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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (36 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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«Toda la vida esperando a que surja alguien así entre tus alumnos. Toda la vida, y tiene que surgir ahora, al final. Cuando ya estoy viejo y agotado, cuando ya he dejado de creer.»

Por las noches, cuando abandonaban agotados el entrenamiento, se arrojaban sobre lo que Josué había cocinado. Cuando llegaron el verano anterior hubiera sido inconcebible para el herrero sentarse a la misma mesa que dos desharrapados galeotes, y mucho menos si uno de ellos era negro. Con el paso del tiempo los prejuicios de Dreyer se fueron debilitando con cada nuevo plato que Josué les ponía delante.

Incluso acabó reconociendo a regañadientes que el gigantón era un cocinero pasable.

—Emplea demasiada cebolla en todo. Así no hay quien saboree un buen estofado. Pero casi está comestible.

Un día de invierno, sin más ceremonia, invitó a ambos a acompañarle en el banco corrido que había en la mesa de la cocina. La incomodidad de los primeros días se fue derritiendo. Al llegar la primavera las cenas en casa del herrero se habían convertido en momentos de camaradería. Dreyer solía entonar himnos militares de su Flandes natal, canciones que hablaban de la derrota de los españoles y la restauración del orgullo patrio. Sancho y Josué escuchaban sin comprender, conmovidos por la hondura y la nostalgia que desgarraban la voz del herrero. Sin embargo Dreyer nunca les contaba historias de sí mismo, por más que a ambos les hubiera gustado conocer las razones que habían llevado al antiguo maestro de esgrima a un exilio tan lejos de su tierra. Más allá de lo que Sancho había conseguido averiguar el día que comenzó su entrenamiento.

Antes del fin de la velada, Sancho siempre se escurría afuera mascullando alguna excusa. En ocasiones el herrero le seguía a distancia. El joven siempre se dirigía a la fragua, donde se sentaba en la plataforma de piedra que daba al valle. En aquel lugar, el mismo desde el que el herrero les había visto por primera vez, Sancho observaba atentamente la oscuridad. En las noches claras, cuando la luna teñía de un matiz azulado los tejados de Sevilla, podía pasarse allí varias horas. Dreyer se preguntaba qué pensamientos pasarían por la cabeza del muchacho en aquellos momentos.

Una mañana de verano, el herrero llamó al joven a la forja y le mandó poner el pie sobre el yunque. En pocos minutos consiguió liberar la extremidad de la argolla, que cayó al suelo con un estridente sonido metálico. Sancho se acarició con las yemas de los dedos la zona de piel donde había estado la argolla, que había quedado blancuzca y ligeramente hundida. Nunca le volvería a crecer el vello en esa parte.

—A tu amigo ya le saqué la argolla hace un rato. Será mejor que ambos evitéis que nadie vea nunca esa marca, Sancho. No sería demasiado difícil atar cabos.

El joven alzó la vista hacia Dreyer, sorprendido. Era la primera vez que el herrero le llamaba por su nombre. Entonces comprendió.

—Ya ha pasado un año.

—Ya no eres un aprendiz.

—Ése fue nuestro acuerdo, en efecto —dijo Sancho con un ligero temblor en la voz.

—Quiero que te quedes. Es decir, me gustaría que os quedaseis el infiel y tú.

—A mí también me gustaría.

—Tienes mucho que aprender. Apenas te he enseñado los rudimentos de las armas secundarias, y desde luego tu puntería con pistola es un auténtico desastre.

Sancho asintió, incómodo. En efecto, se había sumergido tanto en el estudio de la espada que apenas habían dedicado tiempo a otras armas. Y a diferencia de la esgrima, las armas de fuego le parecían instrumentos burdos, lentos e imprecisos. No les había tomado cariño, ni ellas a él.

—Me gustaría preguntaros si ya me veis preparado para enfrentarme a otros.

Dreyer se rascó la cabeza y miró al joven de pies a cabeza. Había crecido un par de pulgadas, tenía la espalda más recta y sus hombros se habían ensanchado. Tras tanto correr a pleno sol, la palidez rojiza con la que se había presentado ante su puerta había desaparecido. En su lugar una piel morena recubría unos músculos nervudos y alargados.

Apartó la vista, dudando sobre qué decir. La mayor dificultad que había acarreado la enseñanza de Sancho era que en todo aquel tiempo sólo se había enfrentado a él. A diferencia de cualquier academia, en la que había diversos alumnos de los que aprender y con los que ponerte a prueba, en casa del herrero sólo había habido un único contendiente, si bien era uno formidable. El chico necesitaría muchos meses y combates a cara de perro antes de alcanzar su verdadero potencial. Pero poseía unas manos veloces, una mente aún más rápida y sobre todo una calma gélida.

—Necesitas más entrenamiento.

—Pero...

