este lugar, y después lo utilizaremos como refugio durante unos meses. Tenemos un trabajo que hacer en Sevilla.
—¿Qué clase de trabajo?
—Vamos a acabar con Monipodio.
Zacarías exhaló un suspiro de frustración y hasta Josué miró a Sancho alarmado. El joven no se percató, estaba demasiado ocupado calibrando los efectos que su revelación producía en Castro. El antiguo tabernero apenas movió un músculo.
—Cuando hayamos terminado te daremos suficiente dinero como para reconstruir tu bodega varias veces —le apremió Sancho.
—Los muertos no pagan deudas.
—Ninguno de los que estamos aquí va a morir.
Castro parpadeó ante la insultante seguridad del joven. Cerró el puño, alzándolo delante de su rostro con aire amenazador, y Josué se adelantó un paso para agarrarlo, pero Sancho se lo impidió con un gesto. El tabernero echó el brazo hacia atrás para golpearle, pero al ver que el joven no se arredraba lo dejó caer.
—Si quieres que acepte, antes debes disculparte.
—Me diste una paliza de muerte por quince maravedíes, Castro.
—Y tú desfondaste barriles por valor de cien escudos.
—Los abusones merecen una lección.
—¡Y los aprendices disciplina!
—Yo diría que estamos en paz entonces.
El tabernero negó con la cabeza.
—He pasado casi dos años emborrachándome con vino malo, recordando las excelentes añadas que convertiste en barro, descarado malnacido. —Castro esbozó una sonrisa triste, que más parecía una mueca—. A veces deseaba que me hubieses clavado a mí ese cuchillo que dejaste sobre el colchón.
Se dio la vuelta, dispuesto a subir por la escalera, pero le detuvo la voz de Zacarías.
—Castro, acepta la oferta del chico. ¿Acaso tienes una mejor?
—Bien sabes que no, ciego. La suerte me ha dado la espalda.
—Pues como digo yo siempre: si Fortuna te da la espalda, tócale el culo.
Castro echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada breve y seca que rebajó muchos grados la tensión. Miró a Sancho, que tendía la mano hacia él. Se acercó y se la estrechó con fuerza. Fue un momento extraño.
—Más te vale que esta vez no derrames mi vino, muchacho.
Aquella misma noche, Sancho y Josué hicieron una breve salida, dejando al ciego en el Gallo Rojo. Éste protestó tímidamente, pero estaba demasiado cansado como para seguirles. Los dos amigos regresaron al cabo de unas horas. Le habían dado una lección limpia e incruenta a un par de falsos frailes que mendigaban de noche por las calles. Sancho se había asegurado de que no sufriesen ningún daño permanente, y había dejado una prueba clara de sus intenciones. Sonrió pensando en lo que sentiría Monipodio cuando leyese aquel pedazo de papel, escrito con grandes letras mayúsculas.
Las siguientes jornadas fueron de una actividad incansable. De día, Sancho y Josué se dedicaron a adecentar la ruinosa taberna. Fue un trabajo mucho más duro de lo que se hubieran imaginado, y más aún teniendo en cuenta que apenas tenían horas de descanso durante la noche. Pero al cabo de tres días habían logrado acondicionar la planta baja, limpiando todo y colocando catres donde antes había mesas. Como Sancho y Josué no querían ser vistos, fue Castro el encargado de comprar lo necesario, labor que cumplió con sorprendente presteza. Con la despensa de nuevo repleta, un nuevo suelo de tierra en la taberna y la perspectiva de volver a poner en marcha su negocio en unos meses, el talante de Castro cambió radicalmente. El aspecto cadavérico fue desapareciendo de su rostro, lo que contribuyó a aliviar el sentimiento de culpa de Sancho. Como un hombre que despertase de un mal sueño y tratase de ahuyentar a los fantasmas, Castro hablaba en voz muy alta y se movía muy deprisa. Se dedicó a cocinar, tarea que parecía no haber olvidado. Aunque al principio parecía receloso de compartir los fogones con Josué, el negro le demostró enseguida que había nacido para convertir ingredientes en suculentos platos, y un vínculo comenzó a nacer entre ellos.
—Caramba, muchacho. Tienes buena mano —fue todo lo que dijo. Josué asintió. Al cabo de unos días ambos se compenetraban a la perfección.
Pero el cambio más importante fue la prometida incorporación de dos nuevos miembros a la banda de Sancho. Zacarías se presentó con ellos tres días después de lo sucedido en casa de Cajones.
Estaban esperando a Sancho cuando éste se despertó, cercana la hora del almuerzo. Se pusieron lentamente en pie cuando se aproximó. Ambos eran jóvenes, cetrinos, un palmo más bajos que Sancho, e idénticos como dos gotas de agua. Vestían con ropas muy pobres e iban descalzos.
—Éstos son Mateo y Marcos —dijo Zacarías, haciendo un gesto hacia los gemelos, que inclinaron la cabeza con cautela—. Ambos son discretos y saben manejar bien el cuchillo.
Sancho los miró a los ojos.
—¿Os ha dicho Zacarías que no quiero que haya muertos?
—No lo entendemos muy bien —dijo el gemelo de la derecha, que resultó ser Marcos; Sancho aprendería pronto a distinguirle por una cicatriz que tenía en un lado de la barbilla—. Nosotros también queremos ajustar cuentas. Pero no sé qué clase de venganza es esa en la que no hay sangre.
—¿Qué es lo que os hizo Monipodio?
—Mató a nuestro padre —intervino Mateo—. Hace muchos años, cuando era uno de sus guardaespaldas. No sabemos por qué lo hizo.
Marcos le interrumpió de nuevo. Parecía una constante en su manera de comunicarse, como si los dos supieran de antemano lo que iba a decir el otro.
—Tan sólo sabemos que le rajaron el cuello, aunque tampoco es algo que nos importe demasiado. Nos hemos criado en un molino, al cuidado de nuestra tía. Llevamos toda la vida esperando un momento como éste para devolverle a ese cabrón lo que le hizo a nuestro padre.