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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (25 page)

BOOK: La legión olvidada
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—A quien debemos prestar atención es a Julio César —se jactó otra vez Memor—. La Galia ha sido derrotada y nos proporciona enormes recursos. Por esa victoria obtuvo quince días de festividades públicas. ¡Y el general no se ha ganado el dinero reduciendo a cenizas las casas de los ciudadanos!

Gabinius se rió.

—Nunca se ha llegado a demostrar que esos incendios fueran intencionados —bramó Mancinus.

—¡Cualquiera que lo hiciera acabaría con el cuello cortado! —espetó Memor. La estrecha relación entre Craso y el indeseable Clodio era del dominio público.

Gabinius volvió a reírse tontamente.

Fabiola pegó la oreja al agujero porque deseaba saber más sobre Memor. Hacía poco, Pompeya le había revelado que era el
lanista
del Ludus Magnus. Al parecer, con el aumento de la popularidad de los combates de gladiadores se había enriquecido tremendamente. Si bien Fabiola no tenía ni idea de a qué escuela habían arrastrado a su hermano, conocer a Memor sería un punto de partida.

No había tenido noticias de Romulus desde hacía más de un año. Los clientes sólo hablaban de los luchadores más famosos. A Fabiola se le encogía el corazón al pensar en el único familiar que le quedaba. El intento anónimo de Brutus de comprar a su madre el año anterior había resultado en vano. Gemellus había cumplido su palabra y la había vendido en el mercado de esclavos. Los hombres de Brutus habían visitado muchas minas de sal y sobornado a todos los capataces que habían encontrado, pero todos sus esfuerzos habían sido inútiles. Frágil y descorazonada, Velvinna había desaparecido para no volver. Aquello hacía que encontrar a Romulus fuera más apremiante si cabe.

—César es un buen general, lo reconozco —dijo Gabinius. El agua salpicó fuera de la piscina cuando cambió de postura.

—Ha conquistado toda la Galia y Bélgica. Britannia será la siguiente —repuso el
lanista
—. ¡Mientras que Pompeyo y Craso no hacen más que hablar!

—No por mucho tiempo —se apresuró a añadir Mancinus.

El partidario de Pompeyo, Gabinius, también iba lanzado:

—César persigue victorias para saldar unas deudas enormes. He oído decir que ascienden a millones de sestercios.

—Debe la mayoría a Craso —se regodeó Mancinus—. Además, César nunca está en Roma. La gente necesita ver a los nobles para seguirlos.

Gabinius no estaba dispuesto a ceder con facilidad.

—¿No has visto el nuevo complejo de edificios de Pompeyo en el Campo de Marte? ¿No le has oído hablar ahí en sus ceremonias?

Memor resopló. La enorme construcción de Pompeyo, erigida para impresionar al personal, había tardado años en estar acabada y costado una fortuna. Como de costumbre, el caprichoso público no había recibido el regalo de forma especialmente positiva.

—Ese sitio es una exageración —dijo, tajante—. Busca la espectacularidad. Cuando era edil y estaba a cargo del entretenimiento público, César patrocinó un combate con trescientos pares de gladiadores con armadura de plata. ¡El público se volvió loco! —exclamó triunfal el
lanista
—. Y sé lo que me digo porque me dedico a eso.

De repente se hizo el silencio y Memor intuyó que se había acabado. En la habitación se había levantado una barrera social invisible. Ni se inmutó.

—Bueno, ahora me toca jugar a mí —bromeó—. Esa pelirroja tiene una habilidad increíble con la boca.

Los demás se rieron y Fabiola oyó salir del agua al
lanista
y despedirse. Decidió presentarse ante él, aunque se estaba convirtiendo rápidamente en uno de los clientes habituales de Pompeya. Si se mostraba persuasiva, su amiga quizá se retirara y la dejara ganarse la estima de Memor.

Tal vez así pudiera encontrar a Romulus.

Si seguía con vida.

A Fabiola se le aceleró el corazón de la emoción al pensar en volver a ver a su hermano. La conversación había decaído, pero sabía por experiencia que valía la pena esperar un poco más.

—¡Más vino!

Cuando el esclavo de las termas salió rápidamente, a Fabiola le pareció oír que susurraban. La fastidiaba no ser capaz de escuchar lo que decían. Captó retazos como «
lanista
cabrón» y «el enorme galo», que no significaban nada para ella. Cuando reapareció el esclavo, los murmullos cesaron.

—Yo ya estoy. Tengo cosas que hacer.

—Toma otra copa.

—¡Algunos de nosotros tenemos que trabajar para ganarnos el sustento! No como vosotros los équites con latifundios enormes —exclamó Mancinus agraviado—. La mercancía no se vende sola.

—Pero es que últimamente apenas nos vemos —dijo Gabinius con zalamería—. Una más.

El comerciante se acomodó en el agua tibia, ávido de más alcohol a pesar de sus palabras. Los dos hombres hablaron de cosas intrascendentes y luego Fabiola oyó que Gabinius intentaba sonsacarle información. Daba la impresión de que Mancinus sabía muchas cosas sobre Craso que el noble deseaba conocer. Para Fabiola resultaba obvio lo que estaba pasando.

