«Ojalá esa rata no hubiese salido nunca del vientre de su madre.»
La configuración de los adoquines cambió ligeramente bajo la contera del cayado de Zacarías, y éste dobló la esquina antes de llegar a la calle de las Armas. Se detuvo durante un instante, pues había creído oír unos pasos a su espalda que se detenían cuando él cambiaba de dirección. Eran unos pasos cautelosos, y su dueño parecía caminar con soltura pero sin hacer demasiado ruido, al contrario de la mayoría de los habitantes de aquella ciudad.
Volvió a detenerse, pero los pasos tras él habían desaparecido. Más tranquilo, volvió a torcer el rumbo en la calle de las Cruces. Palpó el muro de su izquierda para asegurarse, pero sólo por costumbre. Había recorrido aquel trayecto cientos de veces, y lo llevaba inscrito en su prodigiosa memoria. El ciego apenas guardaba recuerdo de la luz o de la forma de las cosas. Las gotas de lluvia en los aleros de las casas, los naranjos en flor o la delicada curva del pecho de una mujer eran imágenes que no se grabarían nunca dentro de su mente. En su lugar había desarrollado una gran capacidad para memorizar y contar, y así había terminado metido en problemas.
Cuando conoció a Monipodio —hacía ya casi veinte años—, el joven hampón era el jefe de una pequeña banda de ladrones que reventaban cerraduras y robaban camisas de los tendales. Trabajaban entre la Puerta de la Macarena y la Puerta del Sol, y con lo que sacaban apenas tenían suficiente para ir tirando. Pero Monipodio quería más. Soñaba con una única banda de la que él fuese el único jefe.
Monipodio tenía la paciencia, la astucia y la brutalidad necesarias para la tarea. Fue capaz de unir poco a poco, a lo largo de los años, a ladrones, limosneros, contrabandistas, terceronas y alcahuetas. Cuando surgía alguna oposición, Monipodio la eliminaba de manera notoria, para que todos los bajos fondos de Sevilla tuviesen claro con quién no se debía jugar.
De lo que carecía el hampón era de la capacidad intelectual para gestionar el creciente imperio del crimen. Sevilla era una ciudad de ciento cincuenta mil almas, a quienes cerca de un millar de maleantes de toda índole y condición explotaban como una gigantesca sanguijuela. Y de cada gota de sangre, Monipodio reclamaba su parte. Situado en el centro de una inmensa telaraña, el hampón precisaba de alguien que llevase las cuentas. Cuánto ganaban las meretrices, cuánto debían pagar los bravos que las chuleaban en el Compás. Qué cuota debían satisfacer los pequeños peristas del Malbaratillo por cada uno de los puestos. Cómo organizar los pagos a los alguaciles para tener alejada la maquinaria de la justicia. Dónde colocar cada semana a las bandas de ladrones para que no se hiciesen demasiado conocidos.
El día que llevaron a la Corte a un mendigo ciego y delgaducho llamado Zacarías, de quien se decía que tenía una mente prodigiosa, Monipodio le echó un buen vistazo y luego se rio de él.
—¿Qué diablos va a contar, éste? ¡Si no puede ver ni un ábaco! Sacadle de aquí a patadas.
Los matones agarraron al ciego por los brazos y tiraron de él hacia la salida, pero Zacarías alcanzó a decir algo antes de que le echasen.
—¡La banda de la calle de Arcabuceros os engaña!
Intrigado, el hampón alzó un dedo y los matones se detuvieron.
—¿Cómo sabes eso, mendigo?
Zacarías no podía ver el rostro de Monipodio, pero algo en su voz le dijo que si no daba la respuesta correcta iba a salir de allí con algo más que un par de cardenales. Había dicho el nombre de la banda de Arcabuceros porque era el único que conocía, aunque no tenía la menor idea de si engañaban al Rey de los Ladrones o no. Tenía que pensar a toda prisa.
—Decidme, ¿cuánto os pagan cada mes como tributo, señor?
