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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Relato

La leyenda del ladrón (35 page)

BOOK: La leyenda del ladrón
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El joven respiró hondo, inflando mucho las ventanas de la nariz, y decidió que ya había tenido suficiente.

—Vos habíais sido un gran maestro de esgrima en Rotterdam. Alguien que cometió un error, que acabó costando la vida a quien vos más amabais, me atrevo a decir que la madre de vuestro hijo. Juraría que enseñasteis vuestro arte a la persona equivocada, y que esa persona se revolvió contra vos. —Sancho hizo una pausa, con total frialdad, leyendo en el rostro del herrero como Bartolo le había enseñado, mientras éste se acercaba cada vez más, hasta que la punta de la flecha le rozó el cuello—. No, no, ahora lo comprendo. Fue vuestro arte el que falló. Vuestro alumno murió en un duelo, y ella se quitó la vida. Era... ¿su hermano?

Dreyer dio un potente rugido, apartó la flecha del cuello de Sancho y la descargó contra uno de los muñecos que estaba a su espalda, atravesándolo de parte a parte. Con la mano abierta, cruzó la cara de Sancho con una bofetada que arrancó un espumarajo de sangre de labios del joven. Éste se limpió despacio, furioso pero inmutable.

El herrero lo miró durante un rato, respirando entrecortadamente, antes de hablar de nuevo.

—¿Te contó mi hijo algo de todo esto antes de morir?

—No, maestro. Lo he deducido observando, componiendo los retazos de vuestra historia y considerando el tiempo que lleváis apartado de todo esto. —Sancho señaló en derredor.

—Es un don notable.

—Es un arte que me fue enseñado por alguien a quien yo apreciaba y cuya muerte me ayudaréis a vengar.

El herrero le dedicó una triste sonrisa.

—No eres quien yo había imaginado. Tal vez mi hijo sí que sabía lo que estaba haciendo, al fin y al cabo.

Se alejó de Sancho y volvió a colocar con sumo cuidado el arco en su lugar.

—Te ganaste la entrada a este lugar cuando bebiste el jarro de agua. Dime, ¿por qué lo hiciste?

—Porque vos me dijisteis que sólo había un enemigo al que tenía que derrotar para comprender la esgrima.

—¿Y sabes ya qué enemigo es ése?

—Yo mismo.

Dreyer suspiró y dejó la mirada perdida.

—Si supieras cuántos hombres me dieron la respuesta correcta a esa pregunta en su primer día.

—¿Cuántos?

—Ninguno —admitió Dreyer.

El herrero se quitó la camisa, empapada por el sudor, y la colgó de una de las panoplias, quedando con el torso desnudo. Luego sacó una espada de madera y se la arrojó a Sancho, que la atrapó al vuelo.

—Ésta es una arma de entrenamiento, diseñada para que los torpes y los inconscientes aprendan los rudimentos del arte sin cortarse una oreja o rajarse el culo. Quiero que la partas.

—¿Cómo decís, maestro?

—Pártela, porque su propósito es humillar al aprendiz. Eso ya no será necesario. Te has ganado ese derecho.

Obediente, Sancho la cogió con ambas manos y la partió de un rodillazo. El crujido de la madera al quebrarse trajo por su memoria el horrible momento de la abordada de los turcos a la
San Telmo
, y los gritos de los moribundos resonaron en sus oídos. Sacudió la cabeza para apartar el recuerdo mientras se concentraba en las palabras de Dreyer, que ya caminaba hacia él con una espada de verdad. La tomó por la hoja, tendiéndole la empuñadura a Sancho. Éste la contempló atónito durante unos instantes, con los brazos colgando a los costados, acobardado. Finalmente levantó la mano derecha, e iba a cogerla cuando la voz de Dreyer le detuvo.

—¿Has sostenido una antes?

—No, maestro.

—Entonces graba este instante en tu memoria, y consérvalo, porque pocos hay como éste en la vida. Como la primera vez que montas un caballo al galope o que hundes tu polla entre los muslos de una mujer.

