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ray Juan Gil intentaba abrirse paso por las abarrotadas calles del centro de Argel, en ruta siempre descendente hacia los muelles. Caminaba cojeando, pues el reúma había hecho mella en su cansado cuerpo, y con cada paso la bolsa que llevaba al costado se balanceaba arriba y abajo. La apretó con fuerza para evitar el balanceo, pues en su interior había una auténtica fortuna. Aquello le hacía sentir incómodo. Aunque la figura de los frailes trinitarios era intocable en la ciudad, el clima enrarecido que agitaba Argel en los últimos tiempos podría favorecer cualquier cosa.
La hambruna más salvaje se había apoderado de la ciudad, y cada día morían desfallecidas más de cuarenta personas. Los que más sufrían la escasez eran los esclavos cristianos, en su mayoría prisioneros de guerra a los que los turcos habían apresado en el mar. Su situación, normalmente mísera, era en momentos como los de aquella hambruna ciertamente desesperada. Uno de ellos caminaba en dirección a fray Juan, perseguido por unos chiquillos que le arrojaban piedras y excrementos y le gritaban en español.
—¡Don Juan no venir! ¡Aquí morir, cristiano! ¡Aquí morir!
Se referían a don Juan de Austria, hermano del rey Felipe II, el que fuera capitán general de la marina española y que había muerto recientemente. Los turcos le odiaban profundamente tras la derrota que don Juan les había infligido en la batalla de Lepanto, de la cual aún no se habían recuperado.
Los esclavos andaban casi todos sueltos por la ciudad, sin otro distintivo que un grillete en la muñeca derecha. El que caminaba en dirección al fraile lo hacía con la cabeza gacha, arrastrando una carga de leña, seguramente hacia casa de su amo. Al cruzarse con fray Juan, el esclavo reconoció enseguida el hábito negro de los trinitarios y abrió mucho los ojos, dedicándole una mirada de súplica tan conmovedora que a fray Juan se le rompió el corazón. Había visto esa mirada muchas veces, los mismos dedos de uñas rotas y ennegrecidas tenderse hacia el borde de su manto, sin atreverse nunca a rozarlo, como si no creyesen en la visión que tenían delante de sus ojos.
Los frailes trinitarios habían tomado sobre los hombros de la orden la pesada carga de liberar a cuantos cristianos pudiesen de la esclavitud en tierra de infieles, y Argel era el lugar donde tenía lugar buena parte de la tarea. Cada semana un grupo de frailes se hacía a la mar en España, con los nombres de un grupo de cautivos y la cantidad que sus captores pedían por su rescate. El dinero procedía de las familias de los prisioneros, que en muchas ocasiones tenían que endeudarse hasta las cejas para rescatar a sus seres queridos. Otra parte provenía de las donaciones que hacían a la orden los ricos y potentados de toda la cristiandad, a cambio de misas por la paz de sus almas. Los frailes aceptaban gustosos cada donativo, puesto que cada escudo era necesario para saciar las crecientes ansias de efectivo de los turcos.
Por supuesto, el dinero no alcanzaba para todos. Por eso fray Juan Gil apartó la vista al cruzarse con el esclavo.
—Padre... por el amor de Dios... tengo mujer e hijos en Toledo... —dijo el hombre con la voz quebrada.
Fray Juan apretó el paso. No quería alimentar las esperanzas del pobre desgraciado. Había rescatado a bastantes prisioneros como para saber que lo peor del cautiverio no es la perspectiva de la muerte en prisión, como muchos creen erróneamente, sino una esperanza frustrada. Los turcos lo sabían muy bien, y en ocasiones practicaban un juego cruel por pura diversión. Llevaban a alguno de sus prisioneros hasta la casa de baños, lo arreglaban y lo vestían, diciéndole que lo iban a liberar. Lo llevaban hasta el muelle, y cuando estaba a punto de subir a un barco, volvían a cargarlo de cadenas y le contaban que todo había sido una broma. El instante en el que la esperanza se quebraba en mil pedazos en el rostro del prisionero provocaba grandes risas a los turcos, que aguardaban el momento con gran expectación. Pocos prisioneros sobrevivían a aquella crueldad. Se dejaban morir, o se arrojaban al mar desde las rocas que rodeaban la ciudadela amurallada.
El esclavo se perdió de vista, y fray Juan musitó una apresurada oración por él. Ya casi llegaba al muelle, y no podía perder tiempo. El barco de Hazán Bajá podría zarpar en cualquier momento.
No le fue difícil encontrar la enorme galera de velas rojas, al final del muelle, donde el calado era mayor. El nutrido grupo de cordeleros, nigromantes y prostitutas de los que merodeaban habitualmente por el puerto desaparecía abruptamente a pocos pasos de la embarcación, donde una línea de jenízaros armados con enormes lanzas impedía el paso. El fraile saludó con la cabeza al que llevaba el turbante blanco, que le distinguía como capitán. Éste hizo un movimiento imperceptible y dos de sus subordinados se hicieron a un lado al instante, abriendo una puerta a fray Juan, que se encontró enseguida en la pasarela de acceso al barco.
