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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (9 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Guillermo de Shakespeare, a tu servicio. Actor, vagabundo y poeta. Un poco de las tres cosas y mucho de ninguna, me temo.

VIII

N
o puedo seguir viniendo a atenderos, señor —dijo Monardes, muy serio.

Vargas, sobresaltado, paró de beber la infusión que estaba tomando. Apartó la taza de porcelana, tan fina que era casi translúcida, y la dejó sobre la mesilla de noche.

Habían transcurrido dos semanas desde el doloroso inicio de su enfermedad, que había resultado ser gota. El anuncio le había golpeado como un mazazo. A pesar de que no era un hombre joven, tampoco se consideraba un viejo, y la gota sin duda era dolencia de tal. Al fin y al cabo había sido la gota lo que había derribado de su trono al poderoso emperador Carlos, que había acabado sus días en el monasterio de Yuste, solo y olvidado.

El declive del viejo rey también había comenzado con un dolor agudo en el pie, que se le había hinchado al doble de su tamaño normal. El emperador había confiado en rosarios y misas para curar su enfermedad, algo que no había dado demasiado fruto. Se decía en la Corte que al final su pie podrido apestaba tanto que había que azotar a los esclavos para que le cambiasen los vendajes.

Aterrado por aquella perspectiva, el comerciante pasó los días siguientes al anuncio en mutismo total, sin apenas comer. Pero hacía falta más que una enfermedad incurable para derrotar un hombre de la descomunal talla de Francisco de Vargas, acostumbrado a matar o destruir todo lo que se cruzaba en su camino. Cuando fue asumiendo poco a poco la noticia, también regresaron sus ganas de presentar batalla. Al fin y al cabo podía vivir aún muchos años, décadas incluso.

Con los debidos cuidados, por supuesto. Por eso le sorprendieron y asustaron las palabras de Monardes.

—Dijisteis que me atenderíais mientras fuerais capaz de ello.

—Terminaos la medicina —dijo Monardes, alargándole la taza.

—Su sabor es repugnante.

—La infusión de sasafrás es amarga, pero ayuda a reducir la inflamación. Mañana podréis volver a levantaros.

Era cierto. Hacía una semana apenas podía soportar el roce de la sábana sobre el dedo gordo del pie. Ahora la hinchazón había desaparecido prácticamente del todo, dejando la piel enrojecida y un picor desagradable que tenía prohibido rascarse. Las compresas frías que le aplicaban apenas contribuían a aliviarlo.

—¿Es cuestión de dinero? Puedo doblar vuestros honorarios, si así lo queréis.

Monardes miró en derredor. Un crucifijo de plata con incrustaciones de piedras preciosas compartía la pared junto a varios cuadros de santos y vírgenes. Un arcón repujado custodiaba los pies de la mullida cama con dosel. Ésta era tan grande que hubiera podido acoger a cuatro personas y aún hubiera sobrado sitio.

—No lo dudo, señor. Para vos todo es una cuestión de cifras, ¿verdad?

—La vida me ha enseñado que todo se puede comprar.

—Excepto más vida. Que es precisamente lo que a mí me falta.

—¿Qué queréis decir, médico?

—Soy un hombre muy anciano, señor. Dudo que pase otro invierno, y seguro que no pasaré dos —dijo Monardes mientras iba recogiendo sus ungüentos y frascos y los colocaba en su bolsa—. Cada paso y cada respiración son un triunfo para mí. Tengo más dinero del que me puedo gastar, y lo único que deseo es volver a mi huerto, entre mis hierbas y helechos. Verlos crecer hasta que me convierta en abono para ellos. Venir aquí cada día me roba demasiado tiempo.

En ese momento Vargas apartó las sábanas y bajó trabajosamente de la cama. Hizo una mueca de dolor al apoyarse sobre su pie enfermo, pero aun así se las arregló para llegar cojeando hasta Monardes, que le contemplaba entre el asombro y el miedo. Aquél no era un enfermo corriente. Era uno de los hombres más poderosos de Sevilla, y su fama de cruel y despiadado había llegado incluso hasta el tranquilo huerto del médico. Los rumores decían que pocos osaban oponerse a sus deseos, y los que lo hacían encontraban a menudo un final desagradable. «Una húmeda tumba en el Guadalquivir. Un cadáver flotante, hinchado e irreconocible. Cuanto más nos aferramos a la vida, menos nos queda», pensó Monardes.

—Señor, debéis tener cuidado...

Vargas le agarró el brazo con una fuerza que desmentía su condición.

—¿Qué es lo que queréis?

—Podéis encontrar otro médico que os atienda —dijo Monardes con un hilo de voz.

—Los médicos son todos unos charlatanes mentirosos y ruines, que causan más dolor que el que alivian y además cobran por ello. Yo os quiero a vos.

—Siento lo que le sucedió a vuestra esposa, pero...

Al oír aquello el rostro de Vargas se congestionó en una mezcla de ira y dolor. Alzó el puño sobre la cabeza de Monardes, y el anciano se encogió de terror. Pero antes de que el golpe se produjese, Catalina entró en el cuarto con una bandeja en las manos. La esclava, horrorizada, se quedó en la puerta, pero la interrupción fue providencial para el médico.

