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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (54 page)

BOOK: La legión olvidada
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Nadie se resistió cuando el oficial les ordenó de nuevo que salieran al exterior. Romulus pasó en silencio y arrastrando los pies por delante del
optio
. No pudo evitar mirar al ser mutilado que se revolvía y se agarraba con las manos las sangrantes cuencas de los ojos. Los débiles quejidos le llenaron de tristeza y apretó los puños.

—Ningún hombre debería sufrir una suerte así —susurró.

—No te atrevas a juzgar a otro —contestó Tarquinius—. Ese
optio
podría haber salido con nosotros. Pero decidió no hacerlo.

—Nadie puede decidir el camino de otro —añadió el galo en tono sombrío. Todavía tenía bien clara la imagen de su tío, que había decidido morir para salvar a otro. A Brennus.

Romulus miró a sus amigos. Sus palabras resonaron en su mente.

Cuando hubieron reunido a cincuenta soldados, el comandante parto indicó a los guardas que parasen. Igual que con el sacrificio del toro, sólo necesitaban unos cuantos testigos. La noticia se difundiría enseguida entre el resto.

La columna, dirigida por catafractos y músicos, se puso en camino. Los legionarios, abatidos, caminaban juntos arrastrando los pies, espoleados por las patadas y los golpes de lanza.

Pasaron bajo el inmenso arco, tan grande como los que Romulus había visto en Italia. Pero era la excepción y no la norma. Las calles de Seleucia eran estrechas y estaban formadas por hileras de chozas de barro de una sola planta. Esas diminutas viviendas construidas con bloques de barro cocidos al sol constituían la mayoría de las estructuras. Tan sólo de vez en cuando se veía algún templo sencillo de mayor altura. Al igual que en Roma, las edificaciones estaban muy juntas y los callejones, llenos de basura y de excrementos. Era una ciudad sencilla; estaba claro que los partos no eran una nación de ingenieros. Eran guerreros nómadas del desierto.

Tan sólo el arco y la estructura de lo que debía de ser la residencia del rey Orodes tenían la categoría suficiente para haber estado en Roma. Alrededor de las altas murallas fortificadas del palacio se extendían terrenos desnudos. En cada esquina había una torre con arqueros que vigilaban entre las almenas. Al lado de las ornamentadas puertas de metal, una tropa de catafractos a caballo observaba impasible la columna de legionarios. Muy pocos miraban a los guerreros ataviados con las cotas de malla sin sentir un escalofrío de miedo.

Al pasar, Tarquinius miró entre los huecos de la ornamentación de metal.

—¡No llames la atención! —le susurró Brennus.

—No les importa —contestó el etrusco tranquilamente, estirando el cuello—. Quiero ver el oro que Craso quería. Se supone que este lugar está lleno de oro.

Pero un catafracto ya había visto suficiente; bajó la punta de la lanza hacia Tarquinius y, a continuación, la apartó enérgicamente.

Para alivio de Romulus, el arúspice bajó la cabeza y siguió caminando y arrastrando los pies.

Quedaba muy poco espacio para que los prisioneros pasasen entre la muchedumbre que esperaba. Todo el mundo en Seleucia quería deleitarse con la humillación de los romanos. Los abucheos y los gritos de desprecio resonaban en sus oídos mientras caminaban a trompicones. Romulus mantuvo la mirada fija en los surcos de barro que pisaba. Le había bastado una sola mirada a los rostros morenos cargados de odio. Lo que estaba a punto de suceder iba a ser suficientemente nefasto como para encima llamar la atención.

Piedras de bordes afilados y guijarros volaban formando arcos de poca altura y les cortaban y amorataban el cuerpo. Les llovían verduras podridas e incluso el contenido de los orinales. Mocosos harapientos salían a toda velocidad de la multitud para dar patadas a los hombres. Una mujer delgada se cruzó en el camino de un soldado y le arañó la mejilla. Cuando éste intentó detenerla, un guardia lo golpeó con la porra y lo dejó inconsciente. La vieja bruja se jactó del triunfo y escupió al soldado desmayado. Los legionarios que estaban delante y detrás de él tuvieron que cargar a su compañero.

Obligaron a los sucios prisioneros a caminar por las calles durante lo que les pareció una eternidad, para que todos saboreasen la sorprendente victoria sobre el magno ejército de Craso. Al final, llegaron hasta un gran espacio abierto de tamaño similar al Campo de Marte de Roma. La temperatura subió cuando dejaron atrás la poca sombra que había. Cuando los obligaron a colocarse en el centro, lejos de los abucheos y de lo que la gente lanzaba, pocos se atrevieron a mirar hacia arriba. Los guardias iban delante y pegaban con fuerza a los locos que se atrevían a bloquearles el paso.

Al lado de una gran hoguera, una docena de partos trabajaba con afán para alimentar con troncos las llamas hambrientas. Cerca había un escenario vacío. Con golpes y patadas obligaban a los confundidos soldados a ponerse delante. Formaron filas cansados y magullados y se preguntaban temerosos qué iba a pasar. A medida que transcurría el tiempo iban llegando más grupos procedentes de otros complejos de la ciudad. Pronto hubo cientos de romanos: los representantes de diez mil hombres.

