Se oyó una queja colectiva cuando los soldados se dieron cuenta de que iba a repetirse la matanza del día anterior. Lo que parecía esperanza no había sido más que engaño.
Los centuriones y los oficiales jóvenes tomaron la iniciativa y ordenaron la retirada duna abajo. Sin Craso, los trompetas daban órdenes confusas. Los hombres bajaban desesperados por alcanzar la parte llana, y miraban hacia atrás por encima del hombro. En la base de la duna se formó una línea irregular de tres filas de profundidad en formación cerrada. Se levantaron los escudos contra la tormenta de mortíferos proyectiles que pronto silbarían duna abajo.
El que fuera el orgulloso ejército de Craso se apiñó y se preparó para morir bajo el ardiente sol de Mesopotamia. A pocos legionarios les quedaba voluntad suficiente para luchar.
La batalla unilateral no duró mucho. El cielo se llenó de incontables flechas partas que perforaban los escudos y diezmaban a los que estaban debajo. Sin posibilidad de contraatacar, lo único que los soldados podían hacer era morir donde estaban. Y a los que rompían filas y echaban a correr los mataban enseguida. Al poco tiempo cientos de víctimas romanas estaban desparramadas sobre la arena caliente.
Cuando enviaron a los catafractos por primera vez, el final ya estaba próximo. La caballería pesada bajaba la duna pisando con fuerza para atacar el centro romano. Clavaban las lanzas en el pecho de los soldados, los caballos pisoteaban los cuerpos, las espadas acuchillaban profundamente la carne. El imparable ataque de los partos dejó un enorme hueco.
Antes de la completa derrota, los legionarios ya no podían aguantar mucho más.
El único legado que quedaba ordenó bajar el águila de su legión para indicar que se rendía. Romulus nunca olvidaría cómo bajaron hasta la arena el símbolo del poder militar romano. Las aves de plata le habían impresionado desde que las viera por primera vez en Brundisium, cuando los abanderados las llevaban en alto con orgullo. Como esclavo y después como gladiador nunca se había encontrado con nada que realmente le inspirase. Su adoración a Júpiter era como la de todo el mundo: la esperanza y la fe en lo intangible. Pero las águilas eran metal sólido y una prueba concluyente del poder militar de la República: para él, algo en lo que creer. Al fin y al cabo, era romano. Su madre era italiana y también lo era el bastardo que la había violado. ¿Por qué no podía seguir el águila en la batalla como hacían los mercenarios regulares?
Vio a muchos soldados llorar avergonzados por la derrota. Algunos oficiales atacaron a los partos a ciegas, pues preferían morir luchando que vivir en la ignominia, pero la mayoría de los soldados se rindieron con alivio. Los guerreros del desierto rodearon a los derrotados romanos, sus sudorosos caballos se acercaban cada vez más. A los supervivientes los apiñaron como si de ganado se tratase, mientras oscuros ojos miraban con los arcos preparados para disparar. Nadie se atrevía a ofrecer resistencia. Eran las flechas que habían derrotado a un ejército de treinta y cinco mil hombres.
Los partos se quedaron con todos los estandartes de las unidades, símbolos de poder, y obligaron a todos a tirar las espadas. A aquellos que no obedecían con presteza los mataban en el acto. Brennus tiró la espada larga con renuencia; sin embargo, el etrusco parecía menos preocupado por su hacha de guerra, y Romulus pronto supo por qué. Grupos de arqueros desmontaron de los caballos y empezaron a recoger las armas y a atarlas en montones. Cargaban los camellos con los
gladii
y con las jabalinas que quedaban. Las armas iban con los cautivos, prueba de que su destino ya estaba decidido. Tarquinius esperaba entregar el hacha más tarde. Eso le dio esperanzas a Romulus.
Pero casi la mitad de los hombres que habían participado en la batalla final habían muerto. El resto, aproximadamente diez mil legionarios y mercenarios, eran prisioneros. Derrotados y abatidos, a los soldados sólo les quedaba la ropa y la armadura. Una vez desarmados, fue sencillo para los partos atarles una cuerda alrededor del cuello.
Largas hileras de piltrafas humanas marcharon hacia el sur en dirección a Seleucia. Mientras caminaba con dificultad, Romulus no volvió la vista atrás para ver la carnicería.
Detrás de él, cientos de buitres empezaban a posarse.
Seleucia, capital del Imperio parto, verano del 53 a.C.
La vida en el recinto circular donde Romulus y cientos de soldados estaban encarcelados se había convertido casi en una rutina. Situada cerca de un gran pasadizo abovedado de ladrillo que llevaba hasta la ciudad, la prisión, construida con gruesos troncos, tenía el doble de altura que Brennus. Los hombres, abatidos, estaban sentados sobre el duro suelo de tierra, tan juntos que apenas podían estirar las piernas. Se rumoreaba que había otros cautivos en prisiones similares por toda Seleucia. Incluso desarmados, los partos no se fiaban de grupos muy numerosos de romanos.
