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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (37 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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—Sí, maestro —dijo Clara muy convencida, aunque no tenía la menor idea de cómo podría cumplirse tal cosa mientras.

—Ah, hija mía, ojalá supieses de verdad el alcance del compromiso que adquieres. En fin, que tengas suerte.

Se quedó callado durante un buen rato, con los ojos cerrados, y Clara creyó que se había dormido. Finalmente se movió para ahuyentar un insecto, y la esclava se atrevió a hablar de nuevo.

—Dijisteis que había algo que teníais que enseñarme.

Monardes parpadeó y la contempló como si no supiera quién era o qué estaba haciendo allí. Después su mirada recobró la lucidez.

—Si repites cualquier cosa de lo que voy a decirte delante de oídos equivocados, serás considerada hereje y morirás sin remedio. No lo pongas por escrito, tampoco. Recuérdalo todo, repítetelo a ti misma por las noches hasta que lo hayas memorizado perfectamente. Y si algún día encuentras a quién transmitirlo, alguien realmente valioso, hazlo. ¿Me has comprendido?

Clara sintió que el honor y la responsabilidad le cubrían como una manta cálida y reconfortante.

—Haré como decís.

Monardes carraspeó y empezó a hablar, cauteloso al principio, pues era la primera vez que decía muchas de aquellas cosas en voz alta, aunque se iba animando según hablaba.

—¿Recuerdas cómo me reí de tu afición por las novelas de caballerías cuando llegaste a esta casa?

Clara asintió. Recordaba perfectamente la humillación que le había hecho pasar el médico en aquel momento, y lo dolida que se había sentido.

—Pues ahora voy a enseñarte el auténtico secreto de la brujería. Trae un poco de azufre, una tabla de madera y una vela encendida.

La joven fue hasta el laboratorio y le acercó lo que había pedido, notando una creciente inquietud. Monardes colocó la tabla sobre el banco y tomó una pizca de azufre del frasco. Con sumo cuidado trazó un pentagrama sobre la tabla usando el polvo amarillento. Cuando terminó, se volvió hacia Clara.

—¿Sabes lo que es esto?

—Es un símbolo mágico —respondió ella. Lo había visto en varias ilustraciones de las novelas que había leído. En ellas siempre aparecía un viejo de sombrero puntiagudo o una vieja arrugada rodeados de pócimas y un caldero burbujeante.

—Bien, pues préndele fuego.

Clara arrimó la llama de la vela al azufre, que desprendió una llamarada verdosa al instante.

—Oh tú, Príncipe de las Tinieblas, oscura deidad de las profundidades —empezó a declamar Monardes, con voz hueca—. Ven a nosotros, te convocamos. Te ofrecemos nuestras almas inmortales en pago de tus servicios. ¡Ven a nosotros, Satán!

La esclava, espantada, dio un paso atrás y se protegió el rostro con las manos. De pronto Monardes comenzó a reír, agarrándose el vientre, un sonido chirriante y cansado como el de una bisagra oxidada.

—No ha tenido gracia —masculló ella, ofendida.

Monardes siguió aún riendo un buen rato, hasta que un violento ataque de tos le obligó a parar. Clara le acercó un vaso de agua del pozo y el viejo le dio un trago.

—Lo siento. Ha valido la pena sólo por ver tu cara —dijo ya más sereno—. Pero no lo he hecho sólo para burlarme de ti. ¿Ves si ha aparecido algún demonio en el jardín?

—No —reconoció Clara, que aún no las tenía todas consigo.

—Tú eres una joven inteligente, y sin embargo has creído que por prender fuego a un poco de polvo y decir unas palabras íbamos a convocar al diablo. Pero no es cierto.

Levantó la madera, donde había quedado chamuscado el pentagrama, y se entretuvo en borrarlo poco a poco con la llama de la vela mientras continuaba.

—La gente es muy crédula, Clara. Desean con toda su alma muchas cosas que no pueden conseguir, y creen que la magia es un método para alcanzar por lo sobrenatural aquello que no pueden lograr con sus propias manos. Por desgracia, es mentira. No se puede curar a alguien diciendo unas palabras. No existen la magia, ni las brujas.

—Pero maestro, la Inquisición...

—A la Inquisición le encanta quemar de vez en cuando en la hoguera a las viejas que viven solas en lugares apartados, llenas de verrugas y desvaríos. Refuerza su autoridad sobre los ignorantes. Pero tú eres mejor que eso. Tú sabes que si no haces algo, algo real, no sucede nada real.

—Si no tomas un remedio, en el cuerpo no se produce ninguna mejoría —dijo Clara, pensativa.

—Exacto. Y ahora recuerda lo que voy a enseñarte, y no lo divulgues nunca excepto a quienes sean de tu plena confianza, o acabarás en una hoguera en la plaza de San Francisco. Júralo por tu vida.

Le tendió la mano a la joven, que la tomó entre las suyas. Estaba muy fría y temblorosa.

—Lo juro, maestro.

