En la cubierta contraria, sin embargo, reinaba un silencio absoluto. Los rostros no eran visibles, pero los tripulantes que aparecían sobre bordas y palos no hacían el menor ruido. El contramaestre lo advirtió con una creciente inquietud, pero no tuvo apenas tiempo de pensar en ello porque en ese momento el jabeque empezó a moverse. El contramaestre corrió hacia el puente, junto al capitán, que estaba inclinado sobre la carta mordisqueándose el labio.
—¡Señor! ¡Se ponen en marcha!
—Tengo ojos en la cara, contramaestre.
La sombra del jabeque ya se recortaba contra el cabo, formado en su mayor parte por una enorme pared de roca oscura de más de treinta metros de altura. Las olas rompían con fuerza allá donde la piedra se hundía en el mar, entre explosiones de espuma.
—No lo entiendo, señor. No han dado descanso a sus remeros. Se agotarán enseguida. No tiene sentido.
—Tal vez se hayan dado cuenta de que están a pocas brazas del reflujo al norte del cabo —dijo el capitán con una repentina mueca de ansiedad—. Tal vez confíen en que si nosotros esperamos ahora, se levante un poco de viento y ellos puedan soltar trapo.
—Eso es ridículo, señor.
—No pienso correr el riesgo. Dé la orden de boga, contramaestre. Los seguiremos hasta el mismo infierno, si es preciso.
—Pero señor...
La mirada severa del capitán abortó las protestas del joven marino, que se alejó humillado. Si de él dependiese daría al jabeque una hora de ventaja antes de emprender la persecución. No había una nube en el cielo, ni trazas de que el más mínimo soplo de aire fuese a favorecer a los perseguidos. El origen noble del capitán había conquistado su puesto, no sus méritos como marino. Por desgracia también era un hombre soberbio que jamás atendía a razones, y el contramaestre no tuvo más remedio que cumplir una orden que era a todas luces equivocada.
Los marineros apenas habían repartido un tercio de las raciones extraordinarias, y cuando interrumpieron su tarea y trotaron escaleras arriba con sus odres y sus ollas hubo una oleada de protestas. Los galeotes tenían tan pocas oportunidades de probar la carne y el vino —con excepción del día de Navidad y de la Ascensión— que anunciar su reparto e interrumpirlo era lo peor que se les podía hacer. Hubo peleas entre los últimos que habían recibido una ración y los que se habían quedado sin nada. El resto empezaron a chillar enloquecidos.
El Cuervo hubiera cortado las protestas de inmediato, pero seguía con la cabeza vuelta hacia lo alto de la trampilla y una mirada de estupor en el rostro.
—No durarán más de media hora —dijo, haciendo un gesto con el látigo hacia atrás.
—Son órdenes del capitán. Estamos muy cerca ya. Podríamos alcanzarlos en cuanto rebasemos el cabo —dijo el contramaestre sin poder disimular que no creía en absoluto lo que estaba diciendo.
El cómitre, chasqueando la lengua con fastidio —pues su comida también había sido interrumpida—, hizo restallar el rebenque en el aire.
—¡Ropas fuera, chusma del diablo! ¡Tenemos a los moros a tiro!
Sus palabras fueron seguidas por un silencio sepulcral. Los forzados desconocían la situación, pero mandarles arrancar de nuevo en aquel momento, después de dos sesiones de boga y con el calor infernal que hacía, era una locura. Muchos ni siquiera habían tenido tiempo de ponerse de nuevo los calzones. Otros seguían masajeándose los brazos doloridos o intentando descansar como podían sobre los bancos. A pesar del miedo que tenían al Cuervo, muy pocos hicieron ademán de coger el remo.
—He dicho ropas fuera —repitió el cómitre, bajando el tono de voz hasta convertirlo en poco más que un susurro helado, escupido entre los dientes apretados—. Estamos en combate, hijos de puta. Al primero que me dé una excusa, ni me molestaré en colgarle. Le meteré seis pulgadas en la tripa.
Dio un par de golpecitos sobre el sable de abordaje que se había colgado de la cintura aquella mañana. Las miradas de los galeotes, fijas sobre él, eran de odio crudo y primitivo, y el Cuervo sintió un ramalazo de miedo. Tendría que tener especial cuidado para no tropezar durante la refriega, o ni siquiera su despiadada reputación le libraría aquella vez. No con lo que estaba viendo reflejado en aquellos cuatrocientos ojos.
—Comeréis y beberéis de sobra dentro de un rato. Ahora remad, o como hay Dios que empiezo a cortar gargantas. Y empezaré por los que menos me gustan.
Miraba en dirección a Sancho cuando dijo esto. Hubo una breve pausa, hasta que el cómitre restalló de nuevo el rebenque en el aire y varios de los galeotes empezaron a adoptar la posición de boga. Enseguida lo siguieron los demás, y la
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arrancó de nuevo, con un ritmo lento pero firme.
