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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (34 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Voy a hacerte dos preguntas, y quiero que me digas la verdad. Si no lo haces, lo sabré. ¿Has comprendido?

Sancho asintió con la cabeza.

—¿Por qué no tomaste las ropas de mi hijo?

—Porque él salvo mi vida, y también la de Josué, de un cómitre que la tenía tomada con nosotros.

—Te hubiera resultado más fácil el camino.

—No hubiera estado bien.

Lo dijo como si eso lo resumiese todo, como si no hubiese nada más que decir. Luego aguardó la siguiente pregunta, que pareció tardar una eternidad.

—¿Qué es lo que buscas, muchacho? —dijo por fin Dreyer.

Los ojos de Sancho se iluminaron. Sintió que había encontrado una brecha en la muralla del herrero, y por eso escogió las palabras con sumo cuidado.

—Justicia, señor. Para alguien que fue bueno conmigo. Y para mí mismo.

—La justicia que uno se imparte a sí mismo deja de serlo.

—Pues llamadlo venganza, si así lo queréis, señor. Pero enseñadme a manejar una espada.

XXXVIII

S
ancho y Josué durmieron aquella noche en el mismo sitio en el que habían pasado el día: junto a la pared del taller. El herrero se había vuelto a meter en casa sin decir palabra cuando Sancho le pidió que se convirtiese en su maestro. No volvió a aparecer, y el joven no estaba seguro de qué se esperaba de él. Finalmente decidió aguardar. No había cantado aún el gallo cuando Sancho se despertó. Dreyer le sacudía con el pie, y el joven se levantó al instante, frotándose la cara con la mano. El herrero le dedicó una mirada vacía. Tremendas arrugas habían aparecido en su frente durante la noche, y círculos oscuros le ensombrecían los ojos. A la luz difusa que precedía al amanecer, parecía más un espectro que un hombre.

—Te enseñaré durante un año, en señal de respeto a lo que mi hijo me pidió y a lo que hiciste por él. Después os iréis de aquí.

Sancho abrió la boca para responder, pero se lo pensó mejor y asintió en silencio.

—Pero a él no pienso enseñarle nada —graznó el herrero señalando a Josué—. De los infieles nunca puedes fiarte.

El joven esbozó media sonrisa, volviendo la cabeza hacia el gigantón negro, que seguía dormido.

—Os puedo asegurar que es mejor cristiano que vos y yo, mi señor.

—Dirígete a mí como maestro Dreyer —le corrigió el otro, muy seco—. ¿Y este buen cristiano sabe pelear?

—No, maestro. Él es incapaz de hacer daño a nadie. Cuando era un niño vio mucha sangre, y cuando los cristianos le esclavizaron y le convirtieron a la fe juró que jamás quitaría una vida.

Dreyer frunció el ceño al escuchar el tono cariñoso con el que Sancho hablaba de Josué.

—¿Sois bujarrones?

—¿Cómo decís, maestro?

—Que si estáis amancebados. Que si os dais por culo.

Sancho enrojeció y negó con la cabeza.

—Mejor. No me gustan los bujarrones. Pero aún me gustan menos los vagos, así que ponle en pie. Le daremos trabajo.

El herrero ladró una larga lista de instrucciones a Josué en cuanto éste abrió los ojos. Desde cortar leña hasta vaciar las cenizas de la fragua o sacar varios cubos de agua del huerto. El negro asintió con la cabeza cuando Dreyer terminó.

—¿Qué le pasa, es mudo? —se quejó el herrero.

—Sí, maestro. Le cortaron la lengua los esclavistas.

Dreyer se mordió el bigote, gesto que Sancho no tardaría en aprender que en el quisquilloso herrero indicaba rabia y descontento. Especialmente cuando se tragaba palabras que pugnaban por salirle de los labios.

—Es un tipo fuerte —dijo sacudiendo el brazo, como para borrar de su mente el horror que se había cometido años atrás con Josué—. Será de gran ayuda en la forja y en el huerto.

—También es un gran cocinero.

—Eso lo creeré cuando lo vea. No ha nacido el hombre capaz de impresionarme con sus platos. Hala, ponte a hacer lo que te he dicho —le indicó a Josué, que asintió y se marchó—. Y en cuanto a ti, vamos a empezar.

Dreyer le palpó los brazos y las piernas, clavándole los pulgares en el antebrazo y en la parte alta de las piernas. A petición suya Sancho flexionó las extremidades y se agachó varias veces.

—Tienes fuerza, pero el remo te ha descompensado los miembros, aprendiz —fue el veredicto de Dreyer—. Tus músculos son como nudos de madera, y así serás tan buen esgrimidor como una piedra. Dudo que saquemos nada en claro de ti, al menos hasta que te volvamos más flexible. ¿Ves aquel bosquecillo de álamos?

Sancho se dio la vuelta. A quinientos pasos ladera abajo había un grupo de árboles, que se intuía más que verse a la tenue luz previa al despuntar del alba. Asintió.

—Ve corriendo hasta ellos. Arranca un puñado de hojas y vuelve. Y más te vale estar aquí antes de que rece una docena de padrenuestros o vas a lamentarlo. ¡Vamos!

