—¿Qué se supone que debo hacer con eso? —preguntó Hazán Bajá, mirando los papeles como si el fraile hubiese arrojado una cobra sobre sus almohadones.
—Son cartas de cambio de bancos genoveses, mi señor. Son tan buenas como dinero en efectivo.
—Tal vez en Argel, fraile, pero a todos los efectos este barco está ya en Constantinopla. Más os vale traer los quinientos escudos en oro antes de una hora. Estamos a punto de zarpar —dijo Hazán Bajá, despidiéndole con un gesto.
Fray Juan ni siquiera se permitió echar una mirada al prisionero, a pesar de que éste hizo gestos para llamar su atención. De pronto una terrible fatiga se apoderó de él, y el reúma le dolió más que nunca. Tendría que desandar el camino hasta las tiendas de la parte alta del mercado, reunir a varios cambistas —pues sería difícil que uno solo de ellos tuviese tanta cantidad de escudos—, y pagar por el cambio un altísimo interés que causaría un descubierto en sus mermadas cuentas. Luego habría de volver a bajar a la carrera hasta el muelle, abriéndose paso por entre la sudorosa multitud, y todo ello a pleno sol y prácticamente en ayunas. Y lo peor de todo es que sería seguramente inútil, pues todo aquello le llevaría más de una hora.
«Hijo, espero que valgáis todo este esfuerzo», pensó el fraile, poniéndose en marcha con su andar renqueante.
El fraile tardó más de dos horas en regresar, y desesperaba de encontrar en su lugar la enorme galera de Hazán Bajá. La marea alta había llegado, pero por algún motivo el navío seguía en su sitio, y el cadí abroncaba enfurecido a uno de sus capitanes, al que golpeaba con una escobilla para espantar moscas, hecha de sándalo y pelos de búfalo. El capitán se había arrojado a los pies de su amo, y con cada golpe su espalda desnuda se iba cubriendo con los pelos que se desprendían del espantamoscas. La escena hubiera resultado cómica de no haber tenido el abrupto final que tuvo.
—Lleváoslo y arrancadle las orejas —dijo el cadí a sus guardias—. Así la próxima vez no olvidará estibar una carga que debería llevar horas en la bodega.
Se volvió hacia fray Juan con una mueca inhumana en el rostro, que gradualmente enmascaró de nuevo tras su apariencia indiferente.
—Habéis tenido suerte, fraile. —Le hizo una seña a un criado, que recogió la pesada bolsa que le tendió fray Juan—. O más bien la ha tenido vuestro nuevo amigo.
Otro de los guardias libró al prisionero de los grilletes y las cadenas, y le tiró salvajemente del pelo para ponerlo en pie.
—¿Podéis caminar? —susurró el fraile al prisionero, tendiéndole la mano.
Éste asintió, pero no rechazó la ayuda que le ofrecía. Tomados del brazo bajaron la pasarela y cruzaron el muelle, en un recorrido que al fraile le pareció eterno. Finalmente llegaron junto al caño de una fuente que había a la entrada del puerto, agua limpia que bajaba de un riachuelo más allá de las murallas de la ciudad. El pobre hombre se dejó caer allí mismo. Bebió hasta que tuvo la tripa tan hinchada como un sapo, y aún mantuvo la cabeza un buen rato bajo el caño, como si no le bastase el agua que había ingerido.
—¿Qué día es hoy? —consiguió preguntarle al fraile cuando hubo recuperado las fuerzas. Y al instante se echó a llorar, sin poder contenerse.
—19 de septiembre de 1580.
—Santo cielo —dijo el soldado, enjugándose las lágrimas—. Nueve meses en esa mazmorra. Sin luz, sin más que un dedal de agua al día. Bendito seáis, padre.
—Recordad siempre este día, amigo. Y haced que los que os resten de vida merezcan la pena —dijo fray Juan.
Miguel de Cervantes asintió y le dio su palabra más solemne de que así lo haría.
Diez años después, el viejo soldado, convertido ahora en comisario de abastos del rey, se hallaba inmerso de nuevo en una batalla a vida o muerte, aunque de naturaleza algo distinta. Los enemigos le acosaban por dos flancos, tenían mejores armas e iban a por él de manera descarada.
Miguel no hubiera salido bien librado de aquella habitación de no haber sido porque en ese momento entró un muchacho alto y delgado, de penetrantes ojos verdes, vestido de negro de pies a cabeza. Tomó asiento a su lado y dijo...
D
adme cartas, si sois tan amable.
El tahúr tomó la baraja y la extendió sobre la mesa para mezclarla mejor, mientras estudiaba a Sancho sin el más mínimo reparo. El joven sonrió, fingiendo inocencia. Había entrado en el garito sin la espada, como era costumbre, y el calor le hizo abandonar pronto el jubón, que colocó sobre el respaldo de la silla. También sacó una abultada bolsa con las costuras a punto de estallar, que despertó un relámpago de codicia en la mirada del dueño del local.
