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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (40 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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Pero la sonrisa se le congeló en la cara cuando comprobó que Josué no estaba allí. Angustiado miró en derredor, pero el negro había desaparecido.

XLIV

A
ún jadeante y loco de preocupación, Sancho comenzó a pensar qué podía haber sucedido. Josué no ofrecería resistencia, ni podía tampoco explicar a nadie quién era. El gigantón estaba indefenso como un corderito ante el primero que le amenazase, si es que se atrevía a ello. Miró alrededor pero las únicas personas que había cerca eran unos aguadores que llenaban sus ánforas y botijos. Aquel lugar era la única parte del río donde estaba permitido aquello, puesto que tras el recodo de la Puerta Real, el azufre y otros productos químicos que usaban los bataneros en sus molinos le daban muy mal sabor al agua.

Caminó hasta la orilla, mirando a todas partes y tratando de adivinar lo que había sucedido, cuando sintió como una mano monstruosa surgía del barro, le agarraba por los tobillos y le arrojaba al suelo. Levantó una de las azadas para golpear a quien le había atacado cuando comprendió quién era el que le agarraba.

—¡Josué!

Junto a él, como si la propia ribera del río se alzase y cobrase vida, su amigo se levantó. El negro estaba cubierto de barro de pies a cabeza, y sonreía abiertamente. Sin importarle mancharse, Sancho le dio un enorme abrazo.

—¿Qué ha pasado?

«Al amanecer empecé a oír ruidos y tuve miedo —dijo Josué, soltando pequeños pedazos de barro ya reseco con cada nuevo signo que trazaba—. Recordé un truco que hacen animales en mi tierra. Se envuelven en barro si vienen animales que los quieren comer.»

Josué estaba feliz de ver a Sancho regresar triunfante, y sólo dejó de sonreír cuando el joven le dijo que ambos tendrían que meterse en el agua para deshacerse de todo aquel barro.

Después del baño, ambos pusieron sus ropas a secar y se tendieron desnudos al sol, dando buena cuenta de las viandas que llevaban los labriegos en el morral.

—Cuando pase el mediodía entraremos en la ciudad con las azadas al hombro. Tú actúa con normalidad y todo saldrá bien.

Hacia allí se encaminaron. Los guardias de la Puerta Real apenas dedicaron una segunda mirada a Sancho, pero al ver a Josué uno de ellos le dio el alto, cerrándole el paso con la pica que llevaba.

—¿De quién eres, esclavo?

—Es de mi señor, el marqués de Aljarafe —respondió Sancho, nombrando a uno de los mayores terratenientes de la ciudad. Así reducía las posibilidades de que le reconociesen, pues el marqués tenía un montón de jornaleros para cuidar de sus tierras—. Lo compraron hace poco y no habla nuestro idioma aún.

—Nunca le había visto por aquí.

—Éste es su primer día de trabajo, señoría.

—¿Y dónde está su cédula de propiedad? —repuso el guardia con suspicacia.

La ley decía que los esclavos debían llevar un documento que acreditase quién era su dueño, que solían guardar en un cartucho de hojalata colgado del cinturón. Aunque ésta era una norma que se llevaba de manera más laxa dentro de las murallas, no era así si un esclavo debía traspasar los límites de la ciudad él solo. Era habitual que los propietarios de muchos esclavos los realquilasen a pequeños granjeros en las épocas de más trabajo, y en ese caso el documento debía consignarlo también.

—El escribano la está redactando, señoría.

El guardia frunció el ceño, dudando si arrestar al negro y llevarlo a las dependencias de la cárcel donde retenían a los esclavos inidentificados, como era su obligación. Se dio la vuelta y miró a sus compañeros, que estaban ocupados revisando un carro que acababa de llegar, cargado con varios barriles. Por el olor que llegaba del carro, debía de contener vino joven o tal vez mosto. Con el tremendo calor que hacía a pleno sol y la pesada armadura con casco y grebas que llevaban los guardias, lo más probable era que aquellos barriles entrasen algo mermados en la ciudad.

El guardia meneó la cabeza, contrariado. Había un largo paseo hasta la cárcel. Si se llevaba al negro, se perdería la bebida gratis.

—Está bien, pasad. Pero que mañana no pase sin la cédula, o el negro se irá derecho a Sierpes hasta que tu amo venga a reclamarlo. ¿Has comprendido?

Sancho asintió humildemente, aunque por dentro estaba exultante. El disfraz y el calor habían jugado a su favor. De cualquier forma, el joven no estaba dispuesto a volver a sufrir un mal trago como el que había pasado aquella mañana. Había que conseguir que Josué pudiese moverse por la ciudad a su antojo.

Después de recuperar la espada del refugio, se dirigieron al barrio de La Feria, subiendo por la calle de las Armas hasta la plaza del Duque de Medina, y después doblando hacia el oeste. Según abandonaban las zonas más acaudaladas de la ciudad, Sancho observaba algo extraño en los rostros de los habitantes de Sevilla. El ambiente aparecía enrarecido, y no sólo por el bochorno aplastante que incendiaba el aire hasta convertirlo en una masa de fuego que quemaba los pulmones. Había algo por doquier, una amenaza tan palpable como el calor que desprendían los adoquines del suelo y les abrasaba las plantas de los pies descalzos.