Romulus había decidido que nadie iba a verle hundido. Si iban a ejecutarlo, el suyo sería un final honroso. Brennus parecía contento de que Tarquinius no estuviese alarmado. De manera que él y sus mentores estaban relativamente conformes con el destino que los esperaba, a diferencia de los legionarios medio muertos de hambre y quemados por el sol que esperaban la muerte a su lado. La horrible derrota de Carrhae había hecho trizas la confianza de los soldados. Con la cabeza gacha, los más débiles se estremecían sollozando en silencio. Incluso se percibió un ligero olor a orina cuando la situación sobrepasó a algunos.

Poco a poco, los gritos de la multitud se apagaron. Incluso los tambores y las campanas callaron. Un nuevo sonido llenaba el aire, que llamaba la atención de forma instintiva. De más allá de la multitud que los rodeaba llegaban gemidos de dolor.

Alrededor de la zona habían construido docenas de cruces de madera. Del palo vertical de cada una colgaba un oficial con los brazos atados al listón horizontal. Cada cierto tiempo, las víctimas intentaban levantarse sobre los pies clavados para mitigar la tensión del tronco. Entonces el dolor era tan grande que se dejaban caer otra vez y gemían. Era un círculo vicioso que terminaría con una total deshidratación o la asfixia. La muerte tardaría días en llegar, especialmente si la víctima era físicamente fuerte.

La multitud gritaba y reía sin prestar atención al otro grupo de prisioneros. Las piedras volaban hacia los hombres crucificados. Se oían nuevos gritos cuando alcanzaban el blanco. Los guardias pinchaban con las lanzas a los indefensos oficiales y se reían cuando les hacían sangrar. Gritos de regocijo llenaban el aire. El brutal espectáculo se prolongó durante cierto tiempo. Los soldados rasos miraban horrorizados, imaginando cuál iba a ser su destino.

Félix señaló a alguien.

—Ahí está Bassius. Pobre desgraciado.

Romulus y Brennus miraron al veterano, que estaba crucificado cerca con los ojos cerrados. A pesar de la atroz experiencia, ni un solo sonido brotaba de sus labios. La valentía de Bassius jamás había resultado más evidente.

Brennus tiró de la soga que tenía alrededor del cuello.

—Voy a terminar con su sufrimiento.

—¿Y acabar tú también crucificado? —dijo Tarquinius.

Romulus maldecía. Había tenido la misma idea, pero nunca lograrían alcanzar a Bassius, porque antes los matarían.

—No durará mucho —terció Félix—. La crucifixión mina con rapidez la fuerza de un hombre herido.

—Los romanos les enseñaron a crucificar —dijo el etrusco.

Romulus no tenía respuesta. Sentía vergüenza y asco de que su propio pueblo hubiese enseñado un método de tortura tan brutal. Aunque en Italia se ejecutaba normalmente así a los esclavos blancos y a los criminales, nunca había visto tantas crucifixiones simultáneas. Entonces recordó cómo Craso había matado a los supervivientes del ejército de Espartaco. Roma era tan cruel como Partía.

Brennus escupió furioso y se preparó para romper sus ataduras. De nuevo le asaltó la imagen de Conall muriendo bajo doce
gladii
. Ahora había que salvar a otro hombre valiente. Ya había viajado lo suficientemente lejos.

—Como quieras, Brennus. —Se oyó la voz de Tarquinius—. Todavía tenemos un largo camino por delante.

El corpulento guerrero se volvió con expresión angustiada.

—Bassius es un soldado valiente. ¡Nos salvó la vida! Y no merece morir como un animal.

—Entonces ayúdale.

Hubo una pausa antes de que Brennus suspirase profundamente.

—Ultan predijo un viaje muy, muy largo. Tú también.

—Bassius morirá de todos modos —dijo Tarquinius con delicadeza—. Conall y Brac también hubiesen muerto. No podrías haber hecho nada para cambiarlo.

Brennus se quedó boquiabierto.

—¿Sabes lo de mi familia?

El etrusco asintió con la cabeza.

—Hace ocho años que no pronuncio sus nombres.

—Brac era un guerrero valiente, igual que su padre. Pero les llegó su hora.

A Romulus se le puso la carne de gallina. Sólo había podido deducir algunos detalles del pasado del galo.

Brennus parecía consternado.

—Llegará un día en que tus amigos te necesitarán —declaró el etrusco con voz profunda—. Será el momento de que Brennus se alce y luche. Contra circunstancias terribles. —Se produjo un largo silencio—. Nadie podría ganar una batalla así. Únicamente Brennus.

—¿Sucederá lejos de aquí? —Su tono era apremiante, casi desesperado.

—En los confines del mundo.

Brennus sonrió y soltó la soga.

—Ultan era un druida extraordinario. Igual que tú, Tarquinius. Los dioses llevarán a nuestro centurión directamente al Elíseo.