—Siete escudos, religiosamente.
—¿Y cuál es la tasa debida?
—Ochenta maravedíes de cada escudo que ganen.
Un escudo de oro eran cuatrocientos maravedíes de cobre o doce reales de plata. Zacarías calculó en un abrir y cerrar de ojos.
—Es decir, que ellos dicen ganar treinta y cinco escudos de oro cada mes. Decidme, vos que habéis sido jefe de una banda de ladrones: ¿ganabais siempre lo mismo?
—No, no siempre. Hay veces que se dan golpes mejores, y meses peores.
—Pero sin embargo ellos os dan lo mismo todos los meses. Exactamente la misma cantidad.
Monipodio se quedó boquiabierto, tanto por la velocidad a la que había hecho los cálculos Zacarías como por la astucia que acababa de demostrar. Al jefe de la banda de Arcabuceros se le llamó a capítulo, y quedó demostrado que estaba igualando por lo bajo la cantidad que debía darle al Rey de los Ladrones. Salió del paso sólo con un par de dedos rotos, pues Monipodio estaba inusualmente contento. Había encontrado la herramienta que necesitaba. El ciego también. Para él se había acabado mendigar, pasar hambre y frío.
Zacarías llegó finalmente al lugar al que se dirigía. Dudó un momento antes de llamar a la puerta del perista. Si aquella tarde no se encontraba de humor volvería a hacérselo pasar mal, y suplicarle por cada maravedí. Cajones era un cerdo avaricioso, pero por desgracia no podía acudir a ningún otro tras lo que había sucedido con Monipodio. Finalmente golpeó un par de veces la madera con el cayado. No le quedaba otro remedio.
—Vas a rayarme la puerta con ese palo tuyo, Zacarías —dijo una voz al otro lado. El ciego entró y caminó los cuatro pasos que lo separaban del mostrador.
—A la paz de Dios, Cajones.
—A la paz de tu madre. ¿Qué me has traído?
Zacarías sacó el dije de plata y lo dejó sobre el mostrador. Escuchó como el perista trasteaba entre los cajones que había tras él, que eran los que habían acabado poniéndole el nombre por el que se le conocía en los bajos fondos. Cajones era el perista jefe de Monipodio. Experto fundidor y falseador de joyas, su casa era el lugar por donde pasaban todas las piezas importantes antes de cruzar el Betis y acabar en el lado de Triana, aquello que no hubiera encontrado acomodo en el Malbaratillo. Para el resto de los ciudadanos no era más que un humilde joyero con un negocio ruinoso y poco transitado, que malvivía vendiendo baratijas.
Cajones colocó una pequeña balanza sobre el mostrador y puso el dije sobre uno de los platillos. Apenas hizo ruido al caer.
—Por esta mierda te puedo dar diez maravedíes. Y siendo generoso.
—Vale por lo menos medio real de plata —se quejó el mendigo.
—Son lentejas, ciego. Las tomas o las dejas.
Zacarías tragó saliva con dificultad, y su prominente nuez se agitó arriba y abajo en el delgado cuello. No podía verlo pero sabía perfectamente que Cajones estaba sonriendo, disfrutando con su innecesaria humillación. Era, por supuesto, parte del castigo que Monipodio había dictado contra él, pero el perista se lo estaba tomando como algo personal. Estaba robándole descaradamente siete maravedíes, los que faltaban hasta el medio real. Zacarías necesitaba urgentemente treinta para pagar la casa de huéspedes donde dormía, de la que lo echarían sin contemplaciones si no volvía con el dinero. Se consoló pensando que al menos tenía el resto de las limosnas. Aunque pasase hambre, al menos podría reposar su maltrecha espalda.
—Está bien.
Cajones puso las monedas en el mostrador, y cuando Zacarías adelantó la mano notó como el otro las barría de su alcance, dejando un único y solitario maravedí. Una octava del valor de un panecillo.
—Ésa es tu parte, ciego. El resto es para saldar tu deuda con el Rey.
