El joven asintió, la vista clavada en la puerta.
—Tranquilo, no te reconocerán. Tan sólo eres otra de las ratas que abarrotan esta ciudad. Oh, claro que Castro habrá puesto una denuncia a los alguaciles, pero la única posibilidad de que éstos te arresten sería si te presentases tú solito en la cárcel pidiéndolo a gritos.
Sancho contuvo una exclamación de sorpresa.
—¿Cómo…? Ah, maldito seas Bartolo, ¡lo sabías desde el principio!
—Por supuesto —dijo el enano haciendo una burlona reverencia—. Acabas de recibir tu primera lección. Mira a todas partes, miente mucho y conoce las respuestas de antemano.
—Pero ¿cómo supiste lo de Castro?
—Dicen que muchos clientes del Gallo Rojo se marcharon ayer de la taberna porque Castro pretendía hacerles beber agua con la comida. Una insana costumbre, desde luego. Claro que cuando tu mozo ha destrozado todos tus barriles antes de huir, poco remedio te queda. Dudo que tu antiguo jefe pase de este invierno como dueño de ese garito.
—Lo siento…
—¡No! No lo sientas. Alégrate porque le jodiste bien, de una manera que recordará siempre. Y también por no haberle matado, pues entonces tú y yo no tendríamos nada que hacer juntos. No me gustan los que van por ahí repartiendo cuchilladas. ¿Me has entendido?
A
pesar de las tranquilizadoras palabras de Bartolo, Sancho anduvo encogido hasta que cruzaron la puerta de la ciudad. No llevaban mercancía alguna ni tenían aspecto de poder pagar ni un maravedí, así que los guardias apenas les dedicaron un vistazo. Bartolo se encaminó derecho a la plaza de San Francisco, sin dejar de hablar ni un solo instante. Nombraba las bocacalles, los comercios, los conventos y los palacios.
—Sevilla es la clave, Sancho. Tienes que aprender a conocerla.
—Conozco las calles.
El enano puso los ojos en blanco y suspiró.
—Conoces sus nombres y seguro que algún que otro truco de esportillero: las horas de los mercados y qué se vende en cada uno de ellos; quiénes son buenos clientes, quiénes dan mejores propinas y quiénes se hacen los locos si te metes un huevo en el bolsillo durante el porte. Y te sientes importante, pero ese conocimiento es como rozarle a la furcia una teta con la ropa puesta. Yo te voy a enseñar a metérsela hasta el fondo.
Bartolo se santiguó apresuradamente, pues estaban pasando frente a la catedral, y Sancho se rio ante la incongruencia entre el gesto y la conversación, pero el enano no parecía encontrar nada extraño en su comportamiento.
—Esas risas, niño, que estamos en lugar sagrado.
Llegaron a la plaza de San Francisco un par de minutos después, en plena vorágine de mediodía. Sancho se sentía extraño al estar allí. Había trabajado entre aquellos puestos muchos meses, y sin embargo parecía haber pasado una eternidad. Los negocios continuaban como siempre, entre gritos y rumores, encargos y corrillos de gente. Era él quien había cambiado.
—Venga, Sancho. Dime qué ves.
—Gente, personas comprando.
—¿Qué más?
—Edificios, una fuente, gallinas. ¿Qué más quieres que vea?
El enano meneó la cabeza con una media sonrisa.
—Para ser un ladrón en Sevilla tienes que saber, pero antes tienes que aprender a mirar. Has recitado una serie de objetos que veías, como haría cualquier cabrero al que le hiciese la misma pregunta. ¿Eres un cabrero, Sancho?
—No.
—¡Pues mira otra vez!
Sancho, picado en su amor propio, miró a todas partes, pero no conseguía ver más que cuerpos en movimiento. Necesitaba buscar un lugar desde el que la gente no le bloquease la visión, así que trepó a un montón de cajas de madera que alguien había apilado cerca de la entrada oeste de la plaza. Consiguió alzarse sobre la multitud y permaneció allí un largo rato observando.
—Lo has hecho bien.
La voz de Bartolo a su espalda le sobresaltó. El enano tenía el rostro sudoroso y jadeaba. No le había resultado nada sencillo encaramarse a lo alto de las cajas.
—¿A qué te refieres? Aún no te he dicho nada.
—A subir aquí, y no sólo para observar. La gente nunca levanta la cabeza, Sancho. Están demasiado ocupados mirando al suelo para evitar pisar una mierda, o a media altura para intuir las tetas a través de los vestidos. Así que ascender es la mejor manera de ocultarse. Y ahora dime lo que has encontrado.
Sancho seguía como al principio. Descorazonado, estaba a punto de rendirse cuando algo llamó su atención no lejos de donde se encontraban.
—¡Allí! —dijo apuntando con el dedo a un puesto de alfarería—. ¡Un hombre acaba de robar una escudilla!
—¡Maldita sea, niño, no apuntes y baja la voz! ¿Quieres joderle la faena al compañero?
El chico agachó la cabeza avergonzado, aunque el enano siguió hablando enseguida.