—Lo primero que has de saber se refiere a los humores del cuerpo, acerca de los que leíste en el libro de Hipócrates. Debes hablar de ellos y fingir que son importantes. Y luego actúa conforme a la verdad: no existen.

—¿Por qué simplemente no ignorarlos?

Los ojos del médico relampaguearon, irónicos.

—Porque la Iglesia católica, en su infinita sabiduría, cree que los sacerdotes, que tienen potestad sobre el espíritu, también son maravillosos médicos. Han asumido como parte de la tradición cristiana que nuestro cuerpo está dominado por cuatro espíritus, llamados humores, que nos hacen enfermar cuando se desequilibran. Como las mujeres sangran una vez al mes con dolor, la creencia dice que sangrar al paciente es bueno. Nunca, nunca lo hagas aunque te lo pidan.

—¿Y no sospecharán de mí?

—No, si finges que por ser mujer te da miedo fallar con el cuchillo, nadie sospechará. Tendrás que usar muchos subterfugios a partir de ahora. Tampoco creas que cuando la gente está enferma es porque hay espíritus malignos viajando de una persona a otra. No sabemos por qué nos ponemos malos, pero unos cuantos médicos apuntan que el agua limpia ayuda a evitar el contagio. También la higiene, y comer fruta fresca.

La lección continuó durante varios días. Clara aprendió con gran sorpresa que la creencia popular de que los mejores remedios se parecían a las enfermedades era completamente falsa. La gente creía que cuando dolían las muelas había que tomar ralladuras de marfil, pues los dientes y el marfil se parecían. O que la lechuga, que era una planta fría, era buena para combatir la fiebre.

—La apariencia de las cosas nada tiene que ver con su función, Clara —dijo Monardes. De pronto se llevó la mano al pecho, jadeando. Casi al instante cayó al suelo, desmayado.

Hubieron de continuar la lección en el cuarto de Monardes. En sus últimas horas el médico alternó momentos de gran dolor en los que apenas podía hablar con otros de extrema lucidez. Clara quiso darle infusiones de hierbasombra, pero el médico rehusó tomarla, pues ésta le adormecería. Prefería soportar el sufrimiento para poder impartir sus últimas clases, en las que habló a la joven de los falsos remedios y de cómo evitarlos.

—Nunca des vomitivos a los enfermos, a no ser que hayan tomado veneno o algo en mal estado. Usa las hierbas sabiamente, y miénteles cuando sea preciso. Averigua para qué quieren el remedio que te piden. Si se empeñan en tomar jalapa para la fiebre, dales casia, que es lo que necesitan. Machacada y reseca no notarán la diferencia, y tú estarás salvando una vida.

Clara lloraba a veces, cuando creía que Monardes no se daría cuenta. El médico, no obstante, siempre la descubría y fruncía sus pobladas cejas hasta formar una gruesa línea blanca.

—No llores, Clara del Caribe —dijo recordando el mote con el que la había bautizado la noche en que se conocieron, lo que arrancó una sonrisa en el rostro de la joven a pesar de las lágrimas—. Has sido como una hija para mí. He tenido muchos aprendices, y con pocos he sido tan feliz como contigo. Aquella noche en que fuiste tan valiente como para venir hasta mi puerta supe que había en ti algo diferente.

—Os echaré mucho de menos.

—Tranquila. He dispuesto de todo...

La voz se le apagó de repente, y ya no pudo hablar más. Aquella misma noche murió, y Clara se preguntó qué había querido decirle al final.

XLII

U
na limosna para un pobre ciego!

Zacarías hizo resonar las monedas de su escudilla metálica con un repiqueteo característico que era capaz de elevarse por encima del ajetreo de la plaza de San Francisco. Nunca dejaba más de un par de cobres en ella, para evitar que algún avispado mozalbete se la arrebatase a la carrera. Tan pronto como alguien arrojaba alguna limosna dentro, la recogía y la hacía desaparecer entre sus ropas. Sus oídos estaban tan aguzados que era capaz de reconocer a la perfección la cuantía de la dádiva con sólo escuchar el sonido que hacía al caer dentro del metal, y agradecerlo en consecuencia. Un maravedí apenas recibía una inclinación de cabeza. Un par de ellos provocaban una alabanza. En las raras ocasiones en que una dama acaudalada echaba un real de plata, los efusivos aspavientos del ciego se oían al otro lado de las murallas de la ciudad.

—Ciego, me han dicho que sois clarividente —dijo una voz femenina a su derecha.

—Por supuesto, mi señora —respondió, volviéndose al origen de la voz. Con cuidado descubrió la venda que le cubría los ojos, que eran apenas dos bolas blancas perdidas en un rostro huesudo y demacrado, disfrutando del respingo de susto que provocó en la mujer—. Dios me negó el don de la vista, pero me entregó el de desentrañar los entresijos de su creación. Recito romances o rezo por vos si así lo precisáis.

—¿Podrías decirme qué es lo que llevo dentro? —pidió la mujer, ansiosa.

—Acercad vuestro vientre a mis viejas manos.

