La joven se ruborizó ante el repentino ataque de rabia de Monardes, y por más de un motivo.
—¡No, maestro!
—Tal vez me haya equivocado contigo. Tal vez tu amo tenga razón y seas demasiado obtusa para aprender. Al fin y al cabo sólo eres una mujer. Una esclava.
De repente las dudas de Clara, el miedo y la inseguridad que le habían asaltado ante la tarea que su madre le había obligado a aceptar, se esfumaron. Sintió odio por aquel viejo de piel reseca y llena de manchas, por sus dientes amarillentos y sus manos de uñas duras y gruesas. La joven era alta para su edad, y el viejo era pequeño y encogido. Tuvo ganas de zarandearlo, pues a pesar de que procuraba mostrarse como una persona tranquila para evitar problemas, su carácter era fogoso y apasionado. Nunca dejaba salir aquellos sentimientos, pues desde muy niña había sido aleccionada de lo que podría ocurrirle si lo hacía.
En lugar de eso, suplicó.
—Por favor, maestro. No me devolváis a Vargas.
—¿Por qué no debo hacerlo? —dijo Monardes mirándola de frente, muy serio, como quien da por supuesto que la respuesta que viene no será la correcta.
—Porque rompería el corazón de mi madre. Ella quiere que estudie con vos. Y que el día de mañana compre mi libertad al amo.
El viejo soltó un hondo, largo suspiro. Pareció como si el aire arrastrase la furia de su cuerpo, dejando en su lugar sólo una carcasa gris y marchita, igual que un viento fuerte desnudaría un diente de león. Lo que la chica le estaba pidiendo era prácticamente imposible. Sin embargo, si ese propósito descabellado era lo que hacía falta para que la joven aprendiese, el médico estaba dispuesto.
—Pues será mejor que empieces a desear el conocimiento que voy a meter en esa cabeza —musitó—. Si aún no te ha secado el seso el valiente Belianís de Grecia, pardiez. Estarás a prueba durante el día de hoy, y si no me convence tu actitud... volverás a la escoba.
D
espués de la brutal paliza, Sancho tardó cuatro días en poder levantarse. Castro, quien parecía tener un extraño baremo para los castigos, le llevó abundante comida durante la convalecencia. Le daba más importancia al sofrito o a un potaje de garbanzos que a los moratones que cubrían el cuerpo de su mozo de taberna. Colocaba la bandeja en el suelo, al lado del camastro, e incluso subió medio cuartillo de vino aguado.
—Espero que hayas aprendido la lección, rapaz —le decía, abriendo una espantosa sonrisa en su rostro barbudo—. El dinero siempre por adelantado. Que no tenga que volver a darte de palos.
Sancho asentía, en silencio, aunque apenas probó bocado durante ese tiempo. Le dolía demasiado para inclinarse sobre el plato y llevar la cuchara a la boca durante mucho rato, así que se limitó a mojar el pan en la salsa y comerlo tumbado, mirando al techo. Tampoco sentía hambre ni frío, a pesar de que el cierre de la ventana estaba roto y el aire se colaba por ella batiendo la madera contra el yeso una y otra vez. El muchacho escuchaba el rítmico golpeteo y el chirrido de los goznes oxidados, y pensaba en la historia que Guillermo le había contado.
Robert Hood, Roberto
el Encapuchado
, ladrón justiciero. Las palabras del inglés al pronunciar la historia tenían un halo mágico, indescriptible. Sancho se había perdido varios matices, y otras palabras apenas las había entendido, pero no se había atrevido a interrumpir a Guillermo mientras la contaba para pedir una aclaración. Tenía miedo de estropear el ritmo del cuento. O de los cuentos, pues el huésped de la taberna le entretuvo con muchas aventuras protagonizadas por el Encapuchado. El tal Hood era un maestro con la espada, pero con el arco su habilidad rozaba lo sobrehumano.
—Podía acertarle a un gorrión en el ojo a cien pasos. ¡En pleno vuelo!
—¿Sabía tirar también con mosquete? —preguntó en una de las escasas ocasiones en que se atrevió a intervenir.
—Eran tiempos mejores,
Sanso
—dijo Guillermo, quien había estado empleando el vino para algo más que curar las heridas del muchacho y volvía a tropezar al pronunciar su nombre—. Menos inciertos. No existían los mosquetes, ni las pistolas, ni un plebeyo podía tumbar a un rey con tres gramos de pólvora.
Sancho lo miró con extrañeza.
—No veo en qué los hacía eso mejores tiempos.
—Nunca podré acabar si interrumpes a cada rato —se defendió Guillermo, arrancando enseguida a contar cómo Hood triunfó en el torneo de arquería de Nottingham.
