—Necesito hablar contigo.
—Ya os lo dije cuando volví: asignadme las tareas y las cumpliré. Aparte de eso no tenemos nada más que hablar.
Intentó darse la vuelta, pero su madre la sujetó por el brazo.
—¡Escúchame! El hombre que acaba de llegar, el procurador, dice que Monardes le dejó un montón de dinero al amo a cambio de que tú fueras libre. Y a ti te darán su casa.
Clara se quedó atónita al escuchar aquello. ¿Cómo era posible? Cierto era que el médico le había dicho en su lecho de muerte que tenía todo pensado para ella, pero nunca se imaginó que sería capaz de destinar todo su legado a comprar su libertad. ¡Y le dejaría la casa y el huerto! Sólo con la perspectiva de volver a cuidar de sus adoradas plantas, el corazón de Clara se aceleró y la emoción recorrió su cuerpo en oleadas.
—No te alegres todavía. El amo no te permitirá tener la herencia. Nunca. Antes le ordenaría a Groot que te rajase el cuello.
—Eso es imposible.
Clara sintió como si la tierra se tambalease bajo sus pies. Aquello era una tremenda injusticia. Había trabajado duro durante dos años para el médico, y él había decidido que quería hacer algo por ella. ¡Se lo había ganado! Nadie podría ser tan cruel para despojarla de la herencia, contraviniendo la última voluntad de un hombre de la talla y la bondad de Monardes.
—No conoces al amo. Ahora mismo está ahí arriba, maquinando con el hombrecillo de antes, escribiendo un papel con el que te dejarán sin nada. Van a obligarte a firmarlo.
En ese momento se oyeron los característicos pasos de Vargas por encima de sus cabezas, rematados por el repiqueteo del bastón.
—¡Clara!
El ama de llaves empujó a su hija contra la pared y le hizo un gesto para que permaneciera en silencio. Luego dio un par de pasos hacia el centro del patio.
—¿Qué deseabais, mi señor?
Vargas estaba asomado a la balaustrada de mármol, con cara de pocos amigos.
—No te he llamado a ti. ¿Dónde se ha metido tu hija? Dile que suba inmediatamente.
—Está en el mercado, mi señor. Ha ido a por verduras para la cena.
—¿Cuánto hace que se fue? —dijo Vargas con tono de sospecha. Aunque desde donde estaba el comerciante no podía verla, si caminaba hacia el extremo contrario del pasillo y se dirigía a la biblioteca o a su habitación, la descubriría enseguida. La joven no podría salir de la casa sin antes cruzar el patio.
—Acaba de irse, pero no tardará mucho —respondió la vieja esclava, intentando sonar indiferente.
—Está bien. Que se presente ante mí tan pronto llegue. Si no está de vuelta en casa antes de una hora lo pagarás muy caro. ¿Me has comprendido?
Sin esperar la respuesta, Vargas desapareció de nuevo dentro de su despacho, dando un portazo. Catalina se volvió hacia la joven, que respiró aliviada. Había estado conteniendo el aliento.
—Dispones de una hora para pensar qué hacer.
Clara miró a su madre con una extraña mezcla de sentimientos. Comprendía que para ella no debía de ser sencillo ni agradable tenerla allí de vuelta, y más con lo complicada que era de por sí su propia situación. Despreciaba a Catalina por el engaño al que la había sometido durante tantos años, pero en aquel momento su madre estaba haciendo algo bueno por ella, incluso aunque fuera por sus propios y oscuros motivos. A pesar de que la serpiente del resentimiento seguía royéndole con fuerza las entrañas, Clara seguía sintiéndose dispuesta a perdonar a su madre y a no juzgarla por lo que había hecho en el pasado. Aunque le estaba resultando muy difícil.
Se retorció las manos, intentando concentrarse. Allí arriba había dos hombres poderosos e inteligentes, amparados por el dinero y por su condición masculina. Ella no era más que una esclava bastarda, una mujer sin dinero ni apellido que podía ser abusada, asesinada y desposeída sin que nadie moviese un dedo para defenderla. El último peldaño de la escalera, aquel al que las leyes de la Iglesia y de los hombres conferían el derecho a pisotear.
Necesitaba encontrar una voz, alguien que fuese capaz de hablar por ella. Y tenía menos de una hora para conseguirlo.
—Creo que ya sé lo que debo hacer, madre.
Catalina miró con sorpresa a su hija, pues era la primera vez que la llamaba así desde hacía más de un año. Pero ahora no podía pararse en ese detalle.
—Corre. Corre y no te detengas.
Había pasado por delante de aquel cartel de madera cientos de veces. Se hallaba clavado en la puerta de una pequeña vivienda cerca de la plaza de San Francisco, en el camino entre la casa de Monardes y la de Vargas. Se fijaba en él a diario, de ese modo entre distraído y consciente con el que reparamos en las cosas que forman parte de un recorrido habitual. Lo había visto humedecido por la lluvia, reseco por el sol e incluso adornado por una minúscula telaraña que apenas duró unas horas.