—Te veo capaz de defenderte, si eso es lo que ibas a preguntarme. Si no haces tonterías, igual llegas a viejo. ¿Recuerdas lo que te dije acerca de los espadachines legendarios?

—Para ser leyenda tienen que hacer alguna estupidez.

—Exacto. Es fácil acordarse de quien se enfrentó en solitario contra siete u ocho. Pero por bueno que sea él o malos sean los otros, alguno alcanzará a pincharle en los hígados. Que nadie te recuerde, Sancho.

El joven sonrió.

—He de marcharme ya, maestro. Tengo que saldar mi deuda.

—Antes de que te vayas me gustaría que recordases una cosa, Sancho. Tu amigo no murió por tu culpa.

Sancho le miró sorprendido, pues aunque le habían contado su historia a Dreyer, hasta aquel momento no había hecho ningún comentario.

—Fui yo quien ideó el plan para robar los documentos del banco. De no haberlo hecho seguiría vivo.

Dreyer carraspeó y tomó un pedazo informe de hierro, colocándolo sobre las brasas para que fuese cogiendo calor.

—Hay una lección que no te enseña el camino de la espada, Sancho, sino el camino de la vida. Y es que lo más difícil que hay es perdonarse a uno mismo.

—Eso no le devolverá la vida a Bartolo.

El herrero inclinó la cabeza, pues era lo que esperaba. Ambos guardaron un incómodo silencio.

—Será mejor que avise a Josué y nos preparemos para el camino —dijo Sancho dirigiéndose a la puerta del taller.

—Aguarda un momento.

Dreyer rebuscó en las baldas situadas bajo el gran banco de herramientas y sacó un bulto alargado, envuelto en tela de arpillera. Lo puso en manos de Sancho, que reconoció al instante el peso del objeto.

—Maestro...

—Calla. Limítate a abrirlo.

Sancho tiró de las cuerdas con dedos impacientes. Cuando se deshizo del primer envoltorio se encontró con una segunda capa con una tela mucho más suave.

—No quería que destacase demasiado cuando anduvieses por los caminos.

El joven colocó el bulto sobre el banco de trabajo y descubrió lo que envolvía la segunda tela. Enfundada en una vaina de cuero sencilla, reposaba una espada ropera de lazo. Tanto el pomo como los gavilanes estaban desprovistos de todo adorno. La bruñida superficie estaba surcada de centenares de minúsculas abrasiones, que indicaban que la espada había participado en muchos combates. La empuñadura había sido sustituida recientemente por un recubrimiento de cuero reciente, y las delgadísimas tiras que lo formaban estaban recubiertas de un ligero tinte oscuro. Extrajo la espada de la vaina, que estaba tan engrasada que apenas emitió un leve susurro. La hoja era firme y flexible, tan equilibrada que Sancho casi no notaba el peso, como si fuera una extensión de su brazo. Aquélla era una arma extraordinaria, que valía el salario de un hombre durante siete u ocho años.

Se volvió hacia Dreyer, quien simulaba colocar unas herramientas al otro extremo del banco.

—Ésta fue mi espada —dijo sin volverse, intentando que la emoción no le embargase—. La hice yo mismo. No tiene adornos ni inscripciones, pero está bien templada. Nunca me gustaron las armas con muchas florituras ni joyas.

El joven volvió a colocar la espada en la vaina con respeto reverencial. Dreyer se apartó aún más, inclinándose sobre la fragua para encender el fuego. Intentaba evitar a Sancho, pero cuando se dio la vuelta éste le arrojó los brazos alrededor del cuello y le dio un potente abrazo, al que el herrero respondió tímidamente dándole una palmadita en la espalda.

—Es suficiente, muchacho. Venga, lárgate, que tengo trabajo. Este hierro no se va a fundir solo.

Una hora más tarde, Sancho y Josué emprendieron la marcha. Dreyer los despidió con la mano desde la puerta de la herrería, volviendo enseguida adentro. Los observó mientras recorrían el camino hacia la ciudad, hasta que no fueron más que un par de puntos minúsculos en el valle.

Cuando desaparecieron, abandonó las tenazas y la fragua. Pasó junto al melocotonero que se aferraba a la vida a un lado del camino. Era casi tan alto como Dreyer. Josué había procurado cada día que tuviese agua suficiente, lo había atado a un poste para que creciese fuerte y recto, y que el viento no lo truncase. Ahora todos aquellos cuidados le correspondían a él.

«Quién hubiera dicho que un árbol pudiese crecer en un terreno tan baldío», se asombró por enésima vez.

Fue a la sala de entrenamiento. Bajo el emparrado comenzaba a hacer calor de nuevo. Dreyer recogió uno de los brazaletes con los que se protegía las muñecas cuando practicaban con el arco, y lo colgó en el lugar que le pertenecía en la panoplia. Al alcance de la mano quedaba uno de los juegos de pistolas con los que había previsto volarse la tapa de los sesos en el mismo momento en que supo que su hijo había muerto, un año atrás. Algo que Sancho había adivinado, y que su presencia y su aprendizaje habían contribuido a evitar. Algo que tal vez hubiese sido el propósito último de su hijo.

