A
la mañana siguiente los ásperos ronquidos del enano despertaron a Sancho. El refugio apestaba a vino, como si alguien hubiese estado aplastando uvas en él, y el muchacho se escabulló por el pasadizo hasta el exterior. Cuando había bebido tanto, Bartolo solía dormir hasta entrada la tarde, y no le apetecía quedarse encerrado en el angosto espacio durante tantas horas, con una ciudad tan enorme por descubrir.
Aquélla era la primera vez que disponía de tantas horas para él desde que había entrado como aprendiz del maestro ladrón. Disfrutó del paseo, dejando libres a sus pies para que eligiesen el camino a su antojo. Abandonó las callejas intrincadas que rodeaban la muralla y se sumergió en el ajetreo de las arterias principales que conducían a la catedral. Siguió durante un rato a un hombre que llevaba una enorme cesta de hortalizas, sin otro motivo que ver adónde iba. Luego trotó tras un carro cargado de jaulas con gallinas, imaginando qué sucedería si saltaba a la parte de atrás y comenzaba a soltarlas. La gente se volvería loca.
La idea le rondaba en la parte de atrás de la cabeza desde hacía tiempo, igual que los boticarios guardan en la trastienda las drogas más potentes y peligrosas. De alguna manera apareció en el centro de sus pensamientos mientras paraba en un bodegón de puntapié a tomar un chorizo frito, metido en un pan recién horneado. La grasa del embutido tiñó de rojo la miga del pan y le dejó rojas las puntas de los dedos. Se los chupó con fruición antes de alargarle al bodegonero un par de maravedíes.
—Aquí falta dinero, caballerete —dijo el otro tendiendo una mano de uñas negras.
—Con gusto, señor, os daré otros dos si añadís un tiento de esa bota que tenéis ahí colgando.
El bodegonero renegó durante un rato pero acabó alcanzándole a Sancho la bota. El muchacho alzó el pellejo y lo apretó, entreabriendo los labios. Un fino chorro de clarete aterrizó en la boca de Sancho, que dio un largo trago sin derramar una gota.
—¡Ya vale! ¿Acaso queréis arruinarme?
Sancho rio y puso otras tres monedas de cobre —una más de las que habían acordado— encima del enorme barril que servía al bodegonero de puesto ambulante, mostrador y despensa. El hombre hizo desaparecer las monedas en su faltriquera y le dedicó a Sancho una sonrisa plagada de ausencias.
—Sois muy amable, joven señor.
—Me preguntaba si podríais hacerme un favor.
—Ya me extrañaba a mí tanta generosidad. Si queréis más vino tendréis que volver a pagar —dijo el otro perdiendo la sonrisa al instante, lo que el muchacho casi agradeció.
—No, en realidad estoy buscando una dirección.
El otro se rascó la cabeza y tomó la escudilla de barro en la que había servido la comida de Sancho. La frotó con desgana con un paño grasiento antes de colocarla de nuevo dentro del barril. Uno de sus costados estaba abierto, dejando ver las estanterías con las que alguien había modificado hábilmente su interior para guardar los utensilios y las viandas.
—Eso es cosa bien distinta, por supuesto. Señas y cotilleos los damos de balde, pues vienen con el oficio. ¿Queréis que os cuente las últimas nuevas de palacio? Dicen que una de las infantitas está preñada, y de gemelos nada menos. Me pregunto quién se habrá metido dentro de esas crujientes faldas de seda —dijo el bodegonero, reduciendo su voz a un susurro lascivo.
—Me conformaría con que me indicaseis dónde queda la casa del médico Monardes.
—Si tenéis problemas de purgaciones hay otros galenos mucho mejores y más baratos cerca de aquí. Yo por ejemplo suelo ir a…
—Tiene que ser Monardes, gracias —le interrumpió Sancho, poco deseoso de que el otro le diese más detalles.
—En ese caso prestad atención.