El año anterior había aprendido a sonsacar información a los clientes sin que ellos se dieran cuenta; era increíble lo que los hombres revelaban cuando estaban medio locos de deseo. Los consejos de Pompeya le habían resultado muy útiles, y Fabiola ya se había convertido en una de las mujeres más solicitadas del Lupanar.

—¿Craso va a mover su ejército ahora que es gobernador de Siria?

—¡Es del dominio público! —Mancinus sorbió un poco más de vino y bajó la voz—. Mientras Pompeyo se duerme en los laureles, él planea conquistar Jerusalén.

—¿Enserio?

—Y no piensa detenerse ahí.

Fabiola oyó que Gabinius se inclinaba hacia delante y servía otra copa a Mancinus.

—Seleucia —anunció el comerciante—. Tiene las miras puestas en Seleucia.

Gabinius inspiró con fuerza.

—¿Va a invadir Partia?

—Dicen que su riqueza es incalculable. Gracias al comercio con Oriente.

—Pero Roma está en paz con los partos.

—¡Igual que miles de galos a los que César masacró! Eso no se lo impidió, ¿verdad?

—¿Estás seguro?

—Dicen que los templos partos rebosan oro. ¡No dudaría en acompañar a Craso si fuera más joven!

—Por lo menos es diez años mayor que tú —le pinchó Gabinius.

—No todos nacemos para ser soldados —refunfuñó Mancinus.

—No era mi intención ofenderte. —Gabinius se dio cuenta de que se había propasado—. Toma un poco más.

Fabiola resopló en silencio. Qué táctica tan burda. El comerciante, ofendido, se negó a picar otra vez y ella se marchó. Recorrió el pasillo sigilosamente; el vestido le ondeaba gracias al cálido aire veraniego que corría por la casa.

Se encontró a Benignus sentado en la cocina. Germanilla no paraba quieta y le llenaba el plato con pan y verduras.

Al verla, el portero desplegó una sonrisa en su rostro cincelado.

Fabiola acercó un taburete y se sentó junto al enorme esclavo.

—¿Tuviste mucho trabajo anoche?

—No estuvo mal. Sólo eché a un cliente. —Benignus tomó un trozo de pan y masticó ruidosamente—. El muy cabrón pegó a Senovara, la nueva chica.

—¿Le ha pasado algo? —preguntó Fabiola, preocupada.

—Está magullada y conmocionada, pero se pondrá bien.

—¿Quién fue?

—Nadie importante. Uno de los soldados de César que quería gastarse todo el botín de la Galia. —Benignus sonrió ampliamente—. Pero se ha llevado un brazo roto.

—Me alegro. —Fabiola guiñó el ojo a Germanilla.

La sirvienta metió la mano bajo el mostrador de madera y sacó un buen pedazo de buey que colocó en el plato de Benignus.

—¿Es para mí? —El portero miraba la carne con avidez—. ¿De tu parte?

Fabiola asintió desde debajo del largo flequillo.

—Sigue cuidando de nosotras.

Estaba muy contento y dejó al descubierto las raíces cariadas de los dientes.

—Yo y Vettius mataríamos a cualquiera que intentara haceros daño. —Benignus dio una palmadita a la empuñadura de hueso de la daga.

Fabiola contempló satisfecha cómo el gigante de cabeza rapada engullía la carne. Nunca había necesitado pedir ayuda como le había pasado a Senovara la noche anterior. Pero, llegado el caso, sabía que los dos acudirían corriendo. Ganarse a los porteros había sido fácil. En vez de acostarse con ellos, Fabiola los había conquistado asegurándose de que siempre tuvieran buena comida y dispusieran de los servicios del mejor cirujano en caso de resultar heridos.

La hermosa joven sólo se acostaba con hombres que pudieran aportarle dinero, información útil o la posibilidad de ser libre.

14 - Rufus Caelius

Roma, finales de verano del 55 a.C.

Tarquinius cambió de postura y movió un poco la capa para que le sirviera de cojín. Estaba sentado con la espalda apoyada en la pared de una casa de una calle estrecha cercana al Foro, entre mendigos y vendedores de comida que competían por el dinero de los transeúntes. El más cercano, un veterano del ejército de mediana edad con un solo brazo, seguía llevando la túnica militar color castaño rojizo. Miró con curiosidad a Tarquinius, un poco resentido por tener que acercarse un par de metros a su vecino. Pero los diez sestercios que tenía en el puño eran más de lo que ganaría en un día. ¿Qué más daba el motivo por el que el rubio desconocido quería sentarse allí? Y le había prometido lo mismo cada mañana. El lisiado vio que Tarquinius le devolvía la mirada y rápidamente bajó la cabeza para no molestar a su nuevo patrocinador.

Justo en diagonal al lugar donde se encontraban había un portal grande en arco con unos penes erectos de piedra que sobresalían de la pared a ambos lados. Las enormes vergas estaban pintadas de colores vivos para llamar la atención, objetivo que cumplían. Muchos de los hombres que pasaban por ahí se paraban a mirar por la puerta abierta. Pero pocos acababan entrando: se quedaban fuera sopesando los portamonedas con cara de desilusión.

