—Sí, señor —dijo Sancho, sintiendo rugir sus tripas.
—¿Cuál es la cantidad de agua que se le echa al vino de Zafra? —espetó Castro.
Era necesario mezclar el vino puro con agua para que los clientes, que no bebían otra cosa con la comida, pudiesen calmar su sed sin quedar borrachos en la primera jarra, o no consumirían más. Dependiendo de su procedencia, cada vino admitía una cantidad de agua determinada. El de Zafra, que era muy suave, no admitía mucha. El muchacho respondió en el acto, pues había escuchado la proporción un centenar de veces.
—Un tercio.
—Y al de Toro, ¿más o menos que al de Madrigal?
—Ambos igual, por la mitad.
—¿El de Aljarafe?
—Lo mismo que el de las Sierras, por la cuarta parte.
—¿Cuánto tiempo debe reposar la mezcla?
—Al menos cuatro horas.
—¿Es mejor echar cal al vino para darle cuerpo, o tal vez yeso?
Aquello era una trampa y Sancho la vio venir de lejos.
—Los hay que usan ambos. Pero mi madre decía que quien así hace es un estafador y un malnacido.
Lo dijo sin pensar y se arrepintió en el acto. Si Castro era de los que enyesaban el vino, aquellas palabras le darían derecho para romperle la crisma. Miró con preocupación los enormes puños del tabernero, pero éste no parecía ofendido.
—Una mujer sabia, tu madre. Al menos no eres nuevo en esto. Voto a Dios que necesito a alguien que sepa lo que se hace, y no un niño mimado al que le tenga que sonar los mocos continuamente. ¿Qué te ha parecido la clientela de la comida?
El tono de su voz había cambiado ligeramente, y ahora sus ojos le escrutaban con seriedad y se mesaba la barba. Sancho se dio cuenta de que las preguntas de antes habían sido sólo un preámbulo. Ahora estaba pasando la verdadera prueba.
—Había mucha gente —dijo cautelosamente.
Castro meneó la cabeza, socarrón.
—Puede que para un ventero de aldea haya parecido una multitud. Pero esto es Sevilla, y hoy una jornada tranquila. Nada comparado con lo que ocurre los días de feria de ganado, o los de fiesta, o en Semana Santa. Habrá muchísima gente. Si vas tan lento como hoy tendré que patear tu escuálido culo de vuelta al orfanato.
El desaliento invadió a Sancho. Había troceado, fregado, cascado, partido y enjuagado tan rápido como había podido. Por un momento estuvo a punto de ceder y decirle que aquello era un error, pero se negaba a volver ante fray Lorenzo con el rabo entre las piernas. Debía permanecer allí seis meses si quería el empleo de los Malfini.
—Me esforzaré —dijo apretando los puños—. Me dejaré la piel.
Castro asintió, muy serio.
—Eso seguro, rapaz. O te romperé la cabeza. Y ahora siéntate y come, que se enfría.
F
rancisco de Vargas era un hombre valiente y de principios firmes. Uno de ellos era que los médicos quitan más vidas de las que curan, y por eso, pese a todo el dolor que sentía, resistió más de un día sin mandar llamar a nadie. Finalmente, tras desmayarse su amo por segunda vez, el ama de llaves apretó los labios y tomó una decisión. Catalina era sólo una esclava, pero era una esclava vieja y de oídos atentos. Pese a que su amo nunca antes había necesitado ni querido un médico, ella siempre había sabido a quién avisaría cuando las cosas se pusieran feas.
—Clara —llamó Catalina, asomándose al pasillo.
La joven entró en la habitación, con las manos a la espalda, tal y como le había enseñado su madre. Incluso a la luz vacilante de las velas, Catalina leyó la preocupación en el rostro de su hija. Para los esclavos, la enfermedad del amo era un momento de terrible incertidumbre. Al morir su dueño quedaban completamente sujetos a la voluntad recogida en el testamento, y eran raras las ocasiones en que el esclavo recibía un trato benevolente. Muchos eran vendidos para pagar deudas o para repartir mejor la herencia entre los descendientes. Los cambios no solían ser beneficiosos, y pocas veces se conservaba juntos a aquellos que eran familia. Por eso Catalina no estaba dispuesta a permitir que Vargas muriese aquella noche sin presentar batalla.
Tragó saliva antes de hablar. Enviar a la joven afuera en plena noche requirió de toda su fuerza de voluntad. Pero no podía confiar en que ninguno de los otros sirvientes cumpliese su encargo.
—Tienes que ir a buscar al médico Monardes —le dijo en voz baja—. En la calle de las Sierpes, junto al monasterio de las Clarisas. Es un viejo loco y solitario, pero dicen que es el mejor sanador de la ciudad.
La joven escuchó atenta las instrucciones de su madre. Tenía miedo, eso estaba claro, pero también era valiente. Conseguiría llevar al médico.
—Don Francisco no quiere matasanos —interrumpió una voz escandalizada a sus espaldas.