—No te quepa la menor duda.

Romulus todavía recordaba la mirada de Tarquinius al galo cuando se retiraban hacia Carrhae. El corazón del joven soldado se llenó de preocupación por Brennus al unir las piezas del rompecabezas, pero entonces vio a Tarquinius observando el fuego.

—¿Para qué es?

El etrusco señaló con la cabeza un caldero ancho de hierro colgado en el centro de la hoguera. Hombres sudorosos con mandiles de cuero trabajaban para mantener las llamas que ardían debajo del caldero. Cada cierto tiempo, uno de ellos se inclinaba y removía el contenido con un cucharón.

—Hace un rato tiraron dentro un lingote de oro.

Romulus sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Los tambores empezaron a sonar de nuevo, pero esta vez el ruido no se prolongó mucho. En ese momento llegó un carro de plataforma tirado por muías y rodeado por la caballería pesada, espléndida en sus cotas de malla. A cada lado del carro caminaban varios guardias disfrazados de lictores. Todos llevaban
fasces
, el símbolo romano de la justicia. Pero a diferencia de los que se utilizaban en Italia, los haces estaban decorados con bolsas de dinero y las hachas con las cabezas de los oficiales.

—Todo esto ha sido cuidadosamente planificado —farfulló Romulus.

—Es una parodia de un triunfo militar —explicó el etrusco—. Se burlan de la avaricia de Craso.

Todos los soldados se sobresaltaron cuando vieron a Craso de pie en el carro, atado a una estructura de madera por el cuello y por los brazos. Iba tocado con una corona de laurel y le habían pintado los labios y las mejillas con ocre y albayalde. Una túnica de mujer de un color vivo, manchada de excrementos y verduras podridas, completaba la humillación. El general tenía los ojos cerrados y en el rostro, una expresión de resignación. Había sido un largo viaje.

Las prostitutas que habían acompañado a los oficiales de alto rango también estaban presentes. Desnudas, con cortes y moratones, lloraban y se aferraban unas a otras. Durante la campaña, Romulus había visto muchas violaciones. Y cada vez que había sucedido, recordaba horrorizado las imágenes de Gemellus gimiendo sobre su madre. Formaba parte de la guerra, pero Romulus se estremeció al pensar lo que las mujeres debían de haber sufrido desde Carrhae.

Cuando las muías se detuvieron, se oyeron gritos de miedo.

Los guerreros partos subieron al carro, agarraron a las prostitutas del pelo, las llevaron hasta el escenario y las obligaron a arrodillarse a empujones. Cada vez que lloraban les pegaban y les daban patadas. Al poco tiempo sólo se les escapaba algún sollozo.

Un hombre alto y barbudo ataviado con una túnica negra subió al escenario e hizo señas para imponer silencio. La multitud obedeció y el sacerdote empezó a hablar en voz baja y profunda. La ira se notaba en cada palabra que pronunciaba. Su discurso hizo que los partos que escuchaban se pusieran frenéticos y se dirigiesen en masa hacia los prisioneros. Los guardias tuvieron que recurrir a la fuerza bruta para hacerlos retroceder, e hirieron a muchos con las lanzas.

—Los arenga —dijo Brennus—. Para que empiece el verdadero espectáculo.

—Habla de lo que le pasa a todo aquel que amenaza a Partia. —Tradujo el etrusco con rapidez—. Craso era el agresor. Pero el poder de los dioses los ha ayudado a derrotar a los invasores romanos. Ahora exigen una recompensa.

Romulus miró el escenario y tembló. La campaña estaba condenada al fracaso desde su inicio y sólo un loco podía ignorar semejante plétora de malos augurios. Pero Craso había hecho caso omiso de todos y con su inmensa arrogancia había llevado a miles de hombres a la muerte. Le repugnaba lo que estaba a punto de pasarle a su general. Pero él no podía hacer nada. El joven soldado respiró hondo para tranquilizarse.

Al fin el sacerdote barbudo terminó; el público, contento, se dispuso para el ritual inminente. Sólo los quejidos de los oficiales crucificados y de las prostitutas rompían el silencio estremecedor.

Todas las miradas de los legionarios estaban fijas en Craso y en las desgraciadas mujeres. El sacerdote esbozó una leve sonrisa cuando sacó una larga daga del cinturón. Se acercó a la primera prostituta y pronunció unas cuantas palabras más.

Se oyó una gran ovación.

La prostituta se volvió para ver; lloraba aterrorizada porque sabía lo que iba a suceder. Con violencia, el sacerdote le hizo girar la cabeza para que mirara a la muchedumbre. Le cortó el cuello con un movimiento suave.

De repente, los gritos cesaron.

Los brazos y las piernas daban sacudidas espasmódicas y una fuente de sangre brotó de la herida del cuello y empapó a guardias y prisioneros por igual. El parto la soltó y un guerrero sacó el cadáver del escenario de una patada brutal. Los soldados romanos se apartaron para evitar que el cuerpo mutilado cayese sobre ellos.

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