Sancho salió disparado hacia los álamos como una exhalación. Aunque le costó un poco que le respondiesen brazos y piernas, enseguida se sintió volar camino abajo. Saltando para esquivar un arroyo, se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado sin moverse a aquella velocidad, y sobre todo de cuánto lo había echado de menos. Recordó con alegría las carreras por las callejuelas de Sevilla, huyendo de alguna víctima algo más espabilada que los demás o de algún corchete menos untado que el resto. Cada esquina doblada, cada bocacalle que pasaba como un borrón por el rabillo de sus ojos, sabía a vida y a victoria. Todo eso vino a su mente de golpe, como un impulso irrefrenable, y aceleró el paso, tanto que sus pies parecieron tener vida propia y corrió serio riesgo de romperse la crisma.

Cuando alcanzó el bosquecillo de álamos tuvo que estirar mucho los brazos y ponerse de puntillas para alcanzar las ramas más bajas. Logró arrancar un puñado de ellas y regresó lo más rápido que pudo. La vuelta, cuesta arriba, no fue tan placentera. Al llegar junto a Dreyer arrojó el puñado de hojas a sus pies, respirando entrecortadamente y apoyándose sobre las rodillas.

—He rezado quince padrenuestros, aprendiz. Vuelve a intentarlo.

Sancho alzó la cabeza, sin dar crédito a lo que estaba oyendo.

—¡Maestro Dreyer!

El herrero alzó una de sus enormes manos, y Sancho creyó que iba a golpearle, pero el otro se limitó a señalar el amanecer que empezaba a despuntar por encima de Sevilla.

—Correrás hasta que esté el sol bien alto en el cielo. Cuando haya aquí un buen montón de hojas, tendrás tu desayuno. ¡Vamos!

La segunda vez que Sancho trotó monte abajo ya no sentía ninguna alegría.

Media hora después, Sancho iniciaba su séptima subida, con las piernas cada vez más pesadas y la visión borrosa, cuando se desplomó de rodillas y comenzó a vomitar. Casi en ayunas, su estómago no produjo mas que bilis y espasmos dolorosos. Josué lo vio desde lo alto del monte y arrojó al suelo la brazada de madera que cargaba y corrió hacia él. Pero Dreyer, quien aguardaba en el camino, lo sujetó al pasar.

Josué intentó desasirse dando un tirón, pero no lo consiguió. La fuerza del herrero rivalizaba con la suya, a pesar de ser dos palmos más bajo que el gigantón negro. Se dio la vuelta muy sorprendido, pues jamás se había encontrado con alguien capaz de retenerle con una sola mano.

—¿Eres su amigo? —preguntó Dreyer.

Josué asintió, más para sí mismo que para el herrero, que ya parecía conocer la respuesta y que ni siquiera lo miraba a él, sino a la figura semidesnuda postrada en el polvo del camino.

—Obsérvale, entonces. Si tiene lo que hay que tener, se levantará y llegará hasta aquí arriba. Y si no, os echaré a patadas a los dos de aquí. Ocurra lo que ocurra, veas lo que veas a partir de ahora, el camino lo tendrá que recorrer él solo. No puedes ayudarle.

Abajo Sancho se levantó, tan despacio que parecía no moverse. Primero consiguió alzar un brazo, y luego el otro. Después, casi a gatas, comenzó a arrastrarse hasta la casa del herrero.

XXXIX

D
reyer repitió el mismo ritual de las carreras hasta el bosquecillo cada amanecer.

Después permitía al joven tomar un mendrugo de pan y algo de carne, antes de azuzarle con nuevos ejercicios. Tenía que trepar a un árbol con los ojos vendados, encontrar unas campanillas que Dreyer había colocado en una rama al azar y volver a bajar sin sacarse la venda. Le obligaba a recoger bellotas por los campos, llenar un cesto y luego arrojarlas una a una, lo más lejos posible, usando alternativamente el brazo izquierdo o el derecho. Pero el más cruel y frustrante para Sancho consistía en tumbarse en el suelo y levantarse una y otra vez, sosteniendo un jarro lleno de agua hasta el borde.

—Diez veces. Derrama una gota y volverás a empezar —decía Dreyer con su voz monótona.

Para Sancho aquello era una tarea imposible. Se concentraba al máximo, intentaba no mover más músculos de lo necesario, pero el resultado era siempre el mismo. Ensayó un centenar de maneras de hacerlo, pero inevitablemente en una de las repeticiones algo de líquido se derramaba, empapando el arenoso suelo de tierra frente a la casa del herrero. Aquel espacio y la pared del costado del taller se habían convertido en todo su mundo, puesto que Dreyer no le había permitido poner los pies en el interior de la casa.

—Maldita sea —masculló Sancho, resoplando de ira y frustración, mientras veía como la reseca tierra absorbía el agua, formando una reseca costra marrón—. ¡Es imposible!

Cada día, Dreyer le observaba repetir ese mismo ejercicio sin abrir la boca más que para ordenarle volver a empezar. Habían pasado dos semanas y el joven ya era capaz de correr distancias largas sin desmayarse vergonzosamente como cuando llegó. Los pies ya no le sangraban, y las comidas frugales pero regulares que preparaban el herrero y Josué habían ahuyentado de su rostro el aspecto cadavérico.

