Podrían emprender una nueva vida, huir hacia Castilla o tal vez al norte. El camino sería difícil, mucho más al principio, pues no contaban con nada. Ambos estaban completamente desnudos, no tenían dinero ni amigos a los que recurrir, pero aquello también podía significar un nuevo comienzo.
Sería lo mejor para Josué. El negro había demostrado ser un hombre bueno e inteligente, que acababa de poner su destino en manos de Sancho. ¿Acaso tenía derecho a arrastrarlo a los locos planes que había trazado en la bajocubierta, a una batalla que era imposible ganar, a una ciudad en la que podían reconocerle y volver a encadenarle al remo? Tan pronto como ambos se hubiesen librado del pesado grillete del tobillo podían empezar de nuevo, escribiendo sobre una hoja en blanco. Conseguir ropa, luego dinero, nombres nuevos, dejar que pasase el tiempo suficiente para que les diesen por muertos. Y después cumplir por fin su sueño, cruzar el océano hasta las Indias.
Movió el pie derecho ligeramente, haciendo tintinear la argolla oxidada, y suspiró hondo. Podía sacarse el grillete, pero nunca apartaría de su memoria los recuerdos que le atenazaban como los pesados eslabones de una cadena. La sonrisa lobuna de Monipodio, el sonido cruel de la paliza a Bartolo, la mirada que Clara le había dedicado mientras los alguaciles lo arrastraban fuera de casa de Monardes.
Se volvió hacia Josué.
—¿Tienes idea de dónde estamos? ¿O dónde está el pueblo más cercano?
«He visto humo por allí al atardecer», dijo el negro, indicando hacia el oeste, por encima del cabo. Lejos.
—Vamos, pues. Tenemos que robar ropa y comida.
«¿Y después?»
—Primero cumpliremos el último deseo de un hombre muerto. Y después vengaremos a otro.
J
oachim Dreyer se desperezó, escuchando el reconfortante crujir de las vértebras del cuello. Ya había superado los cincuenta, pero al flexionar los brazos el tejido de su camisa de noche protestó. Aún había mucha fuerza en aquellos músculos.
Afuera todo estaba aún oscuro. No tomó nada para desayunar, pues le gustaba empezar el trabajo cuanto antes, aprovechando el frescor de la madrugada. Se despojó de sus ropas de noche, quedándose en calzones, y metió la cabeza en el pilón de agua, para despejar sus ojos legañosos y abrir sus fosas nasales a los olores de crin, salitre y azufre. Con las gotas de agua chorreándole por el poderoso torso, Dreyer entró en la forja. Tan sólo tenía tres paredes; donde debía haber estado la última, el pequeño taller se abría sobre el monte, como un mirador. Ahora sólo revelaba negrura, pero en una hora comenzaría el espectáculo.
Dreyer no quería perdérselo, de modo que se movió rápido. De un vistazo comprobó que no quedaba leña menuda en el cesto, así que volvió a salir y convirtió en astillas un par de leños de olivo. La madera era vieja y estaba seca. Formó con ella un manto sobre la fragua, y por encima colocó una capa de tres dedos de carbón vegetal. Tomó yesca y pedernal y encendió una tea, que arrimó al espaldín bajo la fragua. Prendió las astillas en varios puntos, pues la superficie superior debía encenderse de manera uniforme.
Dio unos instantes a las astillas para que obrasen su magia, mientras tomaba de un gancho en la pared su grueso mandil de cuero y los guantes. La superficie de la piel del mandil, antaño de color marrón, era ahora una amalgama de negros y grises. Agujeros en varios puntos marcaban los lugares donde la piel de Dreyer se había salvado de las pavesas que volaban de la fragua y las esquirlas al rojo que se desprendían del metal cuando lo percutía con su enorme martillo. Sin embargo, sus antebrazos revelaban un centenar de puntitos blanquecinos allá donde los guantes y el mandil no alcanzaban a cubrir. El herrero maldecía cuando se quemaba, pero cuando iba a la taberna le gustaba remangarse y lucir ufano aquellas cicatrices.
No es que acudiera asiduamente. Seguía siendo el extranjero, a pesar de llevar más de quince años viviendo en Castilleja de la Cuesta. Aquel pueblecito era poco más de un puñado de casas esparcidas sobre el monte que dominaba Sevilla al nordeste. Dreyer había llegado allí huyendo de un pasado que prefería olvidar, pero que volvía a atormentarle cada día. Tan sólo cuando los recuerdos le abrumaban demasiado cedía a la tentación de acudir al bebedero local, donde los vecinos le trataban sin afecto pero con deferencia. No en vano era un armero respetado, al que acudían a ver discretamente nobles y soldados que necesitaban espadas poco lustrosas pero efectivas. De las que no existen para enseñar, sino para matar.
El encargo en el que había estado trabajando las dos últimas semanas había sido especialmente complejo debido a la altura del cliente. «Algo poco habitual en esta tierra llena de pequeños bastardos», pensó Dreyer mientras pegaba el primer tirón de la cadena del fuelle. El chorro de aire encendió de carmesí la base de los carbones, y el herrero rezó un padrenuestro para no ahogar la llama antes de volver a tirar de la cadena con movimientos regulares. Siguió durante varios minutos, hasta crear una manta incandescente.