—Creí que nunca echaría de menos la sombra de la galera, Josué.

«Estás loco —respondió el negro—. Mejor este calor, sin remo y sin latigazos.»

Se detuvieron a beber y remojarse la cabeza en el caño de una fuente. Era necesario atravesar la ciudad, pues para el trabajo que Sancho tenía en mente no podían acudir a los artesanos de la zona este, no sólo porque eran mucho más caros sino porque las especiales necesidades del encargo serían mucho mejor satisfechas por alguien acostumbrado a ellas. Tenía unos cuantos nombres en la cabeza, recuerdo de sus conversaciones con Bartolo, pero cuando probaron con los dos primeros se encontraron con que uno había cerrado el negocio y el otro había muerto. Finalmente con el tercero hubo más suerte.

—Aurelio Fanzón, sastre —leyó Sancho en el cartel de las afueras de la tienda. La casa era pequeña, de piedra vista sin encalar. Cuando cruzaron el umbral, la campanilla que colgaba de la puerta se agitó con un sonido cristalino. La sala era pequeña, y tenía tan poca luz en comparación con el exterior que tuvieron que parpadear varias veces para poder ver dónde ponían los pies.

—Buenas tardes, señores. ¿En qué puedo servirles? —dijo un dependiente, que apareció desde la trastienda. Era un esclavo moro bajo y de piel cobriza.

—Buscamos a Fanzón —dijo Sancho.

El esclavo les echó un buen vistazo. Las azadas y la ropa gastada y hecha de retales, como en el caso de Josué, no auguraban desde luego buenos clientes.

—El maestro está ocupado terminando un encargo urgente en este momento. Pero yo puedo ayudarles en lo que precisen...

Sancho caminó hasta el mostrador y arrojó sobre él un escudo de oro.

—Sólo hablaremos con Fanzón —dijo, tajante.

El esclavo miró la moneda con la misma cara de asombro que habría puesto si a los dos harapientos clientes que acababan de entrar les empezasen a salir ranas por la boca. Pero sin duda era un hombre bien educado, pues enseguida tomó la moneda, inclinó la cabeza y los condujo a la trastienda.

Una escalera llevaba al piso de arriba, donde había un taller de costura grande y luminoso. Telas y brocados de todas clases se apoyaban en las paredes, enrollados en grandes listones de madera. Una estantería alta y estrecha contenía decenas de pequeñas cajitas, todas y cada una de ellas anunciando su contenido mediante una muestra pegada en el exterior. Botones de nácar y marfil, de hueso y de todos los metales imaginables; cintas, agujas y otros instrumentos del oficio de sastre, a los que el sol que entraba por una alta ventana arrancaba brillos multicolores. Y en el centro de aquel extraño reino, sudoroso y concentrado, con varios alfileres sujetos entre los labios apretados, Fanzón batallaba con un vestido de muselina verde. La prenda estaba sobre un muñeco que a Sancho le recordó los que usaba Dreyer para sus entrenamientos.

Al sastre no debió de hacerle gracia la intrusión, pues se volvió hacia su criado con cara de pocos amigos, que no mejoró cuando vio el aspecto de sus clientes. El moro se acercó a su amo, le susurró algo al oído y le entregó la moneda de oro con gesto discreto. Fanzón se quitó los alfileres de la boca y los clavó en un acerico, suavizando su expresión.

—Buenas tardes, señores. Mi criado me ha dicho que deseaban verme.

Sancho dio un paso adelante.

—Necesitamos atuendos de buena calidad para mi amigo y para mí, maese Fanzón.

—Entiendo que necesitéis un sastre urgentemente. De hecho antes de vestir eso sería mejor que fueseis desnudos —dijo , haciendo un despectivo gesto hacia la ropa de sus visitantes—. Pero me temo que no podré ser yo. Estoy muy ocupado con un encargo para la duquesa de Alba.

—Un amigo me dijo que usted atiende necesidades... especiales.

Fanzón alzó una ceja, sorprendido. Dejó el acerico junto al vestido de muselina y se aproximó a Sancho.

—Seguid hablando, por favor.

—Necesito un jubón que tenga refuerzo interior, bolsillos para ganzúas y un espacio en la manga izquierda para una hoja adicional. Me han dicho que vos tenéis incluso un nombre para este modelo.

El sastre casi no dejó acabar al joven. Tomándole fuerte por las muñecas, dio un grito de alegría y comenzó a dar vueltas, arrastrando a Sancho con él en un extraño baile.

—¡Un traje de Caco completo! ¡Por el rey Felipe, llevaba más de diez años sin recibir un encargo como éste! Os lo haré con botas a juego, con sus correspondientes bolsillos. ¡Ah, al cuerno con el traje de la duquesa! ¡Fahrud!

El moro volvió a aparecer en la puerta como por arte de magia.

—¿Amo?