El legionario manco vio que Tarquinius observaba.

—Ahí sólo entran los ricos. —Carraspeó y escupió—. Es uno de los burdeles más caros de Roma. ¡Las chicas del Lupanar son capaces de dejar secos a los hombres!

—¿Las has probado?

Rió con acritud.

—En sueños.

—¿Quién es el dueño?

—Una arpía llamada Jovina. Ha amasado una gran fortuna. Y es lista como el hambre. Siempre tiene contentos a los clientes.

El etrusco asintió de forma alentadora.

Feliz de tener quien le hiciera caso, el veterano informó a Tarquinius de las idas y venidas al Lupanar. El arúspice enseguida se enteró de qué senadores y nobles lo visitaban con regularidad, de los métodos que empleaban los porteros para expulsar a los clientes problemáticos y de que muy pocas prostitutas salían fuera del recinto.

—¿Cómo te llamas, soldado? —preguntó Tarquinius al final.

El lisiado sintió una mezcla de sorpresa y alegría. Pocas personas se interesaban por su nombre.

—Secundus —respondió—. Gaius Secundus. ¿Y tú?

—Marcus Peregrinus. —Aunque Secundus parecía honrado, Tarquinius no pensaba revelar su identidad tras lo ocurrido con Gallo hacía meses.

—¿Tú también has servido en las legiones?

Tarquinius sonrió.

—¡Yo no! Soy comerciante.

La explicación fue suficiente y los dos guardaron silencio amigablemente.

Fue pasando el tiempo y los dos hombres empezaron a intercambiar historias sobre sus experiencias: Secundus con las legiones en el Ponto y en Grecia; Tarquinius narrando sus visitas a Asia Menor, norte de África y España. El ruido de los carros tirados por bueyes y la conversación de los transeúntes les servía de telón de fondo. Al igual que en todas las vías públicas de Roma, en la calle siempre había bullicio.

Con el tiempo, el etrusco señaló un día el brazo derecho de Secundus. El muñón rojo brillante estaba cortado de forma regular y los puntos le habían dejado unas pequeñas cicatrices. Era señal de que se lo había amputado un experto.

—¿Dónde lo perdiste?

Secundus frunció el ceño y se frotó lo que le quedaba de brazo.

—En Tigranocerta.

—¿Serviste con Lúculo?

Asintió orgulloso.

—Una de las mayores victorias de la República, dicen.

El arúspice todavía recordaba la escena sobre el terreno ante la joya de Tigranes, la capital. El martilleo profundo e intimidatorio de los tambores armenios. El sol abrasador que caía sobre las tropas apelotonadas de legionarios. La magnitud de la hueste del rey. Había sido colosal. Las
bucinae
[13]
tocando órdenes desde la posición de Lúculo, los oficiales vociferando a sus hombres cuando las habían oído y comprendido. El avance gradual hacia el enemigo con las espadas bien agarradas y el sudor que les caía debajo del casco. Las ráfagas de jabalinas segando la infantería armenia. El pánico que se apoderó de ellos como un viento huracanado. Tarquinius sonrió.

—Aunque os superaban en número con creces —dijo.

—¡Veinte a uno! Sin embargo, no tardamos demasiado en repeler a los salvajes —exclamó Secundus—. Casi habíamos acabado cuando un armenio enorme atravesó el muro de escudos que tenía cerca. Se cargó a cuatro hombres en un abrir y cerrar de ojos. —El rostro del veterano se contrajo de ira—. Conseguí lisiar de una pierna al cabrón pero se giró y me dio un hachazo al caer. Me dañó tanto el hueso que el cirujano me tuvo que cortar el brazo.

Tarquinius chasqueó la lengua como muestra de compasión.

—Y ahí acabó tu servicio en el ejército.

—Un hombre no puede empuñar un
gladius
con la mano izquierda. —Secundus exhaló un suspiro—. Y sólo me quedaban tres años de servicio.

—Los dioses nos llevan por caminos inescrutables.

—¡Si es que nos prestan algo de atención!

—Seguro que sí —respondió Tarquinius, serio.

—Parece que se han olvidado de mí. —Secundus se señaló cínicamente la ropa raída y la manta gastada, su única protección contra las inclemencias del tiempo—. Aunque sigo haciéndole sacrificios a Marte. —El veterano miró en derredor para asegurarse de que nadie le oía—. Y a Mitra —susurró.

Tarquinius aguzó el oído. Le fascinaba la religión antigua y secretista de los guerreros que los legionarios habían traído a Roma desde el este. La entrada a los templos clandestinos mitraístas sólo se permitía a los iniciados, pero había oído muchos rumores cuando estaba en Asia Menor. Sacrificaban toros. Estudiaban ciertas constelaciones. Practicaban ritos iniciáticos consistentes en pruebas de calor, dolor y hambre para los devotos. Seguían postulados básicos de verdad, honor y valentía. Con un poco de suerte, quizá Secundus le contara más cosas.

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