Un cuarto de hora más tarde la galera maniobraba junto al cabo, tan cerca que los marineros podían ver los huevos sobre los nidos de las gaviotas. En ese momento los vigías alertaron de que el jabeque se detenía y recogía los remos. El contramaestre, ocupado en supervisar la profundidad y en evitar la presencia de escollos, no había seguido los movimientos del enemigo. Al ver aquello, no podía dar crédito a sus ojos.
Todos a bordo de la galera rugieron de alegría. Estaba claro que el jabeque iba a rendirse. El capitán se relamía ya por anticipado, con el rostro y el ánimo enfebrecidos de codicia. La captura de un barco intacto y con su tripulación completa les reportaría una cantidad aún mayor de lo que habían imaginado. Y estaba allí, detenido a poco más de cien brazas del cabo, con todos los remos alzados.
—Como una virgen abierta de piernas la noche de bodas —siseó el capitán—. ¡Boga de combate, contramaestre! Demostremos a esos infieles de lo que somos capaces. Para cuando lleguemos a su lado estarán besando cruces, si saben lo que les conviene.
—¡Sí, señor! —dijo el contramaestre, imbuido también del ánimo general. Casi cayó de bruces al bajar del puente. A regañadientes se reconoció a sí mismo que la desazón creciente que había sentido durante todo el día tenía que ver con el hecho de entrar en combate. El hecho de que el jabeque se rindiese había liberado toda aquella tensión y la había convertido en euforia, al igual que le sucedía al resto de la tripulación. Se asomó a la bajocubierta y gritó:
—¡Boga de combate! ¡Un último esfuerzo!
El Cuervo aumentó el ritmo, aunque tuvo que recurrir al silbato pues no era posible marcar los rápidos tiempos de la boga de combate sólo con la voz. En los bancos ya no quedaba ánimo para la protesta, ni siquiera ante aquella nueva e imposible exigencia. Metidos en faena, la resistencia colectiva se había diluido, ahogada por el sudor y las respiraciones entrecortadas. Los galeotes imprimieron a sus movimientos una velocidad que muchos no habían realizado más que en la semana de entrenamiento. Más de uno equivocó los tiempos y se partió la nariz o los dientes al bajar la cabeza mientras subía el remo. El Cuervo ignoraba a estos heridos, centrándose en aquellos que flojeaban. Era fácil identificarlos porque sus compañeros de banco protestaban enseguida, al notar que el peso en sus brazos se multiplicaba. Arriba y abajo de la crujía, golpeaba a ambos lados casi sin mirar, ganando en presencia lo que perdía en precisión.
Los aullidos y gritos de esfuerzo y dolor que subían de la bajocubierta quedaban ahogados por los de júbilo que se oían arriba. La
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casi había alcanzado la velocidad máxima, y su proa ya rebasaba el cabo. El contramaestre, en aquel momento de triunfo, tuvo un recuerdo apresurado para su padre. Qué orgulloso se sentiría cuando dentro de pocas semanas su hijo regresase a casa con el botín de aquella captura, con su primera victoria a cuestas.
De pronto, algo a bordo del jabeque llamó su atención. Encaramado a las jarcias, uno de los marineros tunecinos agitaba frenético una bandera roja. El contramaestre no entendía qué diablos estaba haciendo aquel hombre, hasta que se dio la vuelta, siguiendo la dirección en la que el moro hacía señales. Y un escalofrío de terror le recorrió la espalda, erizándole los pelos de la nuca. Quiso gritar, avisar a la exaltada tripulación que le rodeaba, mirando en dirección opuesta al peligro que se les venía encima, pero tenía la garganta atenazada por el miedo, como en una pesadilla en la que se pierde el uso de la voz. Se revolvió entre los marineros, y uno de ellos al volverse para protestar vio lo mismo que el contramaestre y chilló desesperado.
—¡Capitán! ¡Enemigo a la vista!
—Barco en rumbo de colisión, señor —consiguió articular el contramaestre, pero la voz le salió apagada y sin fuerzas.
Protegido de la vista de los perseguidores en la cala que había al norte del cabo, un segundo jabeque había aguardado oculto mientras el primero era perseguido durante todo el día por la
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. Con sus remeros frescos, ahora se lanzaban a toda velocidad en un curso que les llevaría a embestir de lleno el costado de la galera si no conseguían rectificar el rumbo. Llevaba recogidas todas las velas, y sobre la proa montaba un espolón de hierro forjado recubierto por una pátina verdosa.
En su conmoción, el contramaestre se asombró de la astucia de los tunecinos. Sabedores de que jamás podrían enfrentarse en combate directo a la
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, habían estado mostrándose durante varios días al borde del horizonte, atrayéndoles hacia una trampa mortal. Mientras que uno de los jabeques aguardaba en posición sumisa, fingiendo rendirse, el otro aguardaba a que los orgullosos españoles se aproximasen a reclamar su presa. Y justo en el momento adecuado, desde el barco cebo se hizo señales a sus compañeros para que lanzasen el barco contra ellos.