Las letras, talladas en bajorrelieve sobre nogal, decían:
M
ANUEL DEL
V
ALLE
A
BOGADO
Y para Clara no habían significado nada nunca, sólo algo en lo que detener los ojos brevemente antes de observar si el hojalatero que vivía a continuación había colgado nueva mercancía de los postigos de sus ventanas. Sin embargo, hoy lo significaban todo. No conocía las señas de otro abogado, ni tenía tiempo para buscarlo. Así que debía jugárselo todo a aquella opción.
Iba a llamar a la puerta pero al tocarla ésta se abrió, haciendo resonar una campanilla que colgaba del techo. El estudio del abogado era grande, abierto y polvoriento. Estaba repleto de libros y papeles, apilados sobre cada palmo de espacio disponible, tanto en el suelo como en el gran escritorio que había en el centro de la estancia. Detrás de éste se encontraba un hombre bien entrado en años, con los pies estirados sobre el escabel y la cabeza inclinada hacia un lado. Al oír la campanilla alzó la vista y se frotó los ojos.
—¿En qué puedo serviros?
—Necesito un abogado. Mi maestro me ha dejado una importante herencia y mi amo quiere hacerme firmar unos papeles para quitármela. Está en...
—Espera, espera, muchacha, vayamos por partes. ¿Dices que eres esclava?
—En efecto, señor. Pertenezco a Francisco de Vargas. Él me cedió como aprendiz al médico Monardes, que murió la semana pasada.
—Eso había oído —asintió el otro.
—Mi maestro me cedió en su testamento la casa donde vivía, y a mi amo le deja una cantidad de dinero a cambio de mi libertad. Pero éste quiere confabularse con el procurador para quitármelo todo. Necesito vuestra ayuda.
—Veamos, a ver si lo he entendido. Quieres que te represente a ti, una esclava, lo cual ya de por sí es... inusual. Y quieres que lo haga contra uno de los hombres más poderosos y vengativos de Sevilla.
—¿Tenéis miedo a mi amo, señor?
El otro hinchó el pecho, herido en su amor propio.
—Jamás he rehuido una buena pelea. A lo que tengo miedo es a no cobrar. ¿O tú tienes dinero para contratarme?
—No lo tengo —respondió Clara, desolada—. Pero os prometo que os pagaré.
—De promesas no se come.
En ese momento un enorme gato de color negro azulado saltó sobre el regazo del abogado, que lo recibió con cariño.
—Un animal precioso —dijo Clara, al ver que el abogado ya no le hacía caso—. ¿Vais a ayudarme?
—Se llama
Lúculo
. ¿Sabes de dónde viene ese nombre?
La joven negó con la cabeza y el otro prosiguió.
—Cuentan que hubo en la antigua Roma un general llamado Lúculo acostumbrado a las fiestas y las comilonas. Una noche que estaba solo, sus criados le sirvieron una cena sencilla y él les recriminó la parquedad de los alimentos. Los criados se disculparon, alegando que aquel día el señor no tenía invitados. Y el general respondió: «¿Acaso no sabíais que Lúculo cenaba esta noche con Lúculo?» —El abogado rascó al gato debajo de la barbilla antes de continuar—. Así es también mi pequeño. Ante todo y sobre todo cuida de sí mismo. Un arte sabio que muy pocos practicamos.
—¿Eso quiere decir que no me ayudaréis?
—¿Qué tiene de malo ser una esclava? —respondió el otro meneando la cabeza—. Te alimentarán y te vestirán para el resto de tus días, a cambio de realizar tareas sencillas. ¿Para qué necesitas la libertad? No sabrías ni qué hacer con ella, lo más seguro es que te murieses de hambre.
—Sé de hierbas y de remedios, y de curar a las personas. Puedo ganarme así la vida.
—Seguro que sí. Vamos, muchacha, márchate y déjame dormir mi siesta tranquilo.
Clara se sintió muy estúpida. Había puesto su destino en manos de un hombre al que no había visto jamás, creyendo que la ayudaría simplemente porque pasaba cada día ante su puerta. Sin ofrecerle nada a cambio, aquel hombre no movería un dedo por ella.
Dedos. Los dedos del abogado.
De pronto Clara cayó en la cuenta de lo que le había estado molestando desde que llegó, y se dio la vuelta.
—Soléis tener jaquecas por la tarde, ¿verdad? Y también palpitaciones, cuando estáis cansado o al regreso de un paseo, sobre todo cuando hace calor.
El abogado puso cara de extrañeza.
—¿Cómo lo sabes? ¿Has hablado con mis criados?
Clara negó con la cabeza y le señaló las manos. Sus dedos tenían una forma curiosa, estrechos en las falanges y gruesos en las yemas, como los palillos de un tambor.
—¿Siempre habéis tenido así los dedos?
—¿Con esta forma peculiar? Sí, aunque últimamente los noto más hinchados que antes. Supongo que será cosa de la edad.
—No, mi señor. Vos tenéis un trastorno llamado dedos hipocráticos. Se llaman así por Hipócrates...