Los dedos de Sancho se cerraron en torno al cuero apretado de la empuñadura. Sintió una descarga de emoción recorrer su cuerpo como un extraño poder, como si se hubiese creado una muralla entre él y el resto del mundo sólo por blandir el arma. Cuando la alzó y la puso frente a su rostro se sorprendió de lo poco que pesaba.

—Es muy ligera.

—Eso te parece ahora, aprendiz. Verás cuando lleves medio día dando mandobles. Levántala. Dobla las rodillas. La cabeza erguida, ni adelantada ni inclinada hacia los lados. El cuello y la espalda en línea recta, para darle fuerza a los hombros. Así.

—¿Y ahora?

—Ahora te vas a quedar así hasta que la espada no te parezca tan ligera.

Sancho obedeció, con la espada apuntando hacia adelante. Ya había pasado por una experiencia similar una vez, en la pestilente bajocubierta de la galera en la que había estado preso. Sabía lo difícil que era permanecer quieto en la misma posición mucho tiempo. Abrió ligeramente los orificios de la nariz y se preparó mentalmente para el dolor que le iba a sobrevenir.

—¿Crees que han sido duros los ejercicios que has hecho estas dos semanas, aprendiz? Ahora vas a saber lo que es el sufrimiento.

XL

P
ara Dreyer, el día en que golpeó a Sancho fue un día extraño. Había martilleado demasiadas veces sobre un hierro como para no reconocer un buen material. La mejor ánima, la que es capaz de ofrecer un acero más templado y resistente, debe ser fraguada muchas más veces que las destinadas a espadas de inferior calidad.

Aquel joven —debía contenerse para no verlo como un niño— tenía algo especial en su interior.

El primer indicio con el que Dreyer comenzó a confirmar lo que ya había intuido lo recibió el día en el que inició a Sancho en las pruebas del suelo. Las complicadas formas geométricas trazadas sobre los adoquines estaban diseñadas para marcar los movimientos de los esgrimidores. Nada hay más difícil a la hora de empuñar una espada que saber qué hacer con los pies.

—Los pies son los que ganan las peleas, aprendiz. Un paso hacia adelante, los dedos mirando hacia el contrario. ¡Atrás de nuevo!

Sancho se movía con celeridad sobre la malla de yeso, ocupando únicamente los espacios vacíos, sin pisar ni una sola raya. Había memorizado los complejos dibujos casi desde el principio, y Dreyer lo había visto repitiéndolos a pequeña escala en la arena que rodeaba la casa. Si el herrero hacía notar su presencia, el joven borraba los trazos a toda prisa, como si tuviese miedo de que fuese a reñirle por sacar aquel arcano conocimiento de la sala de entrenamiento. Dreyer sonreía para sus adentros y fingía no darse cuenta.

Comenzó empleando una espada sin apenas filo, cuya punta terminaba en un botón. La manejaba firme, lejos de la agarrotada inseguridad con la que todos los novatos se enfrentaban a un elemento al que no estaban acostumbrados.

—La empuñadura es como un pajarillo, aprendiz. No la aprietes tan fuerte que la ahogues ni tan suave que la dejes escapar.

Dreyer se acercó a Sancho y extendió la espada. Mandó a su alumno hacer lo mismo, y después girar sobre sí mismo.

—El círculo cuyo radio es suma de la distancia de tu brazo y el largo de tu espada es tu lugar sagrado e inamovible. Tienes que conocer todo lo que ocurre dentro de ese círculo. Cómo es el suelo, si hay obstáculos u objetos que sirvan como arma o te puedan hacer tropezar. Cuando el círculo de tu oponente intersecciona con el tuyo, cuando vuestras espadas pueden tocarse, entonces has entrado en el sentimiento del hierro. —Rozó la punta de la espada de Sancho con la suya—. ¿Has notado eso? ¿La vibración que ha llegado a tu muñeca a través de la hoja de la espada? Puedes saber muchas cosas a través de lo que tu arma te comunica. ¿Lleva tu adversario el arma afilada? ¿Se confía a la fuerza como los perdedores o prefiere la técnica y la velocidad? Te enseñaré a apreciar eso con los ojos cerrados, muchacho. Eso es el sentimiento del hierro.