El muchacho estaba seguro de que el inglés se estaba inventando la mitad de las historias que le estaba narrando. De tanto en tanto se pasaba la mano por la incipiente calva o se entretenía en juguetear con los correajes de su jubón, y la voz se detenía durante unos instantes para brotar de nuevo con fuerza. Como si repentinamente recordase el número de mozas a las que Hood había salvado en una encrucijada, siendo recompensado por ellas con favores descritos con todo detalle. Imágenes brumosas y excitantes, que llevaban al extremo la imaginación de Sancho. El muchacho nunca había visto a una mujer desnuda, pero había fantaseado suficiente acerca de ellas en el orfanato. Fantasías nocturnas que solían acabar con Sancho haciendo algo contra lo que fray Lorenzo les predicaba a diario, y con una avergonzada admisión de culpa en el confesionario a la mañana siguiente.
Conforme Guillermo ingería más vino, el tono de las historias fue subiendo y la lengua del inglés enredándose sola en el paladar. Finalmente le dedicó un apresurado final a una batalla en la que Hood y sus alegres compañeros acabaron con un malvado recaudador de impuestos y se arrastró como pudo a la habitación contigua a dormir la mona.
Las palabras del inglés habían despertado algo oculto en el alma de Sancho. Por el modo en el que las había narrado, conjurando con palabras a las personas delante mismo de sus ojos, imitando sus voces, describiendo en cuatro acertados rasgos sus personalidades. Pero también por el significado de la historia.
Confinado en el camastro, sin más compañía que el repiqueteo de la ventana, Sancho se sumergió en sus propios pensamientos. Recordó lo que había sentido cuando aquel cabrón de capitán flamenco le había obligado a meter sus manos en el arroyo de mierda para rescatar la moneda de oro. El placer que sintió al arrojarle los excrementos a la cara, la excitación al huir con la moneda aferrada contra su pecho. Una voz en el fondo de su cabeza intentaba recordarle que había estado a punto de perder la vida cuando la espada del flamenco le impactó en la espalda, pero ese detalle nimio quedaba ahogado por el sonido de trompetas que las palabras de Guillermo habían formado.
«Pude hacerlo una vez. Podría hacerlo de nuevo.»
Cuando prestó más atención a aquella música se dio cuenta de que había estado siempre allí, aguardando a que Sancho se dignase a escuchar.
«Podría quedarme aquí —dijo su voz sensata. Su voz cobarde—. Podría intentar sobrevivir a las palizas de Castro, resistir hasta que pasen los seis meses.»
«No lo conseguiré —contestó el bramido de las trompetas—. Si vuelve a pegarme, ese animal me matará. Y aunque me quedase aquí y sobreviviese al muy hijo de puta, ¿cómo sé que fray Lorenzo mantendría su palabra?»
«Eso es. Fray Lorenzo. Iré a ver a fray Lorenzo.»
«¿Qué ha hecho ese cura soberbio por mí? Puso a otro en el empleo que yo me merecía. Me encerró con Castro en este antro.»
«Él no sabía que...» La voz cobarde era débil, guardaba cariño al viejo fraile, busca justificarle, que Sancho corriera de nuevo bajo sus faldas. Pero no aguantó el embate.
«Se reirá de mí. Me cerrará las puertas del convento en las narices. No me ayudará.»
«Pero ¿adonde iré?», se quejó la voz cobarde, casi apagada.
«Huiré cuando pueda levantarme. Buscaré al enano Bartolo. Él conoce las calles y me enseñará a hacerlo mejor que la última vez, cuando tuve que rendir la moneda de oro ante el capitán. Y fray Lorenzo rabiará cuando vea que no ha podido conmigo.»
La voz cobarde, sin hablar, evocó un último recuerdo en Sancho. Una imagen fugaz de su madre golpeándole en la mano derecha cuando intentaba alcanzar una salchicha que colgaba de un cordel en la despensa. Sus labios formaron las palabras «robar es pecado» antes de que la imagen se desvaneciese, dejando sólo el sonido de las trompetas.
La sangre hervía en las venas del muchacho mientras hacía planes.
El quinto día, Sancho se incorporó en el camastro dos horas antes de amanecer. Ponerse en pie por primera vez tras todo aquel tiempo fue una tortura. Sus brazos respondían, pero las piernas estaban anquilosadas y el pecho le seguía doliendo al volverse. Sabía que tenía algo roto ahí, porque había oído cómo crujían sus costillas en una de las patadas de Castro, pero tampoco podía hacer nada al respecto. Apretar fuerte el brazo izquierdo contra el cuerpo le procuró cierto alivio, y así salió al pasillo.
Recorrió la decena de pasos que le separaban de la escalera con el miedo latiéndole en las sienes. Iba descalzo y pegado a la pared, allí donde las tablas no crujían bajo su peso. Tardó una eternidad en descender cada escalón, pisando en los bordes exteriores. El suelo de tierra de la taberna le permitió avanzar más rápido. Estaba ya llegando a la puerta, cuando se detuvo de repente.
«No puedo irme así, sin más.»
El dolor del costado le recordó que aún tenía una cuenta que saldar con quien le había causado tanto sufrimiento. En lugar de dirigirse a la salida, torció hacia la cocina. Debajo del mostrador, tapada por un paño, estaba la caja de los cubiertos. Hundió en ella la mano, buscando al tacto una forma familiar, conocida. Sus dedos se movían despacio, despertando ligeros sonidos metálicos en el fondo de la caja, que a los oídos temerosos de Sancho parecieron estruendosos. Finalmente la punta del índice encontró algo duro y rugoso. Lo extrajo con cuidado.
