«Va a vivir.»
Tan sólo a los pocos que vencían la enfermedad les supuraban las bubas en el cuarto día. Aquel niño, que no podía contar más de trece años, había derrotado a un mal que podía tumbar a un hombre fuerte en pocas jornadas. Pero la hazaña no serviría de nada si lo dejaba allí, débil y abandonado a su suerte. Reprimió un gruñido de disgusto, pues aquello trastocaba por completo sus planes, pero ni por un momento se planteó no ayudar al chico. Estaba claro que el destino había guiado sus pasos hasta aquella venta dejada de la mano de Dios por alguna razón.
Rodeando los jergones, el comisario se acercó a la tinaja de aceite. Extrajo del cinto su daga y acuchilló varias veces la parte baja del enorme recipiente hasta que abrió una gran grieta en el barro. El líquido comenzó a derramarse sobre el suelo de madera con un borboteo sordo. Pasando por encima del creciente charco, el comisario volvió junto al niño. Se agachó junto a él y lo cargó sobre su hombro derecho. Pesaba menos de lo normal en un chico de su edad, pero aun así notó cómo le crujía la espalda al volver a incorporarse. El comisario recordó con ironía que tan sólo unos minutos antes se había sentido capaz de acarrear él solo todo el trigo del rey.
«Si pudiese valerme del maldito brazo izquierdo…»
Caminó de vuelta a la luz, seguido por el reguero de aceite, que se encenagó en el umbral al contacto con la arena del exterior. Los hombres contuvieron el aliento cuando lo vieron salir con un niño en brazos, pero el comisario le alejó de ellos; debían permanecer ignorantes de su enfermedad para que tuviera una oportunidad. Con un último esfuerzo, dejó al pequeño a la sombra del pozo. Sacando su propia cantimplora, echó un chorro de agua en los resecos labios.
—¿El niño no tiene peste, señoría?
—No, pero su familia ha muerto y se encuentra exhausto. Debo llevarlo a Sevilla.
—¿Y qué pasará con las requisas del rey?
El comisario se pasó la mano por la barba, pensativo. Aquellos hombres estaban más movidos por sus salarios que por el fervor patriótico, pero aun así llevaban razón. Los abastos de grano no podían retrasarse ni un solo día para que la flota pudiese partir a tiempo a la conquista de Inglaterra. Miles de vidas dependían de ello.
Apuntó con el dedo a dos de los ganapanes.
—Tú y tú: encended un fuego y prended el chamizo. El resto abrevad a los animales con el agua del pozo, pero no bebáis vosotros. Después todos retomaréis el camino de Écija y haréis noche en la primera posada que encontréis. Mañana al mediodía nos reuniremos junto al ayuntamiento.
Sin el lastre de mulas y carros, un jinete podría hacer aquel recorrido en tan sólo media jornada. Aquello le daba tiempo de sobra, y aún le permitiría gozar de una buena cabalgada. Sin su supervisión, lo más probable es que el grupo acabase en el primer burdel, pero por suerte aún no les había pagado nada. No le costaría demasiado esfuerzo ponerlos a trabajar al día siguiente.
«Y quién sabe… quizá estoy salvando a un futuro soldado de Su Majestad.»
Cuando los carros desaparecieron tras el primer recodo del camino, el comisario tomó un par de los maderos ardientes del chamizo por el extremo donde no había fuego y los arrojó al interior de la venta. Necesitó hacer varios viajes hasta que consiguió que el fuego se extendiese, prendiendo primero en la mesa y finalmente en las empapadas tablas del suelo. Las llamas tardaron en arder en el espeso aceite, pero cuando lo hicieron se elevaron hasta el techo con ferocidad. En pocas horas aquel lugar no sería más que un puñado de ruinas ennegrecidas y humeantes, y la peste no se propagaría por la región.
El comisario tuvo que hacer un enorme esfuerzo para colocar al niño sobre la cruz del caballo. Había permanecido mudo y semiinconsciente hasta aquel instante, pero soltó un quejido de protesta y entreabrió los ojos.
«Buena señal, muchacho. Celebro que aún te queden ganas de luchar.»
El trayecto de vuelta a Sevilla no era demasiado largo, pero el comisario llevó el caballo al paso, con miedo de que el niño se viese afectado por el movimiento. La preocupación le embargó cuando se dio cuenta de que podía no llegar antes de que las puertas de la ciudad se cerrasen, y en ese caso se vería obligado a pasar la noche fuera con el enfermo, al raso o en una posada; una opción demasiado peligrosa si cualquiera descubría que el niño aún tenía la peste. Un médico musulmán le había dicho una vez al comisario que los supervivientes no podían transmitir la enfermedad, pero sería muy difícil explicarles esa sutileza a los guardias o a un grupo de ciudadanos temerosos. En cuanto vieran las bubas, lo más probable es que echaran al niño a una zanja y le prendieran fuego. Había visto hacerlo antes.
