Volver a cruzar a nado hasta Sevilla requirió de un gran esfuerzo, y cuando alcanzó a hacer pie tuvo que parar durante un buen rato para recuperar el aliento, sin llegar a salir del agua, con la vista clavada en las estrellas y el fragor del río en los oídos. Finalmente alcanzó los arbustos, donde Josué le esperaba.
—Aguarda aquí. Regresaré antes del amanecer.
Josué le apretó el brazo para desearle suerte. Sancho se puso en marcha, sabiendo que la iba a necesitar. Tenía que recorrer el exterior de la muralla y alcanzar la Puerta del Arenal, un espacio por el que las bandas de criminales solían vagabundear en busca de viajeros despistados que no hubieran logrado entrar a la ciudad antes del cierre de las puertas. Se ajustó el cinto del que colgaba la espada de Dreyer. «Mi espada», pensó con orgullo. Nunca se había enfrentado a nadie en un combate real, y no sabía qué era lo que podía ocurrir. Cómo reaccionaría fuera del orden de la sala de entrenamiento.
Rodeó las casas de Colón, el lugar donde vivían ahora los descendientes del Almirante, y descendió pegado a la muralla. De pronto el corazón le dio un vuelco. A unos treinta o cuarenta pasos delante de él distinguió varias figuras agazapadas en la oscuridad. Hablaban en susurros, y uno de ellos tenía encendida una pequeña brasa, seguramente para prender las mechas de los arcabuces. Para ser simplemente una banda de salteadores eran demasiados. Consideró por un instante la posibilidad de que fuesen corchetes tendiéndole una emboscada a alguien, pero lo dudaba mucho. La justicia nunca se aventuraba de noche fuera de los muros si podía evitarlo.
No podía darse la vuelta e intentarlo desde la otra orilla, pues tardaría demasiado. La noche avanzaba, y cuando llegase el amanecer el endeble escondrijo de Josué quedaría descubierto. Tampoco podía intentar meterse en el agua, pues en aquel punto, más allá del recodo que formaba el río en el extremo norte de la ciudad, el caudal de agua era demasiado peligroso de noche. La única solución era pasar entre ellos, amparado por las tinieblas.
Se tumbó en el suelo y empezó a reptar, procurando no perder la protección que arrojaba la sombra del muro. Aquella noche la luz de la luna era muy intensa, y se maldijo por no haber tenido eso en cuenta. Le parecía avanzar tan despacio como un caracol, y un sudor espeso comenzó a descenderle por la espalda. Los emboscadores se encontraban a tan poca distancia cuando pasó junto a ellos que podía oler en su aliento lo que habían cenado aquella noche.
—Algo me ha rozado la pierna —susurró una voz a la derecha de Sancho.
Éste se quedó tan quieto como pudo, sintiendo en la tierra reseca las vibraciones del cuerpo del que acababa de hablar, moviéndose inquieto en busca de lo que le había alertado.
—Cállate, hombre. Será una rana. No seas cobarde —dijo otra voz algo más lejos
—¿Y si es una serpiente?
—¡Silencio! ¿Quieres que los guardias de la muralla nos oigan? Levántate y ponte más allá, si tanto miedo tienes.
El hombre que estaba más cerca de Sancho se puso de pie, y sus botas le rozaron los pies. El joven se aplastó contra la base de la muralla, y de inmediato sintió un dolor inmenso. Un arbusto espinoso crecía entre las piedras, y las espinas le traspasaron la camisa y le laceraron la piel de la espalda. Se mordió el antebrazo con fuerza para no gritar.
Cuando el hombre comenzó a moverse, pisoteando a sus compañeros y provocando sus protestas, Sancho aprovechó el estruendo para alejarse. Desde allí pudo continuar sin mayores incidentes. Unos minutos después se atrevió a levantarse y caminar agachado, lo que le permitió avanzar tan deprisa —en comparación con lo que le había costado salvar el trecho que había hecho reptando— que se sintió volar. Tan sólo a la altura de la Puerta de Triana tuvo que volver a echarse al suelo para evitar la luz de los faroles que iluminaban el Puente de Barcas. En aquella enorme e inestable plataforma de madera que conectaba Triana con Sevilla siempre había un retén de guardia, patrullando entre el castillo de la Inquisición y el puerto. A aquellos soldados les preocupaba más que ningún enemigo destruyese el costoso y frágil puente que vigilar que nadie se colase en la ciudad en plena noche. De cualquier forma, Sancho no quería que nada se interpusiese entre él y su meta, y menos estando tan cerca de ella.
Cuando se acercaba al extremo contrario del Arenal, oyó unos disparos a lo lejos, al norte de su posición. Se detuvo con la cabeza ladeada y el cuerpo en tensión, pero la lucha tenía lugar lejos de allí. Hubo más disparos esporádicos, y al cabo de un rato volvió el silencio. Estaba seguro de que tenía algo que ver con el grupo de hombres que había visto apostados cerca de la Puerta Real.
«Me pregunto qué diablos estará ocurriendo en Sevilla en estos tiempos. Un suceso así no es normal», pensó mientras reanudaba la marcha.