Contuvo su aprensión antes de poner un pie sobre la embarcación, sobre cuya borda se había derramado la sangre de tantos cristianos. El fraile contaba ya cuarenta y cinco años, veinte de ellos al servicio de Dios, más de una década yendo y viniendo de tierra de infieles. Era un hombre valiente, pero aun así se enfrentaba a alguien tan amoral y repugnante que le provocaba escalofríos. Aquélla sería la decimosexta vez que se viese las caras en una negociación con Hazán Bajá, y aún no tenía claro si aquel ser era humano o un engendro salido del infierno y disfrazado como tal.
La cubierta de la galera estaba tan firme como un castillo en mitad de la meseta. Hazán era muy estricto con sus capitanes cuando se encontraba a bordo, y nada quedaba al azar. La madera relucía, las velas brillaban sin el más mínimo remiendo, y el camino hacia el toldo al pie del castillo de proa donde reposaba el regente de Argel estaba cubierto por una alfombra. Fray Juan anduvo junto a ella, por miedo a pisarla con sus sandalias polvorientas. Al llegar junto a Hazán hizo una reverencia, que trataba de ser a la vez respetuosa para con su anfitrión y digna para con su propia condición religiosa. No era un equilibrio sencillo de conseguir, y el resultado fue una contorsión extraña.
Hazán no pareció advertirlo. Estaba muy ocupado seleccionando granadas de una cesta que sostenía un esclavo. Las abría con un fino cuchillo de oro, mordisqueaba un poco para ver si estaban dulces y arrojaba por la borda las que le desagradaban. Tendido sobre almohadones de seda, llevaba como siempre el rostro lampiño y los párpados pintados de bermellón, lo que resaltaba sus ojos grises. Para un turco sería una combinación extraña, pero no lo era para un turcópolo, un converso como era Hazán Bajá. Había nacido en Génova hacía tres décadas, había sido hecho prisionero hacía nueve años. Como es tradición, los captores ofrecieron al grupo de cristianos la libertad, siempre y cuando abrazasen la fe del Profeta. Tan sólo hubo un hombre que levantó la mano, un joven artillero al que los demás cristianos miraron con desprecio.
—No lo hagas, muchacho. Te cortarán un pedazo del rabo, y si sobrevives irás al infierno —le susurró el que estaba a su lado.
Fabrizio le ignoró. Ya era un solitario por derecho propio dentro de la tripulación, alguien que no confraternizaba con los demás, que jamás probaba el vino ni cantaba con sus compañeros, prefiriendo enfrascarse en la lectura de los libros que llevaba en el morral. Muchos escupieron a su paso mientras Fabrizio se levantaba y caminaba hacia el turco que procedía a quitarle sus cadenas.
El renegado se había revelado tan brillante como cruel, tan ambicioso como implacable. Amparado por la igualdad de oportunidades que los turcos conceden a los conversos, había escalado a lo más alto dejando un largo rastro de cadáveres por el camino. Nueve años después de que sus compañeros lo cubrieran a escupitajos, Hazán era el cadí de Argel, mientras que todos los que había dejado atrás en aquella bodega asfixiante habían muerto en prisión. En muchos casos con la ayuda del propio Hazán, que gustaba de romper todo vínculo con su pasado. A los miembros de aquella tripulación no había logrado encontrarlos ningún fraile trinitario, como el que ahora se postraba delante de Hazán Bajá.
—Ah, mi buen fray Juan Gil —dijo el cadí, reparando al fin en la presencia de su visitante—. ¿Habéis venido a despedirme?
—En efecto, majestad. Quería presentaros mis respetos por última vez antes de que os marchaseis a Constantinopla. Lamentaré mucho vuestra ausencia —mintió el fraile con total descaro.
Había una máxima que fray Juan había aprendido de las enseñanzas de Mahoma, y era que mentir al enemigo no es pecado. Hazán Bajá había sido el gobernante más despiadado de Argel en toda su historia. Había ordenado ejecutar a centenares de personas, exprimido al pueblo y ejercido el poder con el único objetivo de llenar sus cofres y levar anclas con destino a Constantinopla, donde sus licenciosas costumbres y su pasado de converso fuesen vistas con mejores ojos.
«Por muy lejos que huyas llevarás el infierno contigo, muchacho. Y éste te engullirá antes o después», pensó Fray Juan.
Hazán parecía capaz de leerle los pensamientos, pues le dedicó una mirada penetrante con sus ojos pintados, para luego volver a centrar su atención en las granadas. El jugo de la fruta le resbalaba por la mandíbula y le empapaba la mano. De tanto en tanto la dejaba caer a un costado, donde un esclavito moro arrodillado le chupaba los dedos hasta dejarlos limpios. El morito no debía de tener más de ocho o nueve años, y fray Juan sintió un arrebato de lástima por él, pues sabía el destino que le aguardaba cada noche en los aposentos privados del cadí. Pero por odiosa que fuese la escena, no podía hacer nada por aquel niño. Por quien sí podía hacer algo era por el hombre que había ido a salvar.