Era un cuchillo grande, con mango de hueso y remaches de metal. La hoja, triangular, tenía más de un palmo de largo. De lo afilada que estaba podían dar cuenta los cientos de verduras que había troceado con ella.
Volvió a la escalera. Ahora iba si cabe más despacio que antes, apretando tan fuerte el mango de hueso en la derecha que sus nudillos estaban completamente blancos. En el pasillo tuvo un último instante de duda ante la habitación de Castro. Si entraba y el tabernero le veía, no habría vuelta atrás. No tendría tiempo de alcanzar la puerta, retirar la tranca y escapar. Tendría que matarle.
«Para eso he vuelto a subir.»
Se preguntó cómo sería hundir el cuchillo en la carne del tabernero. Si gritaría y Guillermo el inglés acudiría a ver qué estaba sucediendo.
Empujó la puerta sin ser demasiado consciente de lo que hacía. No hizo apenas ruido al abrirse, pero Sancho enseguida vio que ésa era la menor de sus preocupaciones. Castro respiraba trabajosamente, y la habitación estaba llena de la espesa peste a alcohol y sudor que llena las habitaciones de todo borracho. Se acercó a la cama, donde el hombre yacía como una piedra. Tenía la cabeza ladeada, y a la tenue luz que entraba por la ventana pudo ver el cuello desprotegido.
«Sería tan fácil. Ni siquiera se despertaría.»
Alzó el cuchillo y lo mantuvo en el aire unos instantes. Aquello no hubiera sido propio de Roberto
el Encapuchado
. Pero el malvado requería un castigo. Y la vida real no es como en los cuentos, con duelos y justas donde los héroes administran justicia frente a frente. En la vida real los héroes aprovechan el momento.
El cuchillo descendió a toda velocidad.
Sin temor ya a hacer ruido, Sancho bajó la escalera de nuevo. Volvió al cajón de los cubiertos y encontró enseguida el segundo instrumento que necesitaba. Agarró con fuerza la puntiaguda espita y se dirigió a la parte trasera de la cocina, donde los barriles de vino se apilaban hasta el techo. Con certeros golpes los desfondó todos. Los de más arriba le costaron mucho esfuerzo, pues las costillas rotas no le dejaban estirar del todo el brazo derecho.
Se dirigió a la puerta, completamente empapado en vino. Tras él, un barro rojizo se iba formando en el suelo en un creciente lodazal parecido a la sangre.
Sancho sonrió, pensando en el tabernero y en el cuchillo que había dejado clavado en el colchón junto a su cara. Primero se llevaría un buen susto. Después bajaría y vería la auténtica herida. Aquello no era sangre, pero a Castro le dolería más que si fuera la suya propia.
P
ara Clara, su primer día con el médico fue tan confuso como estimulante. La esclava siguió a Monardes hasta la parte posterior de la casa, donde había un gran huerto tapiado que daba a la calle. El huerto era lo opuesto a la deslucida fachada. Cada una de las líneas de los cultivos era recta como un huso. Decenas de plantas distintas crecían en una tierra húmeda y fértil, regada por ingeniosos sistemas que variaban en función del tipo de plantas que allí se alineaban. Metales retorcidos que soltaban gotas minúsculas cada cierto tiempo, odres y pellejos que basculaban sobre un juego de cuerdas, canalones improvisados hechos con tejas. Estructuras frágiles a simple vista, pero que cumplían con su objetivo entre susurros y borboteos.
Clara, que no había conocido otra forma de cuidar las plantas que la vieja jarra desportillada que había en un rincón del patio de Vargas, contempló con la boca abierta aquel espectáculo. Monardes siguió la dirección de su mirada y sonrió por primera vez. Aspiró muy fuerte, llenándose los pulmones del aire fragrante del jardín.
—El agua, mi querida caribe, es la vida. Viene del cielo como un regalo de Dios, y se funde con nosotros. De agua estamos hechos todos —dijo golpeando suavemente con el dedo el brazo de Clara.
La joven levantó la mano y la sostuvo frente a su rostro. A ella aquello no le parecía líquido, y así se lo dijo a Monardes.
—Tu sangre, tus músculos, incluso tus ojos están rellenos de líquido. Si no bebes te mueres, porque tu cuerpo no tiene con qué reponer lo que meas y sudas.
—Como el gato —dijo Clara para sus adentros.
—¿Qué gato?
La esclava se mordió los labios, mirando insegura a Monardes. No acababa de decidirse a hablar, pues no quería incurrir otra vez en la ira de su maestro. Pero el otro le hizo un gesto y no le quedó más remedio que contestar.
—Cuando yo era niña quedó encerrado un gato en la leñera del amo durante el verano, sin que nadie lo advirtiese. No fuimos a buscar más troncos porque había de sobra en la cocina, y el pobre murió allí. Cuando lo sacaron los criados era sólo pellejo y hueso.