—¿Y la mano izquierda?

—Tiene que servirte de equilibrio, y también como arma secundaria. Puedes llevar en ella algo que sirva como escudo, o enrollar en torno a ella tu capa para protegerte. Cuando hayas aprendido a usar la diestra en condiciones te enseñaré a usar una daga vizcaína en la zurda.

—No parece gran cosa —dijo Sancho mirando la pequeña hoja, de palmo y medio de largo, que el herrero llevaba casi paralela a la pierna.

—¿Estás seguro de ello, muchacho? Prueba a tirarme una estocada.

Sancho se lanzó hacia adelante, pero Dreyer hurtó el cuerpo hacia un lado y le trabó el acero usando sólo la vizcaína. Con la otra mano le estampó al joven una bofetada, más humillante que dolorosa. Los ojos del joven relampaguearon de furia, pero tuvo que tragársela, junto con sus palabras anteriores.

—No es cuestión de tamaño, aprendiz. Es lo que haces con ella lo que importa.

Cada día, Sancho trazaba mandobles inexpertos en el aire con fría calma. Atacaba las dianas pintadas en la pared y a los muñecos siempre un poco más despacio de lo que hubiera sido deseable, y Dreyer se preguntaba por qué. Casi todos los aprendices soltaban tajos a diestro y siniestro como si les fuese la vida en ello, acabando agotados y doloridos al poco rato de comenzar. Sin embargo, Sancho economizaba sus movimientos al máximo. No cabía duda de que había cobrado conciencia de lo que pesaba una espada la primera vez que el herrero le había obligado a sostenerla en posición de combate durante horas. Desde entonces no gastaba ni un gramo más de fuerza del que era necesario. Aquel comportamiento era tan extraño —y a su manera, tan acertado— que Dreyer tuvo que discurrir nuevas maneras de provocar al joven para intentar romper el escudo de calma con el que se rodeaba. Le insultaba, le atacaba por detrás, le golpeaba cuando estaba dormido enviándole a correr en mitad de la madrugada. Ninguno de aquellos trucos dio resultados significativos. Tan sólo cuando Dreyer mentaba a su madre el joven se ponía como loco, y comenzaba a pelear más con la furia que con la cabeza, abriendo enormes brechas en sus defensas.

Luego estaba la cuestión de la iniciativa.

Al principio, el chico obedeció todas las órdenes de Dreyer al pie de la letra. Cuando le mandaba ejecutar una filigrana o un juego de pies, lo hacía sin rechistar. Pero con el paso de las semanas, Dreyer observó cambios sutiles en la manera de responder a sus órdenes. Movimientos de espada que él daba por supuestos, pasos de la defensa al ataque que le parecían insuperables, posturas que no admitían discusión. Todo lo que él había dedicado una vida a construir, regular, tasar y medir era cambiado sutilmente frente a sus ojos. Cada minúscula novedad estaba orientada a la economía y la sencillez. No cabían florituras en la mente del joven. Todo lo que deseaba era hallar el camino más corto entre la punta de su espada y el corazón del adversario.

—¿Cuáles son las partes de una hoja? —gritaba Dreyer mientras Sancho hacía flexiones sobre los adoquines.

—¡Tercio débil, medio y fuerte!

—¿Cómo paras una estocada alta?

—Trabar en tercio medio.

—¿Y si el adversario mantiene el trabado?

—Depende, maestro —dijo Sancho, respirando entrecortadamente por la boca—. Vos me enseñasteis a tirar de la zurda y rajarle los riñones. Pero para evitar que él tire de la suya, lo más rápido es una patada en los huevos.