—A tu derecha, junto a la entrada sur, donde se colocan los candeleros. ¿Ves a alguien con un sombrero de fieltro con una pluma amarilla? Observa a su espalda.
Sancho vio al hombre, que tenía aspecto de acabar de bajar de uno de los barcos de las Indias. A pesar de los peligros del viaje, eran muchos campesinos los que se embarcaban en la flota, permanentemente necesitada de hombres, pues la paga era buena. Cuando regresaban a Sevilla, cargados de oro, eran el objetivo predilecto de los ladrones. Aquél miraba a todas partes con cara de asombro. Un paso detrás del incauto, una mujer se afanaba con una cesta y chocó al pasar junto a él. Cuando el del sombrero se agachó para ayudarla a recoger la fruta, un cómplice salió de ninguna parte y con un rápido ademán le cortó las cintas de la bolsa que la víctima llevaba colgando de la faltriquera. Ocurrió tan deprisa que Sancho dudó de haber visto algo. De no haberle prevenido Bartolo, no hubiera sido capaz de advertir nada.
—Así de rápido cambian las fortunas de manos. Puede que ese marinero ignorante haya hecho el viaje de ida y vuelta en balde. Y no es eso lo único que está ocurriendo. Allí, donde los plateros, alguien está comprando lo que parece un crucifijo de plata, que en realidad es más plomo que otra cosa. Al lado de la fuente dos enamorados fingen una disputa para llamar la atención de más incautos. Como el del sombrero rojo, que dentro de un rato descubrirá que su cinto es más ligero que cuando llegó a la plaza. Cerca de los puestos de los escribanos, aquel señor engolado de las calzas le vende a un plebeyo de provincias un título de hidalguía igualito al que vendió ayer a otro tan plebeyo y tan bobo como ése.
Sancho escuchaba con los labios apretados y los ojos saltando de un lugar a otro. Las palabras de Bartolo parecían iluminar la multitud que se afanaba bajo ellos, dándole una perspectiva completamente nueva a la Sevilla en la que Sancho había vivido en los últimos meses y que había creído conocer tan bien. Sintió como si estuviese despertando de un sueño.
—Todos están robando —dijo con voz queda.
—Del primero al último, Sancho. Los vendedores hurtan en los pesos y trucan las balanzas, los reyes inventan impuestos y los curas pecados por los que darles limosna. Dicen que quedan hombres honrados en Sevilla, aunque aún no he encontrado ninguno. Cuando aprendas a mirar, aprenderás a vivir. Y yo voy a enseñarte.
En ese momento un enorme barullo hacia el centro de la plaza interrumpió al enano y ambos comprendieron que algo grave estaba sucediendo.
—Vamos allá, muchacho. Los tumultos son terreno abonado para gente como nosotros.
P
ocos minutos después de llegar a la plaza de San Francisco, Clara se arrepintió de haber invitado a su madre a que la acompañase. No habían pasado demasiado tiempo juntas en las últimas semanas, por lo que cuando Monardes le pidió que fuese a la plaza a comprarle algunas hierbas que necesitaba, la esclava no dudó en avisar a su madre. Lo que había comenzado como un agradable paseo bajo el suave sol de octubre se estropeó cuando Catalina puso los pies en la plaza. El ama de llaves había llevado su propio capazo. Arrastraba a Clara lejos de los puestos a los que ella deseaba ir o criticaba lo que iba adquiriendo.
—¿Por qué compras esas naranjas tan verdes? Apenas tendrán zumo.
—Son para preparar una pomada. El maestro Monardes dice que la pulpa de las naranjas verdes es buena para las rozaduras.
Catalina frunció el ceño y fingió estudiar con atención un montón de zanahorias. A Clara no le pasó desapercibido el disgusto de su madre, y le intrigaba cuál sería la causa. Intuía que tenía que ver con el aprendizaje en casa de Monardes, aunque era su madre quien le había insistido para que lo aceptase. Incluso se había mostrado muy orgullosa de ella durante los primeros días, aunque ese orgullo se había ido tornando gradualmente en frialdad. Cada vez que Clara entraba en el dormitorio de Vargas para aplicarle los tratamientos que Monardes había ordenado, Catalina intentaba entrar con ella. Pero el amo le ordenaba salir y cerrar la puerta, y cuando Clara abandonaba la habitación encontraba a su madre muda de furia.
Agotada por las largas jornadas en el huerto del médico, a Clara apenas le quedaban fuerzas para arrojarse en el camastro y dormir hasta el alba. Había confiado en poder acercarse a su madre durante aquella mañana de compras en la plaza, pero la vieja esclava no se lo estaba poniendo nada fácil.
—Madre, sé que algo os preocupa.
—Vamos hasta aquel puesto, quiero echarle un vistazo a aquellos pimientos.
Frustrada, Clara siguió a su madre mientras con el rabillo del ojo observaba unas castañas que otro comerciante pregonaba cerca de allí. No le quedaban muchas, pues era un fruto muy apreciado por los sevillanos que se empleaba en postres y asados. Monardes utilizaba sólo las pieles, pero le había encargado comprar una buena cantidad y si no se despegaba de su madre no podría completar el encargo. Decidió hacer un último intento para saber qué le preocupaba a Catalina.