La descolgó y se quedó mirando el cañón durante un largo rato, reflexionando sobre el último consejo que le había dado a Sancho acerca de la capacidad de perdonarse a uno mismo. Cerró los ojos, y creyó escuchar los ecos aún no extinguidos del entrecruzar de las espadas.

«Tal vez aún quede esperanza. Tal vez aún pueda tener sentido.»

Cuando regresó a la forja, las lágrimas le rodaban por las mejillas.

XLI

M
onardes tardó casi un mes en morir.

El médico reconoció perfectamente sus propios síntomas desde el principio y supo que no tenía salvación. Comenzó a poner sus asuntos en orden. Llamó a un abogado y a varios testigos para redactar su testamento. Escribió cartas a médicos, botánicos y otros muchos compañeros a los que jamás había encontrado en persona, pero que podía llamar amigos. A todos agradeció el eficaz intercambio de conocimientos y la calidez que le habían brindado con sus escritos. Misivas que habían salvado centenares de leguas por mar y tierra, sobreviviendo a piratas, salteadores de caminos e incluso la guerra, para expandir las fronteras de la medicina.

Encargó misas por la paz de su alma, aunque fuera sólo por mantener las apariencias, pues era escéptico hacia lo sobrenatural. Sin embargo tenía miedo de que la Inquisición prohibiese los libros que había escrito si a su muerte había la más mínima sospecha de herejía, así que prefirió fingir devoción.

Pasó también mucho tiempo en el huerto, rozando con la punta de los dedos sus amadas plantas, enderezando una raíz o colocando un tallo. El médico había visto morir a centenares de personas, buenas y malas, de toda edad y condición. Hacía muchos años que había dejado de sentir nada cuando la vida abandonaba a los seres humanos. Sin embargo, a solas en su huerto, con la tierra oscura y esponjosa bajo los pies y el sol calentándole el rostro, sintió pena por sí mismo. No volver a ver florecer a sus preciosas criaturas le rompía el corazón.

Por último, ocho días antes de que en un pueblo cercano a Sevilla cierto joven terminase su instrucción como espadachín, el médico llamó a Clara.

La joven acudió junto a él. Era media tarde, y Monardes estaba sentado en su lugar favorito, un banco de piedra en la parte más soleada de su jardín.

—Si te he educado bien sabrás lo que voy a decirte.

—Os estáis muriendo —dijo Clara, con la voz temblorosa. Había estado temiendo que llegase aquel momento, pero lo había intuido muy poco después de que el médico estuviese seguro.

El médico asintió, orgulloso y tranquilo. Se sentía en paz y su única preocupación ahora era su joven aprendiz.

—Te he transmitido una buena parte de mi saber, pero hay muchas cosas que aún no te he contado. No creo que me queden más de un par de semanas. Lo que voy ahora a desvelarte son conocimientos muy peligrosos, y deberás mantenerlos en secreto. Utilízalos sólo cuando estés muy segura.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de con quién los empleas. Tú quieres ser médico, ¿verdad Clara?

La joven asintió con fuerza. Había llegado a aquella casa forzada por su madre, y ahora sentía una pena inmensa por tener que abandonarla. Profesaba un fervor casi reverencial por el viejo galeno.

—Por desgracia, nunca podrás serlo. Sólo aquellos que han visitado una universidad pueden ostentar ese título, y éstas sólo admiten a hombres. Por causa de tu sexo tampoco podrás ejercer como cirujano barbero, esos médicos de segunda que sólo saben sacar dientes y sangrar a los enfermos, poniéndolos peor aún. Tu destino es ser boticaria, la clase más baja de sanador, aunque a fe mía que tienes aptitudes para ser un médico de primera clase.

—Es muy injusto.

—Lo sé, pero el mundo es así. Ahí fuera, en las casas de los pobres, son las mujeres las responsables de la salud de toda su familia; ellas curan las quemaduras de sus hijos cuando tocan por descuido la olla caliente; ellas lavan las ampollas de sus maridos cuando vuelven a casa con las manos dañadas por el azadón; ellas atienden a sus hermanas y a sus primas cuando dan a luz. ¿Dónde están los médicos, entonces? —Monardes se interrumpió. La excitación le había robado el aliento, y el costado le dolía terriblemente. Tal vez le quedase menos tiempo del que había previsto—. Serás boticaria. Dispensarás remedios y darás los consejos gratis, porque ésa es la tradición. Pero aun así tendrás que tener cuidado. Si te equivocas en un diagnóstico, alguien podría denunciarte a la Inquisición, y entonces tu destino sería la hoguera. Para acusar a una mujer de bruja hacen falta pocas pruebas. ¿Estás dispuesta a correr ese riesgo?

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