Carrhae y la terrible marcha hacia el sur se habían convertido en lejanos recuerdos, reemplazados por nuevos sufrimientos. Las noches heladas seguidas por días de un calor abrasador empeoraban las penalidades de los heridos y de todos por igual. En el recinto no había dónde refugiarse. Los soldados romanos temblaban juntos en la oscuridad y se quemaban al sol. A todos los oficiales conocidos les habían llevado a otro lugar y sólo quedaban unos pocos de bajo rango para levantar los ánimos.
Tarquinius parecía contento de esperar y hacía pocos comentarios sobre el viento o el clima. Nadie más sabía lo que les deparaba el destino. De momento se habían salvado, pero seguía pareciendo probable que los partos los ejecutasen a todos. En el desierto se habían quedado miles de compañeros pudriéndose, una vergüenza que todos lamentaban profundamente. En circunstancias normales sólo se dejaba a los criminales sin sepultura, y Romulus recordaba con nitidez el olor de los cadáveres que llenaban las fosas en la ladera oriental del Esquilino. Sólo los dioses sabían lo que había sucedido en Carrhae.
A los prisioneros los alimentaban lo justo para sobrevivir. Cada vez que los guardias entraban para dejar los víveres en el suelo se formaba un caos. Los habían reducido a animales que se peleaban por un mendrugo de pan seco y agua salobre. Los amigos comían y bebían algo gracias al respeto cada vez mayor que los soldados sentían por Tarquinius. Ayudado por Romulus, todos los días el etrusco se movía incansable entre los soldados para limpiarles las heridas y administrarles hierbas de una pequeña bolsa de cuero que milagrosamente había logrado salvar de sus captores. Cuando los soldados se dieron cuenta de su habilidad mística creció más todavía el respeto que sentían por el etrusco, y le guardaban comida. Sólo gracias a alguien como el arúspice podrían encontrar una salida del infierno en que se hallaban.
Muchos heridos morían a causa de la deshidratación, y los partos sólo se llevaban los cadáveres hinchados si los prisioneros los acercaban hasta la puerta. Para evitar que las enfermedades se propagasen a la ciudad cercana y dar abasto con el número de muertos, los guardias construyeron una enorme pira que ardía constantemente. Por la noche, su luz fantasmal iluminaba los rostros enjutos y hambrientos. El permanente olor acre a carne quemada se sumaba a la angustia de los soldados.
—Esos cabrones tendrían que habernos ejecutado —protestó furioso Romulus al amanecer del duodécimo día—. En unas pocas semanas todos acabaremos como ellos.
Cerca, más de veinte legionarios yacían muertos.
—Paciencia —le aconsejó Tarquinius—. El aire se mueve. Pronto sabremos más.
Romulus asintió con la cabeza a regañadientes, pero a Félix le enfurecía ver a sus compañeros muertos.
—Lo que daría por un arma —dijo, y golpeó los maderos frustrado.
Un guardia vio el gesto del pequeño galo y le hizo una seña con la lanza para indicarle que se apartase.
—¡Tranquilo! —dijo Brennus entre dientes. El esperaría todo el tiempo que quisiese Tarquinius—. No querrás morir como ese legionario.
El cadáver en proceso de descomposición que estaba colgado de una estructura de madera en forma de T en el exterior era un ejemplo brutal de la disciplina parta. Dos días antes, un corpulento veterano de la Sexta había escupido a los pies de un guardia. Le habían arrastrado al exterior y crucificado inmediatamente.
Debido a los gruesos clavos de hierro que le habían clavado en los pies, el soldado no había podido aguantar de pie mucho tiempo. Tampoco se había podido colgar con las manos atravesadas. La víctima, que cambiaba de una agonizante posición a otra, se había puesto a gritar. El cruel espectáculo había durado media mañana. Satisfecho porque consideraba que los prisioneros habían visto suficiente, el guardia le había clavado una lanza y acabado abruptamente con el sufrimiento del hombre, pero había dejado el cuerpo donde estaba a modo de recordatorio.
Félix se sentó.
El parto terminó su ronda alrededor del perímetro.
—Todavía seguimos vivos y eso quiere decir que tienen algo planeado —dijo el etrusco.
—Una ejecución pública —masculló Félix—. Eso es lo que harían los galos.
—No a nosotros, que somos simples soldados.
Romulus seguía sin estar convencido.
—En Roma acabaríamos en la arena. ¿Son diferentes estos salvajes?
—No tienen gladiadores ni caza de bestias. Esto no es Italia. —Tarquinius fue categórico—. ¡Escuchad!
Las campanas y los tambores partos no habían dejado de tocar desde el amanecer. Desde su llegada a Seleucia la mayoría de los días se oían sonidos triunfales, sin embargo aquello era diferente. El clamor, cada vez más fuerte, no presagiaba nada bueno. La temperatura había aumentado sin parar desde que había salido el sol en el cielo azul y los sudorosos soldados empezaban a estar inquietos.