Pero entonces Dreyer habló, y por primera vez no lo hizo para dar una de sus órdenes, disparadas con monótona precisión.

—La esgrima, aprendiz, no es un arte. Es una batalla para derrotar a un solo enemigo. Cuando descubras cuál es ese enemigo estarás en condiciones de empuñar una espada.

Tumbado en el suelo y con la jarra en precario equilibrio, Sancho no podía ver su rostro, pero sí percibió en la voz del herrero una fugaz nota de color, una humanidad que había estado ausente hasta ese momento.

—Maestro Dreyer...

—Diez veces, aprendiz. Ni una sola gota en el suelo —espetó el otro, secamente, arrepintiéndose del desliz anterior.

Sancho se acercó al gran balde que Josué rellenaba cada mañana y hundió el jarro en la superficie, en la que flotaba una cortina de mosquitos muertos. Colmó el jarro y volvió a su lugar, casi sin darse cuenta de que ahora caminar con el recipiente en perfecto equilibrio se había convertido en un acto tan natural para él como respirar. Se colocó con los dos pies juntos y miró al suelo, donde su sombra desaparecía debajo de él, aplastada por el sol del mediodía.

Y entonces comprendió.

Miró a Dreyer, fijamente, y sin apartar la vista del viejo herrero se llevó el jarro a los labios y lo vació de tres grandes tragos. Después se tumbó y se levantó diez veces, sin vaciar una sola gota de agua.

En los ojos del herrero brilló un fulgor extraño, que Sancho no pudo identificar.

—Ven conmigo.

Por primera vez Sancho accedió al interior de la casa del herrero. Los muebles eran sencillos, pero bien cuidados. Tras la estancia principal una puerta daba a la que debía de ser la alcoba de Dreyer y un pasillo estrecho a la parte de atrás de la casa. Por allí siguió el joven al herrero, yendo a parar a un gran patio en el que Josué serraba unos maderos con energía. El negro alzó la cabeza al oírles entrar y sonrió abiertamente a Sancho.

—Es suficiente, infiel. Ya seguirás luego —dijo Dreyer.

Josué terminó de serrar el tablón de dos enérgicos movimientos y se marchó, no sin dar una palmada en la espalda a su amigo. El joven apenas lo advirtió, pues estaba fascinado mirando a su alrededor. El lugar era completamente incongruente con el exterior de la casa. Bajo un emparrado reseco, que creaba extrañas formas de sol y sombra sobre el suelo de cuadrados adoquines, se abría una extensión de unos veinte pasos de ancho por treinta de largo. En algunos puntos del empedrado, rastros de tierra y sombras de humedad revelaban los puntos donde habían sido retiradas enormes jardineras. Ahora su lugar lo ocupaban unos grotescos muñecos de madera recién cortada, la misma que Josué había estado trabajando cuando ellos entraron un momento antes. Sancho comprendió en qué había andado tan atareado su amigo mientras él se afanaba en los ejercicios del herrero.

De las paredes colgaban varias panoplias, inclinadas bajo el peso de las armas que soportaban. Y entre ellas, algunos paneles de madera con extraños dibujos circulares cuya pintura aparecía aún fresca. Y sobre los adoquines del suelo alguien —Sancho supuso que Dreyer— había trazado complejas representaciones geométricas similares a telas de araña.

El herrero caminó con paso tranquilo hacia las panoplias de la pared, dando la espalda a Sancho. Recorrió pensativo con el dedo las espadas, los sables y las ballestas, hasta detenerse en un enorme arco de guerra, que tomó en sus manos.

—Las vidas de nuestros hijos son como flechas en nuestras manos, aprendiz. Para que sean útiles hay que impulsarlas lo más lejos posible. —La voz se le quebró un instante, antes de continuar—. Mi Joaquín no sabía el sacrificio que me estaba pidiendo cuando comprometió mi honor y el suyo haciendo esa promesa a un vulgar galeote.

—Vos no sabéis nada de mí —repuso el joven, sin poder reprimirse.

—¿Por qué te condenaron, aprendiz?

—Por ladrón.

—Y lo dices así, sin el más mínimo rastro de vergüenza en la voz.

—No puedo arrepentirme de haber robado para sobrevivir. La vergüenza no es más que un lastre, como esta argolla que os negáis a sacarme —dijo Sancho levantando el pie.

—Menudo bribón que me envió mi hijo —dijo el herrero meneando la cabeza.

—Tal vez lo único que pretendía es daros algo que hacer para que no os saltaseis la tapa de los sesos con una de esas pistolas.

El herrero tomó una flecha de la panoplia y la cargó en el arco, apuntando a Sancho. Éste mantuvo fija la mirada del herrero durante un instante interminable, mientras las moscas zumbaban como locas en el caluroso emparrado.

—¿Cómo te atreves, escoria? Debería atravesarte ahora mismo de parte a parte con esta flecha. ¿Acaso te crees que sabes quién soy yo?

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