—¡Llévate esto de aquí inmediatamente! ¡Trae seis... —se interrumpió, mirando a Josué—... no, mejor nueve varas de paño negro! ¡Y otras tantas de cuero! ¡Y tiras de piel de búfalo!

Siguió dictando instrucciones como un poseso, mientras el esclavo se afanaba arriba y abajo por la escalera.

—Yo estaba pensando en algo de un discreto marrón oscuro —intentó meter baza Sancho.

—Joven, vos no estáis en vuestro sano juicio. El negro es el último grito en la Corte de Madrid. Un buen cuero de doble capa, raspado en sentido longitudinal y teñido de negro mate es lo que queréis. ¡Faltaría más! ¡No hay ninguna discusión al respecto! —gritó el sastre, agitando la mano delante de la cara de Sancho como quien espanta las moscas.

El joven se volvió a Josué, que miraba al sastre de medio lado, como si toda aquella evidente locura fuera contagiosa.

«Este hombre es muy raro —dijo Josué—. Deberíamos irnos de aquí.»

De pronto Fanzón se quedó callado, mirando a un punto vacío del techo situado sobre la cabeza de Sancho. Permaneció así durante un buen rato, completamente inmóvil, como si se hubiese quedado dormido de pie y con los ojos abiertos. Inquieto, el joven detuvo al esclavo moro, que volvía a bajar la escalera en busca de más material.

—¿Qué le sucede? —susurró.

El moro se llevó un dedo a los labios y luego señaló unos tarros de cerámica que había sobre una mesa algo más alta, junto a unas piezas de fieltro y varios raspadores. Sancho se fijó en la etiqueta que aparecía pegada sobre los recipientes: mercurio. Recordó entonces algo que les había explicado fray Lorenzo en clase, acerca de que trabajar con el mercurio y otros materiales que usaban sastres y sombrereros acababan volviéndoles locos.

El sastre pareció volver en sí de repente. Sacudió la cabeza y miró a su alrededor con los ojos muy abiertos, como si no recordase quién era ni qué estaba haciendo allí. Una lenta comprensión pareció abrirse paso poco a poco en su cabeza, y sacudió las manos hacia ellos.

—¡Súbanse vuestras mercedes al sitial! —exigió Fanzón, dándole una patada a una caja llena de carretes de hilo que había sobre un pequeño taburete. Los carretes se desparramaron por el suelo, y Fahrud, que ya volvía cargado con varias medidas de tela que le cubrían hasta las cejas, puso el pie encima de ellos. Con un gesto cómico, las telas volaron por el aire y Josué tuvo que atrapar al moro para que no se desnucase por la escalera. El esclavo le agradeció repetidas veces, llevándose las manos a la frente y al corazón. Josué, divertido, le devolvió el gesto, lo que provocó que Fahrud lo mirase admirado.

Sancho le entregó la espada a su amigo y se subió al taburete. El sastre comenzó a medirle de inmediato utilizando un extraño instrumento hecho de pedazos de madera unidos entre sí. Con una tiza iba apuntando garabatos en el suelo, mientras murmuraba para sí:

—Levantad un poco más el brazo. Bien, bien, joven, tenéis una magnífica estructura, no cabe duda. Apoyad el peso por igual en ambas piernas... así. No tan hercúlea como la de vuestro acompañante, pero sin duda mucho más equilibrada.

—Gracias —dijo el joven, confundido, mientras ejecutaba las instrucciones del sastre.

—Y un traje de Caco completo, nada menos... Alzad el cuello un poco. No niego que va a ser todo un placer realizarlo. Hoy en día es algo que ha caído en desuso entre los de vuestro oficio. Todo es fuerza bruta, nada de sigilo ni habilidad, como en la vieja escuela. Tengo tantas ganas de comenzar que casi os lo haría gratis. Por desgracia, no puedo. Los materiales son tremendamente caros, como ya sabéis. Lo cual trae la desagradable cuestión de mis honorarios...

—Sin rodeos, maese Fanzón. ¿Cuánto?

—Veamos... puedo coseros dos juegos de pantalones y tres camisas para cada uno. ¿Vuestro amigo necesitará un jubón también?

—Uno sencillo. Pretendemos que pase por un esclavo de familia acomodada.

—Le haremos unos zapatos también. Resistentes. —Fanzón se detuvo, pensativo, dándose golpecitos con el dedo índice en la barbilla—. En ese caso podemos cerrarlo todo en veinticinco escudos.

Sancho se bajó de un salto del taburete.

—Vámonos, Josué.

El negro, que parecía estar deseando que su amigo le dijese aquello, enfiló escalera abajo, haciéndolas crujir bajo su gran peso.

—¡Esperen, esperen, señores! ¿Hay algún problema?

—Vuestros precios —respondió Sancho, siguiendo a Josué.

—Pero señor, ¡tenéis que tener en cuenta que hará falta mucha materia prima! ¿Habéis visto el tamaño de la espalda de vuestro compañero?

—Una vara de buen paño vale medio escudo, sastre —gritó Sancho, ya desde el piso de abajo.

—¡Está bien, está bien! Haciendo un esfuerzo podría dejároslo todo en diecinueve escudos.

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