El ama de llaves se volvió hacia la puerta. Uno de los criados bloqueaba el paso. Al ser uno de los más antiguos de la casa, su opinión tenía mucho peso. Catalina estaba a cargo del servicio de Vargas, pero su condición de esclava debilitaba muchas veces su posición. Los criados, que codiciaban su puesto, aprovechaban cada pequeña ocasión para minar su autoridad, aunque sin atreverse a decir nada al señor de la casa, que inspiraba en todos un miedo cerval. El ama de llaves sabía que Vargas disfrutaba con la situación, que conocía muy bien e incluso fomentaba como medio de ejercer su propio control sobre el servicio, pero aquél no era momento para intrigas estériles.
—Don Francisco me lo ha pedido antes de caer desmayado. ¿Preferiríais esperar a que despierte o se muera?
—El amo no lo permitiría —dijo el otro, aunque había una grieta en su voz—. Y menos que la enviaseis a ella a estas horas.
—¿Queréis ir vos en su lugar?
El criado se apartó, alarmado por la petición de la esclava, y desapareció de la habitación.
—Ve ahora mismo, Clara —le dijo Catalina a su hija—. Y no vuelvas sin Monardes.
Echándose una basta capa de tela gris sobre los hombros, Clara cruzó el portón de la mansión de Vargas, enfrentándose a la noche. Zarcillos de niebla cobriza se escurrían entre los adoquines, apenas visibles bajo la escasa luz que desprendían los faroles de las casas más pudientes. Pese a la oscuridad, Clara no tomó un fanal para ayudarse a encontrar el camino, pues sabía muy bien que en los portales y en los callejones tenebrosos acechaban peligros mayores para una mujer joven que una caída en el arroyo. Con un fanal en la mano tan sólo conseguiría hacerse más visible.
Tenía sólo quince años, pero conocía la naturaleza de esas amenazas, así que ocultó el rostro bajo la capucha y se encomendó a su memoria para reconocer los edificios y las calles. Cada pocos minutos se topaba con un grupo de borrachos, un carruaje o incluso con un sacerdote acompañado de un monaguillo. El cura iba revestido de blanco y el monaguillo portaba una vela, así que Clara se imaginó que iría a llevarle la comunión a un moribundo. Si Monardes no ayudaba a su amo, tal vez dentro de poco ella también tendría que ir a buscar a un sacerdote.
Oyó un ruido tras ella y le pareció oír unos pasos que la seguían. Con el corazón bailándole en el pecho, se pegó a la pared, buscando un lugar oscuro. Esperó durante unos minutos en vano, pues nadie apareció ni los pasos se repitieron. Se sintió tentada de volver a la mansión de Vargas, pero no quería exponerse a las burlas de los criados.
Cuando consiguió reunir el valor suficiente se forzó a continuar por la estrecha calleja. El paso a la plaza de San Francisco estaba obstruido por un cuerpo, tal vez un mendigo que se había echado a dormir allí mismo, o quizá un insensato que había bebido demasiado. A juzgar por el olor agrio a orines y vómito debía de ser lo primero. Clara no podía ver bien sus ropas, ni siquiera si aún respiraba. Los faroles de la plaza y la luna que despuntaba por encima de las casas le permitieron intuir una mano mugrienta y un pie descalzo. Armándose de valor saltó por encima del cuerpo y salió a la plaza.
Atravesó la desierta explanada con la cabeza baja, sintiéndose expuesta ahora que no podía recurrir a la protección de los edificios. Un grupo de corchetes entraba en la plaza por el lado contrario, y Clara apretó el paso para no encontrarse con ellos. Aquellos hombres armados a los que el rey había encomendado la defensa de Sevilla suponían para Clara el mismo peligro que las sombras fugaces que intuía a ambos lados del camino. Incluso mayor, pues su número y su condición les daban impunidad contra las acusaciones de una esclava.
Finalmente se encontró en Sierpes. El monasterio de las Clarisas no andaba lejos, y junto a él se alzaba una pequeña casita con huerto. En el dintel de la puerta alguien había grabado la figura de una serpiente enroscada sobre un palo, y Clara supo que aquél era su destino.
Golpeó con el aldabón varias veces, sin resultado. Pegó el oído a la puerta, pero en el interior de la casa todo estaba silencioso. Volvió a llamar con todas sus fuerzas, y de repente el aldabón se le escapó de las manos. Alguien entreabrió la puerta.
—¿Qué deseáis a estas horas? —dijo una voz soñolienta.
La joven intentó ver quién hablaba, pero el interior estaba a oscuras.
—Mi amo envía a buscaros. Tiene fuertes dolores en la pierna, y se ha desmayado varias veces
—¿Has traído dinero?
Clara negó con la cabeza.
—¿Despiertas a un médico en plena noche sin traer una bolsa repleta? —La voz se había tornado dura y enfurecida—. Poco seso ha de tener tu amo, en verdad.
—Mi amo es don Francisco de Vargas —dijo Clara intentando sonar decidida.
Dentro se hizo el silencio durante unos instantes. Luego la puerta se abrió un poco más, lo suficiente para que la joven entrase. Reprimiendo su miedo, Clara se sumergió en las tinieblas del interior. Un golpe a su espalda indicó que la puerta había vuelto a cerrarse.