Zacarías, enfurecido, se dio la vuelta para marcharse cuando algo tiró de él hacia atrás. Alguien había salido de la trastienda, rodeado el mostrador y le agarraba por la ropa. Por el tamaño y el olor a sudor parecía uno de los matones de Monipodio.
—Pensándolo bien, ciego... he decidido que te veo demasiado viejo. A este ritmo tendrías que vivir un par de décadas para satisfacer tu deuda. Regístrale, Patachula.
Un brazo lo aplastó contra la pared. Zacarías notó en la boca el sabor amargo del yeso, mezclándose con el ácido del miedo subiendo desde sus tripas. Aquello no podía estar sucediendo.
—Por favor, mis señores. Necesito ese dinero. Por favor.
La mano del matón siguió registrándole, ajena a sus súplicas. El desagradable cacheo pasó un par de veces por encima del bolsillo oculto en el que guardaba las limosnas, y Zacarías contuvo la respiración. Tal vez aún pudiese escapar de aquélla.
—No lleva nada más —dijo una voz basta y desagradable junto a su oreja.
—No me lo creo. Éste lleva todo el día clavado como un pasmarote en la plaza de San Francisco, y no se pondría tan nervioso si no llevase algo. Sigue buscando.
Zacarías se maldijo mentalmente por haber acudido allí primero, en lugar de haber pasado antes por la casa de huéspedes. Los escasos maravedíes que guardaba en el bolsillo secreto era todo lo que tenía en el mundo. Si aquellos malnacidos lo encontraban, aquella noche dormiría en la escalera de una iglesia, como los más desesperados de entre los mendigos. Y al día siguiente el cuento volvería a comenzar.
—¿Tanto os paga Monipodio para que me tratéis así? —gimió el ciego.
—A Monipodio le da lo mismo si te cantamos salmos o te damos de palos. Lo único que quiere es recuperar los noventa escudos que perdiste. La cortesía va por cuenta de la casa.
Con un gruñido de triunfo, el matón palpó bajo las mangas de la túnica de Zacarías. Había localizado una zona más dura al tacto, hábilmente camuflada junto a la costura. El ciego notó como una punta de acero desgarraba la tela a menos de un dedo de su axila, dejando caer las monedas al suelo.
—¿Has visto, Patachula? —dijo el perista con una risa cruel—. El árbol siempre suelta fruta si lo sacudes bien fuerte. Y ahora échalo de aquí.
Zacarías sintió como lo agarraban por la ropa y lo lanzaban hacia adelante. Aterrizó sobre el desagüe que cruzaba la calle, quedando empapado y desorientado. A su espalda sonó un gran portazo, que al pobre ciego le supo a derrota y desconsuelo. Allí tendido, con las rodillas magulladas y el alma llena de humillación, deseó morir.
De pronto sintió como unas enormes manos lo alzaban tan fácilmente como si fuese una pluma. Embargado por el terror, sin conocer qué nueva amenaza era aquélla, Zacarías luchó por respirar. Su captor le llevó en volandas durante lo que al mendigo se le antojó una eternidad, pero que no fueron más de un par de minutos. Finalmente se detuvieron, y el ciego se encontró de nuevo con los pies en el suelo. Las rodillas le temblaban y estuvo a punto de desplomarse. Alguien le colocó de nuevo el cayado entre los dedos y se apoyó en él a duras penas.
—Sujétale, Josué. Parece que nuestro nuevo amigo no se encuentra bien —dijo una voz frente a él. Tenía un tono juvenil, metálico y vibrante, y denotaba una extraña firmeza. Aunque Zacarías estaba seguro de no haber oído nunca antes aquella voz, había algo en ella que le transmitía confianza.
La enorme mano se apoyó en su hombro, esta vez con mucha más delicadeza.
—¿Quiénes sois?
—Amigos, maese Zacarías —respondió el joven—. Y por lo que se ve, vos andáis necesitado de ellos.