Monardes abrió los ojos a tiempo de ver cómo la rabia abandonaba el rostro de Vargas como una marea, dejando tan sólo tristeza en su lugar. El comerciante bajó el brazo y volvió a sentarse en la cama.

—Lucinda tenía jaquecas constantes y los matasanos la sangraban para aliviárselas. Yo estaba de viaje cuando uno de aquellos imbéciles sacó más sangre de la cuenta.

Prudente, el anciano guardó silencio. Aquello era algo que ocurría de tanto en tanto: un paciente demasiado débil, un médico ignorante que recurre a la sangría con frecuencia, pues es uno de los pocos métodos que conoce y que impresionan a sus clientes. Monardes ya sabía aquella historia, así como lo que le había ocurrido al irresponsable que había dejado una de las fuentes abiertas demasiado tiempo. Lo habían hallado una semana después, colgando boca abajo de un gancho en el Matadero. Lo habían degollado y toda la sangre de su cuerpo estaba en una olla de metal.

—Os lo vuelvo a repetir, Monardes. ¿Qué es lo que queréis?

—No quiero nada para mí. Pero tal vez habría una forma de ayudaros.

—¡Hablad deprisa!

—Entregadme a la niña caribe. Vuestra esclava, Clara.

Catalina, que repuesta ya del susto había comenzado a recoger el desayuno de su amo, comenzó a temblar al escuchar aquello. Una taza de porcelana se le escurrió de la bandeja, haciéndose añicos contra el suelo. La esclava miró el destrozo horrorizada, pues con el valor de la taza se podría alimentar a una familia durante un mes. Pero cuando su amo habló lo hizo con voz inexpresiva.

—Márchate, Catalina.

—Mi amo, he de recoger...

—Ya lo harás después.

Monardes vio cómo la esclava se debatía entre el miedo y la necesidad de saber, pues era consciente de que en aquella habitación se estaba fraguando el futuro de su hija. Finalmente agachó la cabeza y dejó el cuarto, aunque el médico hubiera apostado su vida a que en ese instante estaba apostada detrás de la puerta.

—No acabo de comprenderos —dijo Vargas cuando la esclava se marchó.

Estudiaba al médico con los ojos entrecerrados y los hombros rígidos. Algo en su actitud había cambiado cuando Monardes mencionó a la joven Clara.

—Señor, mis cansadas piernas ya no pueden hacer hasta aquí el camino todos los días, pero ella es joven y fuerte. Hace muchos años que no tengo aprendiz, y vivo muy solo en una casa grande y vacía. Podría transmitirle mis conocimientos sobre hierbas y preparados, y sería un alivio para mi soledad.

—¿Creéis que será capaz de aprender? Sólo es una mujer.

—Es valiente. Vino a buscarme sola, en mitad de la noche.

—Eso no es signo de inteligencia —replicó Vargas, despectivo—. Más bien al contrario.

—Fue imprudente. Pero puede que os salvase la vida aquella noche.

Vargas guardó silencio unos instantes, preparando el terreno para la siguiente pregunta.

—¿A qué os referís exactamente con «alivio de la soledad», médico?

—Conmigo no tiene nada que temer, señor.

—Eso me han dicho. Sería distinto si se tratase de un muchacho, ¿no es verdad? —insinuó Vargas con una sonrisa cruel.

Durante un momento que pareció eterno, en la habitación sólo se oyó el crepitar de la hoguera, mientras Vargas disfrutaba con la humillación palpable del médico ante la grave acusación.

—Como os he dicho, señor, conmigo no tiene nada que temer —dijo por fin Monardes muy despacio.

Vargas se encogió de hombros, frustrado de no haber conseguido la explosión de rabia que estaba buscando, pero no le quedó más remedio que ceder.

—Entonces tenéis mi permiso. Llevadla con vos, pero cada día deberá dejar su aprendizaje para venir a atenderme. Y cuando muráis, volverá a esta casa para siempre.

IX

T
ras dejar a Guillermo, el falso irlandés, Sancho descendió los escalones hasta la taberna. Allí le estaba esperando Castro con el rostro encendido y los puños apretados.

—Dame el dinero.

El muchacho sintió que el miedo le invadía. Había abierto el vino de Toro con la esperanza de ganarse la confianza del extranjero, pero debía haberle pedido el pago por adelantado, como era costumbre cuando se encargaba vino de calidad. La taberna estaba completamente en silencio, y los tres o cuatro parroquianos que se desperdigaban por las mesas seguían atentamente la escena.

—Serán quince maravedíes —insistió Castro, enfurecido—. Si te ha dado propina, puedes quedártela.

Sancho echó una fugaz mirada hacia la puerta, buscando una manera de escapar, pero el otro anticipó su movimiento incluso antes de que sus pies hubieran empezado a moverse. Alzó la mano y lo derribó de un bofetón en el suelo. El muchacho trató de escabullirse arrastrándose bajo un banco, pero las fuertes manos del tabernero lo agarraron por los tobillos y tiraron de él hacia atrás.