Al fin llegó frente al pequeño montículo que tan bien recordaba, justo a la espalda del Malbaratillo. A tientas, le costó varios minutos encontrar la entrada al refugio que había compartido con Bartolo. Cuando sus dedos localizaron la rendija hábilmente camuflada que servía para extraer la piedra que tapaba el acceso, dudó antes de tirar. Por un momento le embargaron el miedo y la ansiedad. Si alguien más conocía aquel lugar —y Monipodio parecía poseer todos los secretos de aquella ciudad— seguramente lo habrían registrado tras la muerte del enano. Localizar el escondrijo que había bajo su catre no sería demasiado complicado. En ese caso el pequeño saquito lleno de monedas de oro sobre el cual Sancho había cimentado todos sus planes y esperanzas habría desaparecido. Tendría que volver junto a Josué con las manos vacías, y obligarle a cruzar de nuevo a la orilla norte, con el peligro del inminente amanecer. Si se había equivocado, si había sido tan estúpido y confiado como para imaginarse que aquel lugar seguiría siendo secreto, Josué y él podrían acabar de nuevo encadenados al remo de una galera.
Respiró hondo, sacudió la cabeza para ahuyentar los malos augurios y tiró de la piedra hacia sí. Al principio no cedió, pues llevaba un tiempo sin moverse y el musgo y las malas hierbas habían cubierto su parte inferior. Sancho se sintió un poco más tranquilo. Al menos por allí no parecía que hubiese entrado nadie.
La piedra se desplazó al fin con un rechinar desagradable, y el joven introdujo los hombros y la cabeza. Le costó mucho más esfuerzo entrar de lo que recordaba, y se dio cuenta con nostalgia de que ya no era el niño que había sido la primera vez que atravesó aquella sección de la muralla. Hizo fuerza con los pies para impulsarse, quedando boca abajo sobre la piedra, sin poder mover los brazos. Momentáneamente atascado, sintió como algo viscoso y lleno de patas se arrastraba por su rostro, y por segunda vez aquella noche tuvo que hacer un esfuerzo para no gritar.
Sancho tenía una profunda aversión a los insectos, y encontrarse atorado allí en mitad de la oscuridad le causó un leve ataque de pánico. Comenzó a respirar entrecortadamente y apretar los dientes, creyendo escuchar centenares de patas negras rascando la piedra a su alrededor. Cuando consiguió serenarse, comenzó a mover la cintura a ambos lados y a apoyarse sobre las puntas de los pies. Tras un buen rato de esfuerzos, en los que las heridas que le habían abierto en la espalda las espinas del arbusto contra el que se había apoyado protestaron como demonios, Sancho consiguió por fin liberar un brazo. Agarrándose a la piedra del otro extremo, dio un fuerte tirón y cayó dentro del refugio, golpeándose en la cabeza con algo que no supo identificar.
Se puso en pie con dificultad y palpó a su alrededor, intentando orientarse. Las tinieblas fueron arrojando formas familiares, aunque todo parecía revuelto a su alrededor. Se preguntó si sería fruto de la caída o de que alguien había estado allí. Extendió los brazos hacia el lugar donde Bartolo siempre guardaba yesca, eslabón y pedernal, pero el hueco en la pared estaba vacío. No conseguía recordar si lo había colocado en su sitio el día que habían abandonado el refugio por última vez, el día en el que murió el enano. Si era así, sería la prueba definitiva de que alguien había hallado el escondite y lo había saqueado.
Desesperado, palpó el suelo hasta que halló algo lustroso y duro. Era un fragmento de pedernal que debía de haberse partido al caer. La yesca estaba cerca, pero el eslabón no aparecía por ninguna parte. Impaciente, Sancho utilizó el pomo de la espada para arrancar chispas del pedernal y prender la yesca. Cuando una tímida pero consistente lengua anaranjada iluminó el lugar, el joven se sintió embargado por los recuerdos. Todo lo que había sucedido durante los dos últimos años se encogió y desvaneció, como un sueño de bordes indefinidos. Por un momento creyó que Bartolo aparecería de nuevo por el borde de la puerta, apestando a vino y maldiciendo hasta al último santo del cielo por su mala suerte con las cartas. Pero la llama osciló, devolviendo a Sancho a la realidad. Impaciente, fue hasta su catre y lo volteó para quitarlo de en medio. Allí estaba la piedra suelta que le servía de escondite. Peleó para sacarla, cada vez más nervioso, y metió la mano en el hueco. Cuando la punta de sus dedos rozó el saquito de piel, con las familiares formas duras y redondeadas dentro, dejó escapar un suspiro de alivio. Lo sacó del agujero, tiró de las cuerdas que lo cerraban y dejó caer su contenido sobre el cajón que les servía de mesa a Bartolo y a él.
Allí estaban las monedas de oro y plata que había ahorrado durante su aprendizaje con el enano, que le había ofrecido para ayudarle a pagar su deuda con Monipodio y que Bartolo tan galantemente había rechazado. Veinte escudos que formaban la base de su plan para vengarse del asesino del enano y conquistar una vida mejor para él y Josué.