El día en el que cruzaron por primera vez aceros con punta real, Dreyer rozó simplemente con la suya la espada de Sancho y aguardó a que el muchacho atacase, pero éste se limitó a clavar en él fijamente sus ojos verdes y esperar. Incómodo, el maestro cambió el peso de un pie a otro, momento en el que el aprendiz lanzó una estocada media, rápida como una centella. Dreyer se vio obligado a apartarla a un lado abriendo ligeramente la guardia por su derecha, descubriendo intencionadamente un hueco que cualquiera hubiera aprovechado. Sancho amagó con un brazo hacia el espacio vacío, y Dreyer mordió el anzuelo de manera inocente, tapándolo de manera instintiva. Cuando se quiso dar cuenta tenía la punta de la espada del joven a media pulgada de su peludo antebrazo.

—¿Qué cojones haces, aprendiz? ¿Se puede saber por qué te has detenido?

—No voy a heriros por un entrenamiento, maestro —respondió Sancho confundido.

—¿A qué diablos te crees que estamos jugando? Aquí se aprende a matar. La próxima vez que me puedas marcar un brazo me lo marcas, así me obligarás a espabilar.

Sancho sonrió con suficiencia y la punta de su hoja bajó un par de dedos. En ese momento Dreyer le lanzó una combinación de tres estocadas superiores y una inferior que obligaron al muchacho a retroceder, tropezando con uno de los muñecos de entrenamiento. Despatarrado en el suelo, el joven se encontró con el hierro del maestro apoyado en la garganta. Con parsimonia, el herrero le marcó justo en el centro de una de las cicatrices que le habían quedado de la peste. Por el cuello de Sancho rodaron un par de minúsculas gotas de sangre.

—Y esto te quedará como recuerdo de la lección.

Poco a poco Dreyer dejó de considerar las clases con Sancho una obligación. A los seis meses, la mitad del tiempo que el joven iba a dedicar a su aprendizaje, no sólo disfrutaba con cada nueva sesión sino que cada noche esperaba con ansiedad que llegase el día siguiente para volver a trabajar con su pupilo. Cuando llegaban clientes para encargarle nuevos trabajos de armería, se sentía frustrado si tenía que pasar tiempo en la fragua lejos de las clases. En esas ocasiones envidiaba secretamente a Sancho, que aprovechaba esas jornadas practicando por su cuenta.

El maestro se había dado cuenta de qué material tenía entre sus manos. Aquel joven era simplemente un genio, que tomaba de él las enseñanzas que le convenían, desechaba lo que no le gustaba y encontraba sus propios caminos para todo lo demás, a menudo tras una fuerte discusión. Dreyer mantenía —a la manera de los maestros italianos y españoles— que clavar la punta era el único medio práctico de herir y matar.

—El único objetivo del filo de la espada es que nadie te la arrebate de las manos.

—Pero bien empleado puede utilizarse para hacer mucho daño también. Un buen corte en la espalda...

—¿Tú sabes cuántas capas hay entre el filo y las zonas blandas del cuerpo, aprendiz? Primero tienes que atravesar el jubón, lo cual es complicado si es de cuero. Luego tienes la camisa, y debajo la piel y la capa superior de grasa, que normalmente ocupa un dedo de grosor. Tirando una estocada a gran velocidad, la hoja tiene casi imposible llegar a las vísceras o al corazón. Eso si consigues que no rebote en las costillas. Tú usa la punta.

—Pero siempre están el cuello y las muñecas. Y las venas bajo los brazos. Y no sólo está el daño que infliges, sino también el dolor. Lo que siente el adversario. Lo que pasa dentro de su cabeza —insistía Sancho, testarudo. Luego probaba estocadas transversales en los muñecos de entrenamiento, ante el aparente desdén del maestro, que para sus adentros admitía que muchas de las técnicas que el joven desarrollaba eran tan simples como brillantes. Hubiera muerto antes que admitir nada de eso en voz alta.

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