Siguiendo las instrucciones del bodegonero, a Sancho no le resultó complicado encontrar la casa del médico. Mientras se acercaba, se preguntó qué era realmente lo que pretendía. Tal vez sólo quería volver a verla. Como Bartolo había adivinado, aquella esclava de piel tostada y ojos negros le había causado una profunda impresión. Había algo especial en ella, y durante los días anteriores había fantaseado con volver a encontrársela, y tal vez pedirle disculpas por haberla humillado en público.
«Seguro que comprenderá que era necesario. Que los alguaciles se la hubieran llevado si yo no hubiera intervenido.»
Sin darse cuenta ya había alcanzado la casa, y con ello se acabaron los planes que había improvisado. Su experiencia con las mujeres era escasa, pues apenas había tratado con otra que su madre en la venta, y ella no contaba. Las mujeres que viajaban eran mucho más escasas que los hombres, y cuando lo hacían no solían escoger lugares de clase humilde como era la venta del camino de Écija.
Ya en Sevilla, Sancho no había tenido otro intercambio con las personas del sexo opuesto que las señoras que le encargaban portes en las plazas. Sus compañeros en el orfanato se ufanaban de lo contrario, y de hecho parecían no tener otro tema de conversación. Algunas veces hacían detallados dibujos en la tierra del patio, en los que Sancho confirmaba acerca de lo que hacían hombres y mujeres en la intimidad lo que ya había intuido observando a las ovejas en el campo. Aquellas imágenes desgarbadas le excitaban, y siempre procuraba echarles un buen vistazo antes de que sus autores se apresurasen a borrarlas. Los frailes no toleraban aquellos dibujos obscenos ni las conversaciones que solían acompañarles, y cada vez que agarraban a uno de sus autores le imponían severos castigos.
Paseó varias veces frente a la casa del médico y recorrió las calles adyacentes hasta descubrir la parte trasera de la finca, rodeada por una tapia no demasiado alta. Uno de los lados de la tapia daba a una calleja, tan estrecha que en ella apenas podía acostarse a lo ancho uno de tantos perros callejeros como merodeaban por la ciudad. El perro, de color indefinible, parecía cansado y famélico, pero Sancho no quiso ahuyentarlo a pedradas, pues jamás maltrataba a un animal si éste no le atacaba primero. Tampoco era buena idea meterse en la calleja con aquel bicho dentro.
Hurgó entre sus ropas y rescató un mendrugo del pan que había comprado al bodegonero, y que había guardado para después. Se lo ofreció al perro, que alzó enseguida el hocico y le enseñó los dientes, gruñendo suavemente. Sancho, tragando saliva, se acercó algo más, rogando por que el perro no le arrancase los dedos de una dentellada. Pero el animal se alzó sobre las patas delanteras y olisqueó el bocado que le ofrecía. Con un rápido movimiento que desmentía su aspecto astroso, el perro arrebató el mendrugo de pan y se adentró en las sombras de la calleja a devorarlo en silencio.
«Quien da pan a perro ajeno pierde pan y pierde perro», pensó Sancho, recordando uno de los refranes a los que su madre era tan aficionada.
Con el camino despejado, Sancho miró a ambos lados sin ver a nadie. Aquél parecía un lugar poco transitado, así que había menos posibilidades de que una patrulla de corchetes apareciese por allí, pero aun así no las tenía todas consigo con lo que iba a hacer. Se encaramó a la tapia, usando la pared contraria como sujeción, y consiguió auparse hasta lo alto. En la zona alta del muro alguien había colocado pacientemente de pie tejas partidas de bordes afilados para evitar que se colasen los gatos, aunque a Sancho no le costó demasiado arrancar las suficientes como para apoyar las manos sobre la tapia.
Pero cuando ya iba a impulsarse por encima tuvo que volver a agacharse. La tapia daba a un huerto soleado, y por él caminaban dos personas. Una de ellas era un anciano vestido con una túnica, señalando a un lado y a otro de las hileras del huerto. Tras él trotaba la esclava, siguiendo con la mirada los lugares a los que apuntaba la mano huesuda del viejo.