—¡Inútil! ¡Maldito inútil! —gritó Castro, cosiéndole a patadas.

Sancho intentó hacerse un ovillo en el suelo, tapándose la cara con los antebrazos y apretando los dientes para no gritar. Ya que no podía escapar de la paliza, al menos no le daría a aquella mala bestia ocasión de disfrutar. Mientras llovían los golpes, intentó ir contando cuántos eran. Porque pensaba devolverlos por duplicado.

La cuenta se alzaba a dos docenas cuando perdió el conocimiento.

Al volver en sí lo primero que sintió fue el daño en las costillas, como la opresión de una caja repleta de clavos. Sintió que era insoportable, hasta que el dolor de su cabeza tomó el relevo y le hizo añorar el del costado. Abrió el ojo derecho, descubriendo que se hallaba en el cuarto de los trastos, tendido sobre una manta. El otro ojo no podía abrirlo. Sintió miedo de haberse quedado tuerto, y se palpó con las yemas de los dedos temiendo encontrar un vacío. En su lugar halló un bulto hinchado e informe, casi irreal.

—No te preocupes, muchacho. Sólo tienes un ojo negro.

Sancho reconoció la voz de Guillermo y reprimió una mueca. Por su culpa se había metido en aquel lío. El inglés estaba junto a él y le enjugaba las heridas del rostro con un trapo mojado en vino.

—Es del barril que abriste con tanto atrevimiento. Tu amo me obligó a comprarlo entero. Un desperdicio que tengamos que malgastarlo de esta manera.

—Tampoco es que antes tuvierais demasiado tiempo para apreciarlo —rezongó Sancho.

—No fue antes, mi pequeño. Fue hace dos días. Llevas todo ese tiempo con un pie en la orilla del Leteo. —Hizo una pausa, como si considerase que sólo hablaba con un pobre mozo de taberna—. Perdona. El Leteo era uno de los ríos del Hades...

—Sé lo que es el Leteo. Ojalá y me trajeran un vaso de sus aguas, así podría olvidarme de este dolor.

Guillermo lo miró con extrañeza, sorprendido de que Sancho supiera aquello. El muchacho no captó el gesto, pues había cerrado los ojos.

—Olvido —dijo el inglés en un susurro—. Algo de eso sé. Yo también he intentado buscarlo.

—¿Por eso bebíais como si os fuera la vida en ello?

—El desprecio de una mujer, un pasado de recuerdos ingratos, un futuro con más sombras que luces. ¿Qué más da por qué? Simplemente hay días en los que resulta demasiado doloroso seguir consciente.

Sancho volvió a abrir el ojo sano. El otro rehuyó su mirada con manifiesta incomodidad, que se prolongó durante un largo silencio.

—¿Qué hacéis en Sevilla, don Guillermo?

—No puedo decírtelo —dijo el otro, muy serio.

—Pero no sois un espía.

El inglés eludió la respuesta. Volvió a hundir el trapo en el vino y apretó con fuerza para escurrirlo. La tarde avanzaba y en el cuarto había poca luz, pero Sancho pudo apreciar las manos de Guillermo. Estaban limpias y bien cuidadas, con las uñas recortadas con esmero. Pero bajo ellas había una capa negra que las teñía con un marco de luto. «Tinta —pensó—. Bien debajo de la uña, como si saliese de su propia carne.»

—No me has denunciado —dijo Guillermo al fin.

—¿Cómo decís?

—Podías haberlo hecho y haber evitado la paliza. Serías un héroe y yo estaría en las mazmorras de la Inquisición.

«O algo peor —pensó Sancho con amargura—. Mi amigo Castro y sus parroquianos te habrían dedicado sus cariñosas atenciones antes de que llegasen los corchetes.»

La triste verdad es que no se le había ocurrido aquella forma de huir de los golpes del tabernero. Se preguntó qué habría hecho si aquella posibilidad hubiera pasado por su cabeza. La vida de otro ser humano a cambio de evitar su propio dolor. Un hereje, un inglés, un enemigo. ¿Le hubiera entregado? «Tal vez —se dijo—. Tal vez.»

—No quise tener vuestra muerte sobre mi conciencia —dijo Sancho, en parte para congraciarse con el inglés y en parte para convencerse a sí mismo.

—Gracias, muchacho. Estoy en deuda contigo.

—¿De verdad? Bueno, tal vez podríais pagarme. ¿Conocéis de algún buen empleo?

Guillermo se mordió los labios, azorado.

—En realidad no. Yo mismo estoy a la espera de encontrar una posición.

Sancho sintió que una honda desesperación se apoderaba de él. Por un momento había creído que su suerte podía haber cambiado, pero desde el aciago día de la llegada de los galeones nada le salía a derechas.

—Pues no me servís de gran cosa entonces, don Guillermo. Seguiré en el Gallo Rojo hasta que el animal de Castro me mate a golpes.

—Siempre podrías dejarlo.

—¡Ja! —bufó Sancho despectivo—. ¿Para hacer qué? ¿Pedir limosna? ¿Ser un vulgar ladrón?

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