La hoja reposaba envuelta en trapos para evitar la humedad. En aquella etapa del proceso cualquier pequeño cambio podía afectar al corazón del material, pues aún no había alcanzado el punto en el que el metal se cerraba sobre sí mismo. Dreyer la sopesó con cuidado, y contuvo en sus labios una blasfemia. Había un ligero desequilibrio que podría traerle problemas durante el templado. Ya había forjado la hoja dos veces, y no podía hacerlo una tercera sin arriesgarse a hacerla demasiado blanda.
La longitud de una buena hoja, sumada a la del brazo, debía igualar la altura del que la empuñaba. Aquél era el problema con quienes tenían los brazos y piernas tan largos como su cliente, un espigado capitán de barco que parecía más de su tierra natal, Flandes, que de la que ahora era su patria adoptiva.
«Quizás la madre se zumbó a un buen y honesto flamenco a espaldas del marido. Pasa mucho con estas gentes del mar. Pero si es así se las apañó bien, porque el condenado salió moreno y cetrino.»
Dispuso una capa de cenizas sobre los carbones encendidos para evitar que el contacto directo formase burbujas en la superficie metálica. O aún peor, que le diese ese color negruzco con el que salían las hojas de los malos herreros, a las que no importaba cuánto pulieses, que negras quedaban.
«Claro que mi Joaquín salió moreno y menudo como la madre y yo no la dejé ni a sol ni a sombra», pensó Dreyer sonriendo con tristeza mientras colocaba la hoja sobre las cenizas con sumo cuidado. Su mujer había muerto hacía muchos años, y su hijo había seguido precisamente el camino del mar. Regresaría dentro de unos meses, cuando el invierno hiciese la guerra impracticable, y ambos volverían a sentarse junto a la chimenea a beber y a jugar al ajedrez en silencio, mientras el viento arreciaba contra los postigos de las ventanas. En aquellos momentos no era feliz —ese estado no lo había alcanzado desde la muerte de su esposa, ni creía volver a alcanzarlo jamás—, pero la paz y la serenidad que sentía eran lo bastante parecidas a la felicidad como para que la diferencia no importase demasiado.
En pocos minutos el calor comenzó a contagiar al metal un tenue resplandor, pero el herrero no miraba ya hacia su creación, sino a la de un Forjador más grande que él. En la pared abierta del taller había comenzado el espectáculo al que consagraba sus mañanas. El sol había asomado ya en el horizonte, recortando la silueta del monasterio de la Trinidad. Despacio, casi con pereza, la luz se derramó por el valle que formaba el Betis, tiñendo de oro las murallas de Sevilla y de escarlata sus miles de tejados. Escaló también hacia Castilleja, despertando a La Rinconada y Santiponce. Rozó apenas las ruinas de Itálica —esa ciudad que los romanos defendieron a golpe de gladio, el arma que más había matado en la historia de la humanidad— antes de alcanzar la cima del monte y arrojar los primeros rayos al interior de la forja. Allí los recibió Dreyer con su propia hoja levantada y humeante, el brillo de sus bordes afilados rivalizando con el sol.
Por un momento el herrero fantaseó con que los antiguos tuviesen razón y las espadas pudiesen imbuirse con la magia de los elementos. Muchos antes que él habían creado sus armas a la luz de la luna llena, o envuelto sus materiales en hierba fresca recogida durante el crepúsculo. Dreyer se engañaba a sí mismo pensando ser un hombre práctico, que creía más en el azufre que espolvoreaba sobre el metal al rojo que en luces místicas. Sin embargo se santiguó tres veces antes de colocar la hoja de nuevo sobre el yunque. Debía corregir ese desequilibrio que tenía la hoja por culpa de su longitud, y debía hacerlo de un solo golpe.
Alzó el martillo, que también quedó bañado por la luz, con su basta y roma cabeza vibrando en las tensas manos del herrero. Fijó sus ojos en el punto que quería corregir, y ordenó a la herramienta que se dirigiese allí, allí y a ningún otro sitio. Por un momento su brazo fue quince, tal vez veinte años más joven. No hubo duda ni vacilación, y el martillo cayó trazando un arco perfecto. Hubo un sonoro estallido que se extendió por la aldea fundiéndose con el canto de los gallos.
No había un momento que perder. Tomando las tenazas, sumergió la hoja en el pilón de agua. Hubo una llamarada sobre la superficie y un chorro de vapor, pero Dreyer no esperó y retiró la hoja enseguida. Con el primer baño había retirado una gran parte del calor, pero ahora debía darle a la espada su tratamiento especial, ese que le confería una elasticidad especial a sus armas y que le había convertido en un gran artífice. Dio un rápido vistazo por encima del hombro, celoso de su secreto, antes de sumergir la hoja en el cubo que había bajo el pilón. Repleto de orina de burra, aquel cubo era esencial en su tarea. Por alguna razón debía proceder de animales hembra, aún mejor si estaban embarazadas. Dreyer había pagado cien escudos a un viejo artesano toledano para que le revelase ese y otros secretos del oficio dos décadas atrás, cuando la primera etapa de su vida se acabó y decidió cambiar de profesión. Lo que hacía ahora no estaba tan lejos de lo que hizo entonces, y aquel secreto bien pagado le había permitido ganarse la vida.