S
ancho y Josué habían llegado a las afueras de Sevilla cuatro días antes de su encuentro con Zacarías. Ambos habían salido de casa del herrero con unas ropas que habían pertenecido a Joaquín, el hijo de Dreyer. A Sancho le quedaban bastante pequeñas, pero en el caso de Josué había sido necesario descoser la tela de varias prendas antes de confeccionar un atuendo presentable para él. Nada habían podido hacer con el calzado, pero Sancho tenía previsto poner remedio a ese problema lo antes posible. Aunque para ello tenían que llegar a la ciudad y poner en marcha su plan.
Con una apariencia más discreta que la que tenían cuando habían escapado del naufragio de la
San Telmo
un año antes, ya no debían ocultarse al cruzarse con otros viajeros por el camino. Alcanzaron el monasterio de las Cuevas a la hora de comer. Podrían haber seguido bajando por el camino, cruzado el Puente de Triana y haberse unido a los viajeros que hacían cola para entrar en la ciudad, pero Sancho no quería exponerse a que los guardias de la puerta le preguntasen por Josué. Sin un título de propiedad del esclavo y sin dinero para comprar conciencias, se arriesgaban a que les descubriesen. Ante cualquier duda, los corchetes se llevarían a Josué a la prisión de la calle Sierpes hasta que se aclarase su identidad. Ése era un riesgo que Sancho no estaba dispuesto a asumir. Aunque el que iban a asumir a cambio no era menor.
Se quedaron a la sombra de los altos muros del monasterio, echando una cabezada. Aquella noche necesitarían estar fuertes y descansados.
«Tengo miedo», le dijo Josué.
La luna estaba ya alta en el cielo, lo que le permitía ver sin dificultad los gestos de su amigo. A la luz plateada de la luna los rasgos fuertes y valientes del negro aparecían ominosos y fantasmales.
—Eso ya lo sé —dijo Sancho en voz baja. No podía usar señas pues tenía las manos ocupadas—. Pero sabes que no queda otro remedio. No puedo dejarte aquí solo.
Josué se encogió de hombros y siguieron caminando hacia la orilla del río. Habían robado una barca de una de las casas cercanas. Su dueño seguramente la emplearía para pescar cangrejos y venderlos en la ciudad. Era tan pequeña que Sancho podía llevarla en brazos sin problemas, por lo que no le extrañaba que el gigantón, que tenía auténtico terror a ahogarse, estuviese asustado. Sancho contempló pensativo la superficie del agua, que se agitaba con el color y los espasmos de un reptil moribundo. Él mismo tenía dudas de que la endeble embarcación soportase el peso de su amigo.
Cuando la echaron al río, Josué rechinó los dientes y sacudió la cabeza, pero al final se atrevió a subir a la barca. Con los brazos y las piernas encogidos, el cuerpo del negro parecía rebosar por todas partes. Sancho dudó por un momento. Si al llevar la barca al centro de la corriente Josué hacía algún movimiento extraño, se hundiría sin remedio. Se metió él mismo en el agua y comenzó a empujar la barca. A pesar de que en pleno agosto el Betis bajaba con menos caudal de lo normal, la fuerza de la corriente estuvo a punto de hacer zozobrar la barquita en un par de ocasiones. Josué se agarraba con tanta fuerza a la borda que la madera crujió bajo la presión de sus dedos.
Cuando llegaron a la otra orilla, Josué corrió a esconderse entre los arbustos como habían acordado. Sancho notaba el cansancio, pero sin embargo se negaba a dejar allí la barca. Lo más probable era que para el pescador de cangrejos fuese su única fuente de sustento, y si la abandonaba en aquella orilla, el pescador nunca la recuperaría. Regresó al otro lado, esta vez subido en la barca y remando con los brazos. Cuando dejó la barca donde la había encontrado, los ronquidos del pescador llegaban hasta fuera de la casita. Sancho sonrió para sus adentros. Por la mañana la barca estaría seca y el hombre ni se daría cuenta de que la habían tomado prestada.