—Majestad...
—¿Aún seguís aquí?
—Majestad, hay un último asunto que desearía tratar con vos. Me han dicho que vais a llevaros con vos a algunos de vuestros esclavos. Me gustaría rescatar a uno de ellos antes de que os marchaseis.
—¿En quién habéis pensado, fraile?
—En don Jerónimo Palafox.
El cadí sonrió con desgana.
—Está en la bajocubierta. Será un magnífico regalo para el emperador. Le gustan los jóvenes aristócratas españoles. Cuanto más resistentes mejor.
Fray Juan sabía muy bien del odio del emperador Murad, el nieto de Solimán el Magnífico, por los españoles. Había jurado borrarlos de la faz de la tierra, para lo cual estaba incluso barajando una antinatural alianza con la reina Isabel de Inglaterra, ante los ojos escandalizados de toda Europa. Si el barco zarpaba con Palafox a bordo, no habría rescate posible para él, jamás.
—Nombrad una cifra, majestad —dijo, con el corazón encogido.
—Mil ducados.
El fraile torció el gesto, pues aquella cantidad era el doble de lo que llevaba encima. La fortuna de la familia Palafox estaba en horas bajas, y apenas habían contribuido con doscientos ducados. Durante un buen rato intentó regatear con Hazán Bajá, pero éste no rebajó la cifra ni un maravedí. Fray Juan había negociado bastantes veces con él, y sabía cuándo no quería vender a uno de sus esclavos. Por desgracia, el destino del joven aristócrata estaba sellado, lo cual le obligaba a tomar una rápida decisión. El siguiente en su lista era un soldado que llevaba más de cinco años cautivo en Argel, y cuya familia había vendido hasta la última fanega de tierra que poseían en España para rescatarle. Le dijo su nombre al cadí.
—Ah, ése. Le tengo un cierto aprecio, es gran conversador. Pensaba guardármelo para mí.
—¿Podría ser que os hiciese cambiar de planes, majestad?
—Bien pensado, necesito una alfombra nueva. Seiscientos escudos.
—¡Majestad, es sólo un simple soldado!
El cadí meneó la cabeza.
—Llevaba cartas de recomendación del mismísimo don Juan de Austria. Debe de tener amigos influyentes. Si quieren recuperarlo, tendrán que pagar.
La negociación volvió a empezar, esta vez con una vida distinta en la balanza. Al cabo de largo rato, Hazán se cansó del juego y plantó una cifra definitiva.
—Quinientos escudos, fray Juan. No creo que consiga un buen brocado persa por menos. —Alzó los pies desnudos y agitó los dedos, mostrando las uñas pintadas—. Y vos no querríais que pisase una alfombra de inferior calidad, ¿verdad?
—No, majestad —dijo el fraile, que pensaba más bien en las brasas del infierno como destino apropiado para aquellos pies.
—Entonces ¿estamos de acuerdo? —preguntó Hazán con avidez.
—Sí, majestad. Quinientos escudos.
El cadí dio una palmada y un par de guardias se presentaron enseguida arrastrando al prisionero. Éste iba cargado de cadenas, con grilletes en muñecas y tobillos. Tenía el pelo y la barba largos y enmarañados, y apestaba a sudor y a orines. Cuando los guardias dejaron de sostenerle, se desplomó jadeante en la cubierta.
—Menuda mercancía me entregáis, majestad —protestó el fraile.
—Debéis agradecer a mi magnanimidad que se encuentre en tan buen estado. Este caballero ha intentado escaparse cuatro veces. En una de las ocasiones incluso se llevó a sesenta esclavos más con él. Tendría que haberlo ahorcado hace tiempo, pero tengo una debilidad especial por este hombre. Me conformo con ir metiéndole en el agujero cuando se porta mal —dijo Hazán, poniendo un énfasis especial en la última frase.
Fray Juan ignoró el malicioso comentario, pues a diferencia de muchos otros, el fraile jamás juzgaba lo que hacían los hombres para sobrevivir en aquel lugar dejado de la mano de Dios. Además, a través de otros prisioneros había escuchado de la extrema valentía con la que se había portado aquel hombre. Había intentado la fuga de todas las maneras posibles, desde huyendo a los montes cercanos a la ciudad hasta robando una barca y confiándose al mar. En una de aquellas tentativas había conducido a un gran grupo de esclavos cristianos hasta una cueva, donde habían malvivido, escondidos durante meses hasta que otro cristiano traidor les había vendido por una jarra de manteca.
La ley turca estipulaba que la fuga se castigaba con la muerte, pero el hombre que ahora languidecía sobre la cubierta había dado un paso al frente y se había atribuido toda la responsabilidad cuando los guardias del cadí los habían capturado en la cueva. Aquel hombre, aunque fuera de ascendencia humilde, tenía más derecho que nadie a regresar a España, con los suyos.
—Aquí tenéis, mi señor —dijo fray Juan, depositando el pago a los pies del cadí.