La hoja siseó al entrar en contacto con la orina, y una vaharada amarillenta hizo lagrimear los ojos del herrero. El olor era repugnante, pero no apartó el rostro. Al cabo de un minuto sacó la hoja, dándole un último baño en una cubeta de aceite.
Volvió dentro de la casa y fue hasta la cocina. Cogió pan, chorizo y queso, que colocó con cuidado sobre un paño. También una manzana tardía, algo arrugada pero muy dulce. Cogió los cuatro picos del paño, que quedó marcado por el hollín de sus dedos, y caminó de vuelta hasta la fragua. El suelo acababa a poca distancia de la falda del monte. Con los pies colgando por encima de un arbusto de romero, Dreyer dedicó la siguiente hora a desayunar con calma, dándole tientos a una bota de vino.
Mientras saboreaba los alimentos, comenzó a pulir la espada. Primero le sacó el aceite con el mismo trapo en que había llevado los alimentos de la cocina, y después tomó el esmeril para repasar los filos. Allá donde su mano encontraba la más mínima desviación o resistencia, insistía una y otra vez. Prestó especial atención a la punta, a la que sometería al día siguiente a un último calentamiento en la fragua para dotarla de especial dureza, introduciéndola directamente en los carbones durante dos credos y tres avemarías.
Terminó de bruñir el metal con un cepillo hecho de ásperos pelos de jabalí, y vaciló antes de hacer su comprobación final. Ahora sabría si el golpe que había dado unos instantes antes había sido certero. Sostuvo la hoja a ocho dedos de la espiga. El metal se balanceó un poco antes de quedar en perfecto equilibrio. Cuando hubiese montado la empuñadura, habría que repetir la prueba a la mitad de esa distancia.
Dreyer sonrió con el orgullo satisfecho del artesano que ha creado algo hermoso a pesar de las dificultades. Sostenía la hoja frente a su nariz, con la punta en dirección al valle para comprobar que la acanaladura era perfectamente recta, cuando las dos figuras aparecieron al fondo del camino.
Al principio no pudo distinguirlas bien, pues el sol estaba todavía muy bajo, pero no le resultaban familiares. Ambos se acercaban caminando, y no parecían llevar nada en brazos ni a cuestas. Que eran dos hombres era evidente, por su manera de moverse, pero no supo distinguir nada más hasta unos minutos más tarde, cuando los desconocidos se aproximaron. Le parecieron un hombre y un niño, aunque enseguida se dio cuenta de que el niño era un muchacho más bien alto y el hombre un negro descomunal. Los perdió unos instantes cuando una huerta de naranjos los ocultó, pero al salir de ella le quedó claro que eran extraños. Conocía de vista a todos los habitantes de Castilleja y a buena parte de los buhoneros y comerciantes que subían hasta allí. El Camino Real serpenteaba al pie del monte, así que nadie pasaba por el pueblo a no ser que desease hacerlo.
Cuando los dos extraños llegaron a la bifurcación dudaron un rato, aunque el joven se subió a unas rocas y se llevó la mano a los ojos para estudiar sus alrededores. Cuando miró en dirección a la fragua, llamó al otro y señaló directamente hacia allí.
Dreyer se sorprendió. La casa del herrero estaba en la parte más alta, apartada a dos tiros de piedra del grueso de la población, así que cualquiera que tomase la senda desdibujada que ascendía hasta su propiedad debía ir a buscarle a él. Según se acercaban, vio que ambos vestían poco más que harapos. Clientes no eran, eso seguro. Tampoco parecían peligrosos, ni aquellos andrajos podían ocultar muchas armas. Por si acaso cogió el mazo mientras salía al camino a recibirlos.
Doblaron la última vuelta del camino cuando Dreyer les gritó, asomado por el borde del terreno.
—¿Quiénes sois y qué queréis?
Los extraños se detuvieron y el joven alzó su rostro hacia él. Estaba a más de treinta varas de distancia, pero aun así el herrero percibió su rostro serio.
—Yo soy Sancho de Écija y éste es Josué. ¿Sois vos Dreyer el herrero, señor?
—Así me llamo —respondió el aludido con cautela.
—Venimos a traerle noticias, maese Dreyer, y nos gustaría acercarnos un poco más.
El herrero escrutó a sus extraños visitantes. Ambos tenían un rostro amable, pero él era un perro demasiado viejo como para fiarse de aquel detalle. Llevaban el pelo muy corto, la piel quemada por el sol, y ambos se habían envuelto los pies con trapos mugrientos hasta media pantorrilla, a pesar del calor que hacía en aquella época del año. Y el negro llevaba grabada a fuego en la mejilla la clásica marca de la esclavitud. Debían de ser bandoleros, criminales fugados o galeotes. Gente peligrosa y desesperada.