Se había informado bien sobre aquel lugar y su media docena de mesas de juego, de las que la única que le interesaba era la del medio, aunque no era la primera vez que estaba por las inmediaciones. Hasta allí había seguido a Bartolo, en una de sus misteriosas salidas de los jueves, en lo que ahora a Sancho le parecía otra vida. En aquel lugar el enano había perdido fortunas, y se habían gestado los acontecimientos que habían dado con Bartolo en la tumba y Sancho en galeras.
Allí tenía su centro de operaciones el hombre que había contribuido a causar la ruina de ambos. Gonzalo Ramos, apodado el Florero entre los hampones por las flores o trampas que era capaz de colar a los incautos, aunque nadie que no perteneciese a la cofradía se atrevería a llamarle así a la cara o delante de gente honrada. Era un hombre de aspecto anodino, ni joven ni viejo, ni alto ni bajo. Su carácter era tan cambiante como su juego, y lo iba amoldando a las personas que tenía enfrente. Podía ser alegre y festivo, como si estuviese derrochando el dinero en aquellos envites. Podía fingir cautela y respeto, como si no pudiera permitirse perder un maravedí y encontrase ofensivo incluso el hecho de ganar alguno. O podía mostrarse nervioso y abrumado, como si los vaivenes de la suerte le llevasen en una barquichuela zarandeada por las olas. Todas eran caras del mismo personaje, que sabía jugar según conviniese, y contra ellas se había preparado Sancho escuchando bien a Zacarías.
—Para hacer mella en Monipodio debes derribar al Florero. Es uno de sus mayores apoyos, pues controla las deudas de juego de media Sevilla y sabe cómo conseguir el favor de quien es alguien en esta ciudad. No será la primera vez que un juez se deje caer por su garito de la calle Jazmines y encuentre una racha de buena suerte inesperada, justo el día antes de una audiencia importante.
«¿Cómo le asaltaremos?», preguntó Josué.
Sancho meneó la cabeza.
—Eso no funcionaría. Si le robamos dinero, simplemente ganará más. Tendremos que golpearle donde más le duele. Hay que destaparle como el fullero que es.
«Pero eso tendrás que hacerlo a cara descubierta», protestó el negro, reacio a que su amigo corriese el riesgo.
—También podríamos mandarle al otro barrio —intervino uno de los gemelos, sin demasiado empeño. Sabían que esa propuesta era siempre rechazada, aunque ellos seguían intentándolo.
Sancho pensó detenidamente en lo que había dicho Zacarías. La noche era un territorio en el que resultaba cada vez más difícil cazar a los secuaces de Monipodio, y se acercaba el momento en el que tendría que buscar la confrontación directa con él, para lo cual tendría que aumentar aún más la presión. Aquélla era una buena oportunidad, y valía la pena el peligro que supondría.
Tan sólo necesitaba un buen plan.
La calle Sierpes, la más famosa de Sevilla, era un lugar donde podías encontrar cualquier cosa, desde armas de bella factura hasta joyas deslumbrantes. A Sancho sólo le interesaba una cosa en Sierpes, y era un edificio de una sola planta de cuyo sótano salía un fuerte olor a carbón y resina. Entró y encontró una pequeña habitación con un mostrador, ahora desatendido, y un gran ruido que provenía del sótano. Descendió los escalones y se encontró en mitad de un enorme barullo de máquinas, mesas y gente. En un extremo de la habitación varios aprendices removían ollas burbujeantes, mientras otros machacaban en almireces extrañas mezclas que iban echando a la cocción. En el centro, varias personas rodeaban una prensa manual que iba cayendo sobre unas planchas de cartón duras y finas. En una mesa apartada otros aplicaban una capa de barniz sobre las planchas, y luego las cortaban en pequeños fragmentos rectangulares usando un afilado troquel.
En el centro de aquella marea había un ser contrahecho y deforme que volaba de una mesa a otra derrochando una energía inagotable. A pesar de su joroba y de tener un brazo más largo que otro, Pierres Papin tenía un rostro agradable y fama de buen amante. Aunque había nacido en París, llevaba tantos años viviendo en Sevilla que soltaba tres
ozú
por cada
mondié
y dos
arfavó
por cada
sacreblé
.
Papin también era el impresor de cartas más famoso del mundo. Españolas, napolitanas o francesas, sus barajas se exportaban a toda Europa. El jorobado tenía gran habilidad para los negocios, lo cual pasaba por besar con ahínco el culo de los monarcas europeos, a los que dedicaba ediciones especiales de sus barajas. En ellas aparecían ataviados como ases y reyes, siempre de espadas. A diferencia de ellos, Papin sabía muy bien que el palo más valioso de la baraja es el de oros, y ése era el que con más acierto jugaba.
Aunque sus mazos, envueltos en perfectos paquetes de papel de estraza con marca de agua y sellados con el famoso lacre rojo de Papin llegaban hasta las Indias, su mayor fuente de ingresos estaba en la ciudad de Sevilla. Por toda la ciudad había garitos de juego, y las timbas se organizaban incluso en plena calle, empleando una caja de madera y cuatro piedras para sentarse. A dos escudos la baraja, este comercio habría convertido al jorobado en un hombre muy rico si no fuese víctima de su propia mercancía.