Abandonó el refugio por el pasadizo que conducía a la cara interior de la muralla y corrió por los callejones del barrio de los Calafates, en dirección norte. La claridad comenzaba a asomar en el cielo, y Sancho estaba cada vez más preocupado por Josué. Tenía miedo de que alguien le hubiese encontrado. Su plan inicial de volver a salir de la ciudad por la muralla e ir a buscarle tenía que cambiar.
Cuando los adormilados guardias abrieron la Puerta Real, poco antes del amanecer, comentaban entre sí la reyerta que se había producido unas horas antes fuera de las murallas. Aunque ardía en deseos de saber qué había ocurrido, Sancho no tenía tiempo para detenerse a charlar. Se escurrió afuera en mitad de un grupo de labriegos y gentes del campo que ya aguardaban la apertura de las puertas. Todos ellos llevaban herramientas para trabajar y cestas o morrales cargados de comida para resistir la dura jornada. Sancho, que había dejado la espada en el refugio no sin cierta preocupación, era el único que llevaba las manos vacías, pero mantuvo la cabeza baja y una actitud humilde, y nadie se fijó en él cuando salió.
El grupo de campesinos se dirigió al Puente de Barcas, camino de las huertas y las granjas que poseían o en las que estaban empleados como peones. Sancho abandonó el centro del grupo y se fue quedando rezagado, hasta ser el último. Antes de llegar al puente detuvo a un par de labriegos que parecían ser padre e hijo.
—Disculpad, señores, pero me gustaría proponeros un trato.
El mayor de los labriegos lo miró con desconfianza e hizo ademán de continuar, pero el más joven lo miró de arriba abajo.
—¿Qué es lo que queréis?
—Me gustaría compraros vuestras herramientas.
Los dos hombres se miraron entre ellos, y las dos viejas azadas que llevaban. Tenían las anillas de sujeción llenas de tierra y comidas por el óxido, y los mangos eran desiguales y estaban astillados.
—¿Por qué quieres comprar nuestras herramientas, rapaz? —dijo el mayor.
—Me han ofrecido un puesto de peón, y no quiero llegar sin mi propia herramienta.
—¿Cuánto ofreces? —dijo el más joven.
—No entiendo para qué necesitas dos azadas —respondió el viejo casi al mismo tiempo.
Sancho exhibió su mejor sonrisa, mirando a uno y a otro alternativamente.
—Tengo un amigo esperándome en la huerta. Estoy dispuesto a pagaros un real de plata.
—Es un precio muy alto por dos herramientas. Podrías comprarte diez azadas por ese dinero. ¿Dónde está el truco? —preguntó el mayor, alzando una ceja.
—Padre, ¿puedo hablar con vos un momento? —dijo el joven, tirándole del brazo.
Sancho observó ansioso cómo discutían ambos a unos pocos pasos. El joven gesticulaba mucho, mientras el padre meneaba la cabeza. Al cabo de un rato el joven se acercó. Llevaba las dos azadas en la mano.
—Mi padre dice que no tenéis pinta de labriego. Y que si podéis pagar un real de plata bien podéis pagar dos.
Sancho soltó un silbido de asombro ante aquella petición tan descarada. Aquello era una locura, pero él no tenía tiempo que perder. La orilla en la que había dejado a Josué comenzaría pronto a llenarse de pescadores, y si alguno de ellos descubría un enorme negro agazapado entre los arbustos las cosas se pondrían muy feas. Tenía que volver junto a su amigo antes de que alguien más le encontrase.
—Os daré dos reales de plata si también me dais ese morral que lleváis ahí.
—Éste es nuestro almuerzo —dijo el joven apretando la bolsa contra su cuerpo.
Sancho le mostró la mano abierta. En la palma brillaban dos monedas relucientes. Las hizo saltar en el aire con un tintineo y las volvió a atrapar en el puño cerrado.
—Puedes comprarte más comida con esto. ¿Aceptas o tengo que buscar a otra persona?
El joven miró a espaldas de Sancho, por donde un nuevo grupo de campesinos se acercaba, y luego a su padre, que esperaba cruzado de brazos e impaciente.
—Está bien —contestó tendiéndole las azadas y el morral, y tomando rápido las monedas de la mano de Sancho, como si tuviera miedo de que éste cambiase de opinión.
Sin más ceremonia Sancho se alejó a toda velocidad, siguiendo la ribera del río. Ya pasaba media hora del amanecer, y aún tenía que recorrer un buen trecho hasta llegar al lugar donde lo esperaba Josué. En el camino se cruzó con grupos de pescadores cargados con redes y cajas, y bataneros que se dirigían a sus molinos. Lo que unas horas antes era un desierto oscuro era ahora un lugar concurrido y lleno de vida.
Llegó hasta los arbustos donde había dejado al negro con el aliento entrecortado y el corazón golpeándole el pecho como un tambor. Se metió en medio de ellos con una sonrisa bailándole en el rostro.
—¡Josué, lo he conseguido!