Entrar en la ciudad no iba a ser sencillo, pero aun así el comisario soltó un suspiro de alivio cuando se halló a tiro de piedra de la Puerta de la Macarena. El sol corría a esconderse tras la torre de la catedral, y su hermoso giraldillo brillaba con un resplandor anaranjado. A los pies de los muros que circunvalaban Sevilla, una serie de hileras se formaban frente a las puertas de la ciudad. Los trabajadores de los campos, los mercaderes, los buhoneros, los aguadores y los matarifes daban por finalizada la jornada y se apresuraban a buscar la protección de las murallas por cualquiera de sus veintitrés puertas antes de que éstas se cerrasen.
El comisario azuzó su caballo hasta el principio de la fila, ante los insultos y las quejas del medio centenar de personas que aguardaban su turno para entrar. Enseñó a los guardias el documento que acreditaba su cargo, pero éstos le miraron con suspicacia. Aguantó el escrutinio sin apartar la vista, confiando en que así apartarían los ojos del niño.
—¿Quién es el rapaz?
—Mi criado.
—Parece enfermo.
—Le ha sentado mal la comida.
Uno de los guardias se aproximó al rostro del muchacho, que yacía boca abajo sobre la cruz del caballo. El comisario temió que levantase el pañuelo que le había colocado alrededor del cuello, tapando las bubas delatoras. Sin embargo el otro se apartó sin tocarle.
—Vos tenéis paso franco, señor, pero vuestro criado no.
El comisario fue a protestar, pero el guardia le interrumpió.
—Tendrá que pagar el portazgo, como todos los demás. Serán dos maravedíes.
Quejándose amargamente como buen hidalgo para disimular su alivio, el comisario echó mano de la bolsa y arrojó una moneda de cobre al guardia.
El crepúsculo había tomado las estrechas calles de Sevilla cuando el enfermo y su salvador se detuvieron frente a la Hermandad del Santo Niño, en el barrio de La Feria. Aquel orfanato era el menos terrible de la docena de ellos que había en la ciudad; al menos eso había oído decir el comisario a un alguacil que había abandonado al bebé de una querida allí. El muy bastardo se había jactado de ello, como si elegir el lugar donde deshacerse de tu prole no deseada fuera motivo de orgullo.
El comisario descabalgó y golpeó el aldabón por tres veces. Un anciano fraile con aspecto cansado y una palmatoria en la mano abrió la puerta y estudió con cautela al extraño erguido frente a él.
—¿Qué se os ofrece?
El comisario se inclinó y susurró unas cuantas palabras al oído del fraile, señalando hacia su montura. El fraile se aproximó al niño, que parpadeó cuando notó las huesudas manos del religioso retirando el pañuelo de su cuello, ahora manchado por el pus que supuraba de las bubas. El anciano acercó la palmatoria para contemplar los efectos de la enfermedad.
—¿Sabéis cuánto hace que contrajo la plaga?
—Su madre había muerto horas antes de que la encontrase, eso es todo lo que sé —respondió el comisario. Temió que el fraile se negase a aceptar al niño por tener la peste, pero aquél hizo un gesto de asentimiento al observar más de cerca el cuello del enfermo. Luego levantó su cabeza, tomándole de la barbilla con suavidad. La llama reveló unos rasgos fuertes en un rostro mugriento.
—Es mayor —gruñó el fraile.
—Tendrá unos trece años. ¿A qué edad abandonan vuestros pupilos el orfanato, padre?
—A los catorce.
—Eso le daría al chico unos meses para recuperarse y tal vez buscar oficio.
El fraile resopló con incredulidad.
—De todos los pobrecitos que abandonan en esta santa casa, tan sólo dos de cada diez llegan vivos a cruzar los muros el día de su decimocuarto cumpleaños. Pero cuando lo hacen saben leer y escribir, incluso les buscamos acomodo, si es que no se descarrían antes. La nuestra es labor de años, no de meses.
—Tan sólo os estoy pidiendo una oportunidad para el muchacho, padre.
—¿Contribuiréis a su sostén durante este tiempo?
El comisario hizo una mueca. Esperar el favor de un fraile sin que éste le pusiese precio era pedirle peras al olmo, pero aun así seguía doliéndole aflojar las cuerdas de su bolsa. Ni siquiera era su propio dinero, sino el que le habían confiado para cumplir con las requisas del rey. Cuando finalmente cobrase su propio salario tendría que devolverlo. Colocó cuatro escudos de oro sobre la mano tendida del anciano y, como éste no la retiraba, añadió otros dos más con un suspiro de resignación. Aquel gesto caballeresco le estaba saliendo muy caro.