—¿En qué puedo ayudaros, señor? —preguntó Pierres Papin, volviéndose hacia Sancho.
El joven se lo explicó. Al principio la cara del impresor sólo había mostrado indignación, hasta que Sancho mencionó a Gonzalo Ramos, el Florero.
—¿Qué os sucede? ¿No son de vuestro agrado? —se mofó el tahúr, al ver el asco con el que Sancho miraba los naipes que le acababa de repartir.
—Estas cartas están sucias y sudadas —dijo Sancho sin dignarse a tocarlas.
Sus compañeros de mesa asintieron con gravedad. El joven había escogido bien el momento para asegurarse de que quienes estuviesen allí fuesen gente de cierta importancia. Ninguno de ellos se había presentado, y en el garito no se usaban nombres, pero Sancho había estudiado bien el terreno. En aquellos momentos, a su alrededor había un funcionario de la Casa de la Contratación, un diácono vestido de calle y un comisario de abastos. El tahúr y Sancho completaban el quinteto necesario para la veintiuna, que era el juego de moda últimamente en Sevilla. No era un juego de caballeros, pero esas consideraciones no se llevaban muy a la práctica en el garito del Florero, un lugar que olía a humo de velas y serrín.
Sin embargo, el estado de las cartas sí que era algo que siempre se tenía en cuenta, y más cuando el cambio lo solicitaban clientes de calidad. La bolsa repleta que Sancho había colocado sobre la mesa, y de cuyo contenido el tahúr estaba deseando apropiarse, le identificaba como tal. Con un gesto elegante, el Florero se levantó y fue hasta un armarito situado a su espalda. Sacó una llave que llevaba colgada al cuello y lo abrió de par en par, desvelando tres pilas de mazos de cartas.
Tomó dos de la parte superior y se los mostró a sus compañeros de mesa, uno por uno, con el sello de Papin boca arriba. Cuando todos hubieron asentido con aprobación, el tahúr rompió los sellos con los dedos, y pequeños fragmentos de lacre cayeron sobre la mesa. El Florero los barrió con el mismo movimiento de la mano que le sirvió para extender las cartas. Retiró el cartón del impresor, y comenzó a barajarlas a toda velocidad.
—Vos cortáis —dijo pasándole la baraja al jugador de su derecha, que era el funcionario de la Casa. Lo seguían el comisario, Sancho y el diácono. El último era el tahúr, por ser el que repartía. Entregó tres cartas a cada uno y puso otras tres descubiertas sobre la mesa.
Un siete de copas, una sota de bastos y un tres de espadas.
El funcionario miró las cartas detenidamente sacó un cuatro de oros. Lo juntó con el siete y la sota.
—Veintiuna —dijo antes de apropiarse de las cartas y colocarlas en un montoncito junto a las suyas.
El Florero asintió, le dio una carta al funcionario y colocó otras dos sobre la mesa. El objetivo del juego era ligar veintiuna sumando las cartas de las que uno disponía y las que había sobre la mesa. Las figuras valían diez, y el as once. Cada vez que alguien cantaba veintiuna sumaba un punto, aunque serían tres si era capaz de hacer un ligue doble, algo difícil. La parte más emocionante del juego era que, tras cantar y recibir cartas, el jugador que se acababa de anotar un punto podía escoger cambiar sus naipes por los de cualquiera de sus compañeros de mesa. Aquello solía compensar, ya que de esa manera se tenía una mayor visión del juego y la posibilidad de deshacerse de las peores cartas, que solían ser los doses y los treses. Las figuras y los sietes se consideraban las mejores bazas.
—Cambio —dijo el funcionario señalando a Sancho.
El joven le cedió las cartas y tomó las que el otro le ofrecía. Desde luego había salido perdiendo, porque le había entregado un seis y dos sietes y había recibido a cambio un par de cuatros y un cinco. Cuando llegó su turno no había ninguna combinación posible que sumase veintiuna, así que tuvo que pasar. No fue hasta la tercera mano que consiguió ligar veintiuna, y para entonces tanto el Florero como el funcionario llevaban un tanteo muy alto. Aquella ronda se cerró con victoria del funcionario, al que todos pagaron un escudo religiosamente.
—Enhorabuena, señor. Un acertado cambio en la quinta mano —lo felicitó el diácono.
—Me habéis robado un par de caballos que podrían haberme dado la partida. Bien visto —dijo el Florero.
Era mentira. El tahúr le había dejado ganar dándole carrete para que se confiara, pero Sancho se guardó mucho de decir nada.
Una camarera de escote pronunciado les sirvió una jarra de vino, lo que todos agradecieron porque el calor era cada vez mayor y la emoción del juego contribuía a resecarles la garganta. Sancho se fijó en que la camarera llevaba el vaso del tahúr ya servido, y supuso que el suyo iría muy rebajado, no como el de los demás.