—Madre, hace unos días que estáis muy arisca conmigo.
—Estos pimientos están muy blandos. Tendremos que buscar en otro sitio, quiero hacer un gazpacho.
—Por favor, madre…
La vieja ama de llaves dejó caer el pimiento con fuerza, haciendo tambalearse todo el puesto y ganándose una maldición del tendero. Se volvió hacia su hija con fuego en los ojos.
—¿Qué has estado haciendo con ese cerdo?
—¿Os referís al médico? Os juro que es un hombre respetuoso, aunque un poco seco en ocasiones…
—No te hagas la tonta conmigo, muchachita —dijo Catalina agitando un dedo bajo la nariz de Clara.
—Madre, os juro que…
—¡Me refiero al amo!
Por un momento Clara no supo qué decir, demasiado impresionada por lo que su madre estaba insinuando.
—Sólo he estado curándole.
—¿Con la puerta siempre cerrada?
—No sé por qué me manda cerrarla siempre, madre. Supongo que tiene vergüenza de que le escuchen quejarse…
—Yo estoy al otro lado de la puerta y no oigo sus quejidos, muchacha. Y me parece que pasas demasiado tiempo ahí dentro con él. ¿Te mete la mano por debajo de la falda?
—¡Madre!
—Yo le he cuidado todos estos años hasta que tú llegaste. Ahora no voy a permitir que…
—¿Sería tan terrible que el amo me prefiriese a mí? —dijo Clara de pronto. Las palabras cayeron como una enorme piedra sobre una charca poco profunda. Las había soltado sin pensar y lo lamentó enseguida al ver la cara de su madre, que se había quedado pálida. La horrible cicatriz con la S en su mejilla se tiñó de escarlata.
—Nunca, ¿me has oído? Nunca vuelvas a decir una cosa así —musitó Catalina.
Clara quiso disculparse, pero justo en ese instante algo le golpeó las piernas a toda velocidad. Se dio la vuelta y encontró un pequeño esclavo negro. No debía de tener más de cinco o seis años, y sus ojos oscuros estaban embargados por el terror. Se agarró a las piernas de Clara desesperado.
—¿De dónde sales tú? —dijo la joven, acariciándole la mejilla en un vano intento de tranquilizarle.
—Apartad vuestras manos de lo que me pertenece, mujer.
Abriéndose paso entre la gente apareció un hombre vestido con ricos ropajes. La gruesa cadena de plata que colgaba de su cuello y la cruz de la espada adornada con piedras preciosas le delataban como un noble, aunque el rostro sudoroso y los empujones que dio hasta llegar junto a Clara le conferían un aire poco digno.
—¿Qué os ha hecho?
—Eso no os importa. ¡Entregádmelo de una vez!
El niño se aferró aún más fuerte a Clara, y ésta tuvo que hacer un esfuerzo para soltarse. Se agachó y le alzó el mentón. Sus labios estaban sangrando y le habían teñido los dientes de rojo.
—Hola, pequeño.
El pequeño esclavo la miró sin comprender. Clara le abrazó y le susurró palabras tranquilizadoras al oído. Aunque el niño no hablase castellano, esperaba que el tono sirviese para poder calmarlo. Poco a poco el agitado pecho del crío fue aquietándose, pero en ese momento su dueño, con un bufido de impaciencia, le tomó del hombro y le arrancó de los brazos de Clara.
—¡Basta ya de esta pantomima! ¿Recién comprado y ya con estos humos? ¡No te preocupes que yo te domaré, negro malnacido!
Alzando el brazo golpeó al niño en la oreja, arrojándolo al suelo. Loco de miedo, el pequeño se levantó tambaleándose, miró a ambos lados y echó a correr.
—¡Ven aquí, maldito seas!
Tomando la espada, el noble trotó detrás del fugitivo y le golpeó de plano con la hoja en un tobillo. El niño trastabilló y cayó, con tan mala fortuna que se golpeó la cabeza contra una de las piedras que calzaban las patas de madera de un tenderete. Hubo un ruido sordo y desagradable y luego el silencio se extendió entre la multitud.
Clara sintió un frío intenso en la boca del estómago. Caminó despacio hasta el pequeño bulto tirado en el suelo y alzó con cuidado uno de sus brazos. Lo soltó y se desplomó, flácido.
—¿Qué está sucediendo aquí? —gritó una voz entre la masa humana, que se abrió para dejar paso a un alguacil seguido por un grupo de corchetes. El que iba al frente se detuvo junto al cuerpo del muchacho—. Soy Jaime Castillo, alguacil de Su Majestad. ¿Quién ha hecho esto?
La joven se levantó y señaló con un dedo tembloroso al noble.
—Ha sido él. Este hombre acaba de matar al niño.
El alguacil advirtió la presencia del hombre, que aún tenía la espada desenvainada y el rostro hierático.
—Don Félix de Montemayor, buenos días —dijo el alguacil haciendo una reverencia sombrero en mano—. ¿Podéis explicarme qué ha sucedido, señoría?