—Seis escudos. Eso debería bastar.
El fraile se encogió de hombros, como diciendo que ninguna cantidad era demasiado cuando se le entregaba a un siervo de Dios. Volvió al interior del orfanato, donde llamó a otros dos frailes más jóvenes, que acudieron a hacerse cargo del niño.
El comisario volvió a montar, pero cuando iba a ponerse en marcha el anciano agarró el bocado del animal.
—Esperad, señoría. ¿Quién debo decirle que es su salvador, para que le tenga en cuenta en sus oraciones?
El hombre guardó silencio un momento, con la mirada perdida en las calles tenebrosas de Sevilla. Estuvo a punto de negarse a responder, pero había pasado por demasiados malos tragos en la vida, demasiadas pruebas y sinsabores como para desperdiciar una oración a cambio de sus seis escudos. Volvió sus ojos tristes hacia el fraile.
—Decidle que rece por Miguel de Cervantes Saavedra, comisario de abastos del rey.
E
l tañido comenzó fuerte y sereno para volverse rápido, agudo y alegre. El sonido era inconfundible.
Los sevillanos aprendían a interpretar desde muy niños las campanas de la catedral. Su repique anunciaba bodas y funerales, subrayaba mediodías y atardeceres, advertía de plagas y peligros. Desde la inmensa altura del campanario, el canto de aquellos ángeles de bronce dominaba las vidas de los ciudadanos como el eco de la voz de Dios.
El mensaje llegó a todos y cada uno de los rincones de la ciudad: la flota de las Indias había regresado. Los inmensos galeones ya remontaban el Betis —o Guad al-Quivir, como lo llamaban los moriscos— rumbo al puerto del Arenal, con las bodegas rebosantes de plata y oro.
Los banqueros y comerciantes se frotaron las manos, pensando en las mercancías que en breve abarrotarían sus almacenes. Los carpinteros de ribera y los calafateadores saltaron de alegría, pues los barcos requerirían de numerosas reparaciones tras la peligrosa travesía por el Atlántico. Los taberneros, las prostitutas y los tahúres corrieron hacia el puerto con sus barriles de vino barato, sus caras pintarrajeadas y sus cartas marcadas. Fueron los primeros, pero no los únicos. Toda Sevilla se dirigía al Arenal.
Sancho no era una excepción.
El muchacho jamás había escuchado antes aquel repique de campanas, pero comprendió enseguida su significado, pues hacía semanas que en la ciudad no se hablaba de otra cosa que del inminente regreso de los galeones. Lo que no podía imaginarse en ese momento era que en pocas horas su vida correría peligro a causa de lo que iba a bordo de ellos.
A su alrededor, la plaza de San Francisco era un hervidero de vivas a Dios y al rey. Los tenderos desmontaban sus puestos a toda prisa, sabedores de que el público aquella mañana estaría en otro sitio. Los dueños maldecían a los aprendices, instándoles a embalar todo lo antes posible. Sancho se acercó a un peltrero que guardaba escudillas en un baúl.
—¿Deseáis que os ayude, señor? Puedo cargar con vuestros enseres hasta el Arenal y ayudaros a instalar allí el puesto otra vez —dijo intentando sonar serio y respetuoso.
Sin dejar de revolver en sus enseres, el peltrero echó un breve vistazo al espigado muchacho de pelo negro y ojos verdes que estaba junto a él. Le hizo un gesto obsceno con la mano.
—¡Lárgate, mocoso! No necesito ayuda, y dudo que tú puedas ni con tu propia sombra.
Sancho se apartó, humillado. Las gachas que había tomado en el orfanato como exiguo desayuno llevaban horas digeridas. Aquella mañana no había tenido suerte con los clientes, así que pasaría hambre durante todo el día. Los frailes no podían dar de comer al centenar largo de expósitos que abarrotaban la Hermandad del Santo Niño, así que los mayores debían espabilar si querían almorzar algo.
Casi todos recurrían al empleo de esportillero, que consistía en llevar una pesada cesta de mimbre y ofrecerse en plazas y mercados a los viandantes como mozo de carga. Las dueñas y las esclavas que acudían a los mercados les daban un maravedí por cargar con los alimentos desde los puestos hasta las cocinas de las casas. Con suerte, si éstas compraban frutas o huevos, el esportillero podía meterse algo en la boca mientras la clienta se paraba a conversar con alguna vecina.