—Así que don Francisco ha mandado llamar a un médico —dijo la voz en la oscuridad—. Tiene que estar realmente desesperado.
Clara percibía movimiento a su alrededor, aunque no podía precisar qué estaba ocurriendo. Finalmente unas chispas hirieron la negrura y una vela se encendió, iluminando una enorme habitación presidida por una gran mesa central. Ésta estaba cubierta de redomas y cuencos, platos y almireces, tarros y utensilios que Clara jamás antes había visto.
Sosteniendo la vela se hallaba un hombrecillo delgado y canoso, de nariz recta y barba puntiaguda. Tan sólo llevaba puesto un gorro de dormir y un camisón. Las pantorrillas, blancas y huesudas, le asomaban por debajo como dos palillos.
—Dicen por ahí que tu amo jamás ha llamado a un médico. No desde lo ocurrido a su difunta esposa.
—Tampoco lo ha hecho ahora, mi señor. Ha perdido el conocimiento.
Al oír aquello una sombra de sospecha cruzó por los ojos del médico.
—¿Acaso esto es una trampa? ¿Quién te ha escoltado hasta aquí?
—Nadie, señor.
—¿Qué le sucede a tu amo?
—Arde de fiebre, le duele muchísimo la pierna.
Monardes fue hasta la puerta y abrió una estrecha mirilla. Pasó un rato asomado a ella antes de volverse. Parecía más tranquilo.
—Sola, en mitad de la noche, sin el consentimiento de tu amo… realmente debes de ser alguien especial. —Renqueó hasta ella y alzó la vela—. Descúbrete, quiero verte mejor.
La joven se echó atrás la capucha. El médico contuvo una exclamación ante la turbadora belleza de la joven, enmarcada por un espeso pelo de color azabache. Luego se aproximó aún más y estudió con atención su rostro.
—Labios gruesos pero elegantes, ojos almendrados, la tez tostada... Eres una india caribe. —Clara, sorprendida ante aquel escrutinio, se limitó a asentir—. Tus rasgos son muy suaves. ¿Tu padre es español?
—Lo desconozco, mi señor —dijo Clara con una nota de vergüenza. Era muy común que las esclavas se quedasen embarazadas, aunque la identidad del padre pocas veces trascendía. Éste podía ser otro esclavo, un criado o incluso el mismo amo. Catalina jamás le había hablado a Clara de su padre, por más que ella le hubiera insistido de niña.
Monardes la tomó con suavidad de la barbilla, buscando la marca de la esclavitud, que normalmente iba grabada a fuego en la cara. Sin embargo la perfecta piel de Clara nunca había sufrido aquella tortura. La joven levantó la muñeca, mostrando un aro de hierro que la aprisionaba donde podía leerse el nombre de Vargas.
—Creía que los caribes ya no podían ser esclavos.
—Mi madre es de buena guerra, señor —dijo Clara, cada vez más molesta.
El médico retiró la mano de la cara de la joven. Los dedos finos dejaron un recuerdo helado en su piel, pero resistió el impulso de frotarse allí donde el médico le había tocado.
—Y tú naciste aquí.
—Sí, mi señor.
Monardes asintió con descuido y apartó la vista, como si al quedar claro el enigma hubiese perdido el interés por ella. En efecto, había muy pocos esclavos provenientes de las Indias en España. Cuando Colón descubrió el Nuevo Mundo pintó a la reina Isabel la Católica un retrato maravilloso de sus gentes, y ésta terminó declarándolos sus súbditos. Por tanto los españoles no podían esclavizar a los indios, ni tampoco lo pretendían. Existía la creencia de que eran trabajadores flojos y malos, que apenas cumplían o lo hacían con desgana. Ello había creado un floreciente mercado para los negreros, que tomaban su brutal mercancía de las costas africanas y la llevaban al otro lado del océano para trabajar en minas y plantaciones.
Apenas existían esclavos de las Indias, y los pocos que había eran aquellos que se habían alzado en armas contra los españoles. Así hicieron los orgullosos caribes, que lucharon contra un enemigo imposible de derrotar con sus primitivas armas. Los supervivientes se habían convertido en esclavos «de buena guerra». Clara también lo era, pues la condición de esclavo se heredaba de la madre.
—¿Cómo te llamas, muchacha?
—Clara.
—Muy bien, Clara del Caribe. Espera aquí mientras me preparo.
Monardes regresó al cabo de unos minutos vestido con calzas y jubón negros, a la moda sevillana. Trasteó por la mesa y un armario cercano, colocando objetos diversos dentro de una bolsa de cuero atada con cordel. Al terminar, se volvió hacia ella e hizo una ligera reverencia.
—Me temo que no me he presentado formalmente. Nicolás de Monardes, médico y herbolario.
A pesar de lo sencillo de la fórmula, la reverencia era un detalle inaudito en un hombre de posición acomodada hacia una humilde esclava. Clara no pudo evitar sonreír, aunque se sintió perturbada. Aquel hombre era la persona más extraña que había visto en su vida.