«Así que era cierto que servía en casa de un médico —pensó el muchacho—. Entonces, ¿por qué lleva en su muñeca el nombre de otro amo?» Con la nariz al borde de la tapia, observó maravillado todo el trajín. Aquel huerto no era igual que el que su madre y él habían mantenido en la venta. Era un lugar lleno de plantas extrañas y curiosos artefactos que parecían funcionar mal constantemente, a juzgar por el enfado del viejo. Tan sólo palabras sueltas llegaban hasta los oídos de Sancho, pues el médico hablaba con voz suave y la esclava no respondía más que con algún ocasional asentimiento de cabeza. Todo ello no hacía más que acrecentar el misterio que rodeaba la figura de la joven.
—Vamos, Clara. Ocúpate de esas tareas mientras mis pobres y viejos huesos descansan un rato —dijo el médico desde algo más cerca.
—Clara. Se llama Clara —le susurró Sancho a la tapia, enardecido de pronto por descubrir algo acerca de ella.
Monardes fue a colocarse en un banco de piedra que quedaba frente a la posición en la que Sancho se encontraba. Los brazos se le cansaban, y tenía mazados los dedos de los pies por verse encajados durante tanto tiempo en una grieta del muro. Tuvo que descolgarse unos minutos, en los que aprovechó para buscar una posición algo mejor en la tapia, con un pequeño hueco que le permitiría apoyar los pies. Volvió a encaramarse, ya desde una posición más cómoda, y contempló de nuevo las evoluciones de Clara por el huerto. La joven llevaba al hombro un saco de cuero con prácticos bolsillos del que iba extrayendo varias herramientas. Una azada para ahondar un surco, unas tijeras para podar un brote descontrolado, un trozo de cuerda para enderezar unos tallos. Sus manos se movían firmes y veloces, desviándose de la tarea tan sólo para apartar un mechón de pelo que insistía en caerle sobre los ojos. Sancho descubrió fascinado cómo su rostro había cambiado, con la mirada firme y los labios apretados en un gesto de intensa concentración. Cuando creía que nadie la observaba, Clara daba lo mejor de sí misma. Sancho, sin embargo, necesitaba de un público, de alguien que le juzgase, al igual que había sucedido en la plaza cuando había intervenido en favor de la joven.
Al otro lado del jardín, el anciano médico comenzó a roncar, y Clara aprovechó para hacer un descanso. A pesar de estar bien entrado el otoño, el día era muy caluroso. El sol y el trabajo duro habían cubierto de sudor y de tierra el rostro y las manos de la joven, que se acercó al aljibe para tomar agua en un balde. Se enjuagó con cuidado durante un rato, antes de volver la vista hacia Monardes y comprobar que seguía durmiendo. Dándole la espalda, comenzó a desabrocharse el vestido.
Sancho apenas podía creer lo que estaba viendo. Clara se aflojó las cinchas que le ataban la parte superior de la ropa. Sin soltar la parte inferior, dejó que la camisola y el vestido le cayeran por la cintura, quedando desnuda hasta las caderas. Tomando agua en el hueco de sus manos, se lavó a toda prisa. Se soltó el largo y hermoso pelo azabache, que le quedó rozando el nacimiento de los pechos. Los tenía redondos y turgentes, y cuando los enjabonó, los pezones se endurecieron y la piel de los brazos se le puso de gallina.