Brennus se levantó y miró el laberinto de calles que llevaban hasta la ciudad.
—Se está acercando.
A medida que el barullo se aproximaba, el recinto quedó en silencio. Sucios, vendados y quemados por el sol, los supervivientes de la Sexta se levantaron de uno en uno mientras los guardias hablaban animadamente en el exterior.
—¿Qué sucede, Tarquinius? —Como muchos, Félix se había dado cuenta de que el etrusco entendía el parto.
Deseosos de conseguir algo de información, varios hombres se arremolinaron a su alrededor.
Tarquinius se frotó la barbilla, pensativo.
—Todavía no ha habido una celebración formal.
—¿Qué ha pasado con Craso? —preguntó Romulus. Desde la batalla no había habido ninguna señal del general. No cabía duda de que él tendría un papel importante.
El etrusco estaba a punto de responder cuando del pasadizo abovedado surgieron cincuenta guerreros inusitadamente altos que se dirigieron al espacio abierto que quedaba delante del complejo. Iban ataviados con cota de malla y cascos con púas pulidos, y armados con una pesada lanza y un escudo redondo. Los seguían de cerca docenas de partos ataviados con túnicas tocando instrumentos. La procesión se detuvo de forma ordenada, pero la fuerte música siguió sin tregua.
Más de un hombre hizo la señal contra lo maligno.
—Guardaespaldas de élite —masculló Tarquinius—. El rey Orodes ha decidido nuestra suerte.
—La sabes. —Romulus miró al etrusco, que sonrió enigmático.
—¿Has visto algo más? —preguntó Brennus.
—Os lo dije. Vamos a realizar una larga marcha hacia el este.
Alarmados por las revelaciones, los soldados miraron con temor al arúspice.
—Hacia donde Alejandro Magno llevó el ejército más grande jamás visto. —Para entonces, Tarquinius ya había contado muchas historias sobre la legendaria marcha del griego hacia lo desconocido tres siglos antes.
La mayoría de los rostros mostraron todavía más abatimiento, sin embargo a Romulus esas historias le parecían fascinantes. La expectación le corría por las venas.
—Podemos estar contentos de que fuesen hacia el este. —Tarquinius tocó su diminuta bolsa de piel escondida en la pretina, que contenía las hierbas y el mapa antiguo que sólo habían visto una vez. Junto con el anillo del escarabajo y el lituo, era lo único que había logrado conservar tras la captura—. Lo dibujó uno de los soldados de Alejandro. Y ha llegado hasta mis manos por algún motivo —susurró.
La conversación se interrumpió cuando el jefe de los recién llegados se dirigió en voz alta a los guardias. Enseguida cogieron cuerdas pesadas, las mismas que habían utilizado con los prisioneros después de la batalla. El miedo, siempre presente entre los prisioneros, fue en aumento. Cuando una de las puertas se abrió parcialmente, el murmullo aterrorizado de los prisioneros creció. En el reducido espacio habían disfrutado de cierta seguridad. ¿Qué les esperaba ahora?
Flanqueado por varios guerreros corpulentos con las lanzas bajadas, el capitán al mando entró en el recinto y ordenó salir a quienes estaban más cerca. Los soldados obedecieron a regañadientes. Cuando salieron les ataron las cuerdas al cuello. Enseguida se formó una fila larga. Los partos que estaban en el interior de la prisión iban contando e indicando a más prisioneros que salieran.
Uno de los hombres consideró que ya había soportado suficiente. Aunque llevaba la pechera característica de los
optiones
, no se lo habían llevado con el resto de los oficiales. Cuando el guardia lo señaló con la lanza, el
optio
le empujó el pecho a propósito.
—¿Qué hace ese loco? —susurró Romulus—. Debe de saber lo que le van a hacer.
Tarquinius lo miró fijamente.
—Decide su destino. Es algo que está al alcance de todos nosotros.
Romulus recordó a los tres soldados que Bassius había tenido que ejecutar y a los dos mercenarios que habían decidido quedarse en Carrhae. La autodeterminación era un concepto importante y se esforzó por comprenderlo.
Se oyó una orden rápida y el guardia le clavó la lanza al soldado en el vientre hasta el fondo. El hombre se dobló con un grito agarrando el asta con las manos. Se quedaron mirando mientras el guardia se arrodillaba y sacaba una daga de hoja delgada. Otros dos sujetaron al
optio
por los brazos. Mientras los gritos de agonía desgarraban el ambiente, el capitán parto miró al resto de los soldados.
El guardia se levantó e hizo un gesto con el brazo para lanzar algo. Dos ojos brillantes, con los nervios todavía colgando, cayeron cerca, y Romulus retrocedió asqueado, sorprendido de que alguien optase por sufrir semejante tortura.