El pánico se extendió entre la tripulación, y paradójicamente eso hizo reaccionar al contramaestre, que intentó regresar al puente. Tuvo que abrirse paso a empujones, pues los preparativos del abordaje habían saturado el espacio libre.
—¡Deteneos! ¡Alto la boga! —gritó al pasar junto a la trampilla.
El capitán tenía el sombrero ladeado y una mueca de asombro ridícula, como la de un niño al que hubiesen privado de un dulce que le acababan de regalar. Gritaba al timonel las órdenes directamente, y el muchacho parecía confundido.
—¡Todo a babor, muchacho! ¡Todo a babor!
—¡Señor, he ordenado que den el alto!
—¡Maldita sea, no! ¡Tenemos que virar toda! ¡No podemos hacerlo sin impulso!
—¡Entonces nos alcanzarán de popa, señor! —replicó el contramaestre, que viendo cercana la muerte abandonaba su actitud pusilánime con aquel incompetente que les iba a condenar a todos—. ¡Ordenad que arrojen el ancla!
Mientras la discusión seguía en el puente, en el primero de los jabeques habían abandonado la farsa y decenas de berberiscos se asomaban por la borda, mostrando sus alfanjes y aullando como poseídos. Varios sacaron sus arcabuces y los descargaron contra el barco que se aproximaba. Aunque estaban aún lejos para acertar, consiguieron su propósito. Muchos de los marineros comenzaron a disparar a tontas y a locas, entorpeciendo la labor del resto.
Para entonces ya era demasiado tarde, pues la proa del enemigo se les echaba encima sin remisión.
E
n la bajocubierta, Sancho se frotaba los músculos doloridos, con los codos apoyados sobre el remo y la cabeza entre los hombros. La orden de alto había llegado unos instantes atrás, y todos se habían derrumbado, incluso el Cuervo había perdido la media sonrisa que jamás le faltaba en el rostro cuando hacía funcionar el látigo. Entonces uno de los quinteroles de babor, el lado de Sancho, comenzó a chillar despavorido. Se puso en pie sobre el banco e intentó alejarse del costado del barco, pero la cadena se lo impidió y cayó sobre el remo, abrazándolo. El cómitre se plantó junto a él, tan extrañado por aquella actitud que ni siquiera hizo ademán de levantar el látigo. Entonces el Cagarro también miró por su rendija de libertad, y el caos se desató.
—¡Un barco! ¡Nos va a embestir!
—¡Moriremos todos!
El Muerto y el Cagarro se pusieron también en pie y comenzaron a exigir que les soltasen los grilletes, tirando con fuerza de las cadenas y sollozando. Sancho, aterrado como los demás, iba a ceder al impulso de huir cuando Josué le tomó por el brazo.
«No. Ayúdame a sacar el remo.»
Sin comprender nada, el joven hizo caso a su amigo, que comenzó a tirar del remo pasando la punta por encima de la crujía. El Cuervo, aún conmocionado por todo lo que estaba sucediendo, vio como el remo se elevaba, invadiendo su espacio, y corrió hacia ellos.
—¡Basta! ¿Qué diablos hacéis, hijos de puta?
Soltó un latigazo a distancia que impactó de pleno la espalda de Josué. El negro no se inmutó y siguió tirando del enorme remo. Sancho se dio la vuelta justo a tiempo de ver como el cómitre le dedicaba una mirada de odio triunfal, tan enloquecido que no era capaz de entender la amenaza que se cernía sobre ellos.
—Ahora sí que la has hecho buena —dijo sonriendo. Sin pensarlo dos veces, guardó el rebenque en el cinturón y sacó el sable de abordaje.
Sancho comprendió que le habían dado al Cuervo la excusa que había estado buscando desde su enfrentamiento con el contramaestre, y supo que no saldría vivo de aquélla. Se dio la vuelta para encarar al cómitre. Puesto que ya no tenía que seguir fingiendo, al menos le mostraría a aquel cerdo repugnante que no le tenía miedo.
La maniobra del contramaestre no pudo llegar a ejecutarse completa, pero aun así evitó que el segundo jabeque les acertase en el centro del casco, como era la intención de los atacantes. Cuando el espolón les golpeó, lo hizo más cerca de la proa de la
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. Con la inercia del choque, los costados de ambos barcos se unieron unos instante después. Algunos de los españoles saltaron al barco rival, aunque eran demasiado pocos como para suponer un peligro real para los tunecinos, que los masacraron enseguida sufriendo pocas bajas. Luego los del jabeque volvieron a sacar los remos que habían recogido justo antes de la embestida, maniobraron hacia atrás y se alejaron para ver como la orgullosa galera, herida de muerte, se hundía poco a poco en el Mediterráneo.
De tan desapasionada manera es como alguien situado en lo alto del cabo de Marzán hubiese narrado el choque entre los dos buques. Sin embargo, para los que estaban en el cálido y pestilente vientre que era la bajocubierta de la
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, aquellos breves minutos que precedieron a su muerte fueron una pesadilla de horror indescriptible.