Al otro lado de la tapia, el muchacho comenzó a sentirse mal por lo que estaba haciendo, pero tampoco podía apartar la vista del hermoso cuerpo de la joven. Sintió que una dolorosa erección le crecía dentro de los pantalones, mientras todas las promesas del infierno que los frailes habían metido en su cabeza resurgían para atormentarle. El corazón se le aceleró, y notó sus latidos atronándole en los oídos como golpes de tambor. Cuando Clara tomó de nuevo agua para retirarse el jabón de los pechos, Sancho se olvidó de que necesitaba ambas manos para sujetarse a la tapia, y se llevó la derecha a la hinchada entrepierna. Con el movimiento perdió el equilibrio, los pies se le soltaron y resbaló un poco. Volvió a agarrarse enseguida, pero el ruido que hizo alertó a la joven, que alzó la vista. Por un breve instante sus ojos se encontraron, y Sancho sintió cómo la sangre se le agolpaba en el rostro. Asustado, se dejó caer, aterrizando de cualquier manera. Al tocar el suelo una llamarada de dolor le sacudió el tobillo. Por un momento sintió unas irrefrenables ganas de gritar.
—¿Quién está ahí? ¡Te he visto! —gritó una voz femenina al otro lado del muro.
Sancho se alejó tan rápido como se lo permitió su cojera, con el corazón encogido de culpa y de vergüenza.
S
i Bartolo notó la cojera que arrastró Sancho durante un par de días, no dijo nada. El muchacho se alegró, pues cada vez que recordaba el incidente del huerto sentía una tremenda vergüenza, y hubiera odiado contárselo a Bartolo, que se habría burlado de él. Se juró que jamás volvería a acercarse a Clara, pues hubiera sido incapaz de dirigirle la palabra sin enrojecer hasta las orejas.
Para olvidar, se sumergió en los naipes, que fueron una de las partes más divertidas de su aprendizaje como ladrón. Dominar las sutilezas del parar o del andaboba, dos de los juegos más populares entre los apostadores, le llevó pocas horas. Pero con Bartolo todo estaba relacionado con el engaño, así que también le mostró cómo hacer trampas con suma habilidad. Desde marcar las cartas con hollín para reconocerlas por el anverso hasta colocarlas convenientemente mientras simulaba barajar.
Cuando el muchacho le hizo un pase de manos sustituyendo una carta por otra ante sus narices —un ardid completamente original que Sancho se había inventado sobre la marcha—, Bartolo soltó un silbido de admiración.
—Con mis dedos gordezuelos yo no puedo hacer muchos de estos trucos —se lamentó el enano levantando la mano.
—¿Por eso pierdes siempre? —espetó Sancho, un poco temeroso ante cuál podía ser la reacción de su maestro. Sin embargo éste no se lo tomó mal.
—Pierdo siempre porque a la gente con la que yo juego no se le puede hacer trampas.
—¿Porque las conocen todas?
—Porque si te pillan te tiran al río. Por dos sitios a la vez.
Sancho se preguntó con qué clase de animales jugaba Bartolo, capaces de matarte por unos reales. Y más importante aún, por qué su amigo insistía en mezclarse siquiera con ellos. Por desgracia no iba a tardar en descubrir la respuesta a ambas preguntas.
Ocurrió un domingo, cuando se disponían a colarse en la Iglesia del Sagrado Corazón para desvalijar las cestas de la colecta. Sancho había ideado una estratagema consistente en atarse una pala de madera al antebrazo, y Bartolo había gruñido con aprobación, secretamente entusiasmado ante la iniciativa de su aprendiz.
Mientras aguardaban con el resto de los fieles que hacían cola para entrar en el templo a misa de doce, oyeron una voz ronca y desagradable que llamaba a Bartolo. El enano se dio la vuelta y puso mala cara. Tomando a Sancho del brazo le obligó a salir de la fila. En un callejón cercano, medio oculto tras una esquina encalada, les observaba un hombre. Mientras se acercaban a él, Sancho sintió miedo. Llevaba un sombrero de piel marrón muy gastado y una camisa entreabierta que desvelaba el pecho peludo. Vestía gruesas botas de campaña y del cinto le colgaba una espada morisca basta y curva, sin vaina. La hoja desnuda aparecía llena de centenares de incisiones, prueba de que se usaba muy a menudo.