—Sé quién es Hipócrates, muchacha.
—Fue el primero en describir este mal, que probablemente también sufriese vuestro padre. Afecta a la circulación de vuestra sangre.
—¿Y es grave?
—Podría serlo con el tiempo. Debéis tomar a diario infusiones de miel con yerbabuena, comer poca carne y evitar las sangrías, mi señor.
El abogado se miró durante un largo rato los dedos, ensimismado.
—Mi padre también era abogado. Murió cuando era todavía muy joven, agarrándose el pecho durante un juicio. Recuerdo bien cómo sucedió, pues yo iba a verle siempre que litigaba. No comprendía nada, claro, pero disfrutaba al verle elaborar sus argumentos y citar a los clásicos. Cuando se desplomó alzó su mano derecha hacia donde yo estaba. Nunca olvidaré sus dedos. Tenían la misma forma que los míos, pero la punta se había tornado azulada.
Se puso en pie. Tomó el sombrero, que reposaba en lo alto de una pila de libros, y empujó a Clara hacia la puerta.
—Vamos, muchacha. Me contarás todo lo que puedas por el camino.
Fue Catalina quien les abrió la puerta. Tenía un labio partido, y la sangre le corría por la barbilla.
—Llegas tarde. Ha estado llamándote sin cesar. Está completamente fuera de sí.
Clara miró hacia el abogado, temiendo que fuera a echarse atrás al oír aquello, pero éste permanecía impasible. Fue entonces cuando el ama de llaves reparó en su presencia.
—¿Quién es?
—Os lo explicaré después. Ahora llevadnos junto al amo.
Cuando entraron en el despacho del comerciante, éste estaba sentado junto al procurador, ambos con las cabezas juntas, estudiando el documento que habían redactado. Al verles entrar se puso en pie, con una visible mueca de dolor.
—¿Dónde estabas? ¿Y quién diablos es ése?
—Déjame hablar a mí —le susurró el abogado a Clara—. Soy Manuel del Valle, abogado. Según me ha explicado mi clienta aquí presente tenéis un testamento en el que ella aparece citada.
Hubo un largo silencio, en el que el rostro del comerciante reflejó claramente cómo su cerebro reajustaba la realidad. De la victoria que creía casi segura pasó a un estado casi cómico de asombro, sustituido enseguida por una furia que a duras penas podía contener.
—Un abogado —dijo por fin, con la voz llena de frío desprecio. En su boca la palabra sonó tan despectiva como el peor de los insultos— . Te has atrevido a traer un abogado a esta casa. ¡Tú! ¡Una friegasuelos, una esclava, una sucia perra descerebrada!
Clara estaba muerta de miedo y no fue capaz de responder, pero sostuvo la mirada de su amo. Éste apuntó al abogado con el bastón.
—Y vos. Un traidor a vuestra sangre y a vuestra clase, defendiendo a una india. En la cofradía de abogados y en el gremio de comerciantes sabrán de esto.
—Ah, por supuesto que lo sabrán, don Francisco. Éste es un testamento tan inusual que sin duda me dotará de cierto renombre. De hecho pienso correr a las Gradas de la catedral a contarlo en cuanto terminemos nuestro pequeño asuntillo. Así que si no os importa mostrarme el testamento...
Alargó la mano para tomar el papel que el procurador sostenía. Éste miró a Vargas, confundido, y el comerciante lo agarró por el jubón.
—¡No se lo entreguéis!
—Don Francisco, en los juzgados hay una copia de ese testamento, que puedo tener en mis manos antes de media hora. ¿De verdad queréis alargar esto tanto tiempo?
Vargas resopló, pero supo que no tenía alternativa y soltó al procurador, que entregó el papel al abogado. Éste lo estudió durante varios minutos, emitiendo placenteros ruiditos con cada línea que iba leyendo, como si su contenido fuera lo más beneficioso que su cliente podría desear. A Clara aquellos sonidos le recordaron al gato que el abogado tenía en su consultorio.
—Ajá. Tal y como pensaba. Bien, esto está claro. ¿Está la herencia lista para ser entregada, procurador? —dijo devolviéndole el testamento.
—Sí, don Francisco puede hacerse cargo de ella tan sólo firmando unos papeles que tengo aquí conmigo.
—¿Tenéis previsto renunciar a la herencia, don Francisco?
—No pienso renunciar a nada de lo que es mío —dijo el comerciante, dedicando una mirada de odio a Clara.
El abogado ignoró la amenaza implícita y continuó hablando con un tono de voz tan alegre como si estuviese comentando una alegre lidia de toros.
—Eso lo zanja todo. En ese caso me llevo conmigo a mi clienta, que desde ahora mismo será una mujer libre. Mañana me pasaré con los documentos concernientes a la manumisión para que don Francisco los firme, formalizándolo todo. Y ahora, si nos disculpan...
El abogado tomó a Clara por el brazo, y la joven sintió que un temblor de júbilo le recorría la espalda. ¡Lo habían conseguido!