La mujer dio un par de pasos hacia él y se estremeció cuando Zacarías puso sus manos huesudas sobre la abultada tripa. La dejó allí posada, mientras salmodiaba una retahíla de latinajos incomprensibles. El tacto del vestido era suave, aunque no de una gran calidad. Las manos de la mujer, que habían guiado las de Zacarías hasta la preñez, eran ligeramente ásperas. El ciego dedujo enseguida que aquella mujer era ama de casa, y no hacía trabajos excesivos aunque no gozaba de una posición demasiado acomodada. Sin embargo, aún precisaba más información para decirle exactamente lo que ella deseaba oír.

—¿Es vuestro primer hijo?

—Será el segundo. El primero fue una niña.

Zacarías sonrió para sus adentros, mientras murmuraba algunos latinajos más. Era todo lo que necesitaba saber.

—Mi señora, en vuestro vientre hay un hermoso varón, que será fuerte y honesto como vuestro esposo. Tendrá el pelo oscuro, y nacerá el día de san Crispín.

La mujer contuvo un grito de alborozo y apretó fuerte la mano del ciego.

—No tengo dinero para daros, pero por favor, aceptad este pequeño dije de plata. ¿Rezaréis por mi pequeño?

—Mi señora, os dedicaré cincuenta rosarios y tres novenas a la Santísima Virgen. No habrá nacimiento más esperado en Sevilla. Todos los santos del cielo estarán con vos, asistiéndoos en tan feliz suceso. ¡Dios bendiga vuestra generosidad!

La mujer se marchó, contenta, y Zacarías comenzó a rezar uno de los rosarios prometidos, oración que interrumpió tan pronto tuvo la certeza de que la clienta estaba lo bastante lejos. Palpó el dije con dedos expertos, se lo llevó a la ganchuda nariz para olfatearlo, lo rozó con la punta de la lengua. Era pequeño, del tamaño de la uña del pulgar, y la plata era de una aleación endeble, pero bien valdría medio real. Había sido un golpe de suerte, tras una semana realmente desastrosa. Aquella noche cenaría una buena sopa caliente.

Permaneció aún media hora más en la plaza, sin decidirse a terminar su jornada. Finalmente se hartó de trazar con la escudilla un arco frente a sí, siguiendo el sonido de sus pasos. A ese truco sólo recurría cuando estaba desesperado, pero aquella tarde no parecía dar resultado.

Estiró los brazos, echando el cuerpo hacia atrás, intentando aliviar su espalda, que se había convertido en una tortura permanente debido a tantas horas a pie firme. Era el momento de recoger el cayado en el que siempre se apoyaba y emprender el camino hacia casa de Cajones, el perista. La punta del palo estaba recubierta de una contera de hierro, la cual servía al ciego tanto de defensa como de mapa de la ciudad. Zacarías conocía a la perfección cada adoquín, cada canalón y cada esquina de aquellas calles. Aquel pedazo de madera era lo más parecido a la vista que aún le quedaba.

Pensó en la criatura que había sentido removerse en el vientre de la mujer un rato antes. Cuando aquel niño tuviese edad para afeitarse, Zacarías llevaría tiempo criando malvas. No esperaba vivir muchos años más, pues ya pasaba de largo los sesenta. Todo a lo que aspiraba ya era un poco de paz, un plato de comida y una cama blanda. Nada de todo esto parecía realmente posible, al menos mientras Monipodio siguiese furioso con él.

Jugueteando con el dije de plata entre los dedos, volvió de nuevo su pensamiento a la madre ansiosa que se lo había regalado. Se preguntó cómo trataría a aquel bebé. Tendría una vida mejor que la suya, eso seguro, pensó con amargura.

Zacarías no había nacido ciego, como le gustaba pregonar. La historia de que Dios le había dado el don de la profecía a cambio del de la vista encantaba a los crédulos ciudadanos de Sevilla, y aliviaba las suspicacias de la Inquisición. Las verdaderas causas de su ceguera habían sido la pobreza y el egoísmo. Cuando tenía tres años, su padre había comprendido que no tenía nada con que alimentarle a él y a sus dos hermanos mayores. Era un cordelero cuyas manos habían comenzado a temblar incontrolablemente el invierno anterior, impidiéndole trabajar. Desesperado, la única solución en la que pensó fue recurrir a la mendicidad, pero eso era algo vetado a los adultos sanos. Sin embargo los niños ciegos podían mendigar en las calles, y tenían asegurado el sustento debido a la lástima que despertaba su condición.

El cordelero acudió a una vieja comadre que le aseguró que los niños no sufrirían. Los dejó a solas con ella, que ató a los pequeños firmemente y después les arrimó una aguja candente a los ojos. El padre se marchó a una taberna lo suficientemente lejana para no escuchar sus gritos.

Dos de los niños no sobrevivieron al dolor y al trauma de aquel día. Sus heridas se infectaron, y murieron antes de un mes. Zacarías lo consiguió, y tuvo que mendigar en las calles desde los tres años para sostenerse a sí mismo y a su padre. Había sido una vida larga y difícil, hasta que se cruzó en su camino un joven hampón llamado Monipodio.

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