De la herida abierta que tenía en él le sobresalían fragmentos de hueso, clara muestra de la increíble ferocidad de los animales.
—¡Detrás de ti! —Los espectadores que estaban por encima de Romulus rieron burlonamente cuando el último león se acercó por detrás con su suave andar al
venator
herido.
—¡Ayudadme!
—¡Ayúdate tú solo, escoria!
—¡Muere como un hombre! ¡Entretennos!
Cayó una lluvia de insultos, pan y fruta. El público no pensaba hacer concesiones.
Quería más sangre.
A Romulus se le pusieron los nudillos blancos de sujetar los barrotes con tanta fuerza, deseoso de poder hacer algo. Cualquier cosa.
El
venator
tenía que actuar rápido. Con el escudo en el brazo bueno podía repeler al león un rato pero sería incapaz de herirle. El sangrado continuo de las heridas acabaría permitiendo que el león le superara. Con un arma hubiese tenido una pequeña posibilidad de matarlo, pero se encontraba desarmado frente a las garras potentes que habían destrozado a sus compañeros.
El cazador tenía la indecisión reflejada en el rostro. El instinto de supervivencia se impuso y corrió hacia el cadáver más cercano para poner un poco de distancia entre él y el león. Dejó el escudo y recogió una lanza pesada que yacía junto a su dueño muerto.
—Mira que son salvajes los romanos. —Brennus apareció al lado de Romulus y observó el desarrollo del drama—. Pero es una buena táctica. Una espada no tendría suficiente alcance.
—¿Y un tridente?
—Es demasiado poco manejable. De todos modos la lanza tiene más alcance.
—¿Y ahora qué?
—Esperará a que la bestia intente saltar. Plantará el astil en la arena y dejará que se ensarte —explicó Brennus con voz queda—. Es su única posibilidad.
Romulus cerró los ojos y pidió a Júpiter que ayudara al luchador herido.
Con una fascinación morbosa observaron cómo el
venator
retrocedía con su nueva arma. Al gran felino no parecía importarle seguirle, y su única muestra de impaciencia era que meneaba la cola. Cada cierto tiempo intentaba atacar la lanza, pero el hombre reculaba esperando el momento oportuno.
El público empezó a aburrirse y a lanzar pullas. Tiraban monedas y tazas de barro para provocar un ataque. El león estaba cada vez más furioso y no paraba de rugir y de mover la cola de un lado a otro.
Brennus sonrió y señaló.
—Lo está alejando de los cadáveres.
—¿Porqué?
—Para empezar, para separarse de las porquerías que tiran. Y luego porque intentará provocar al animal para que salte.
Romulus apenas soportaba mirar.
—Tendrá que acabar pronto o se quedará demasiado débil.
—Es consciente de ello.
El
venator
había llegado por fin a una zona sin cadáveres. Clavó el asta de la lanza en el suelo con una mano, bajó el extremo de hoja ancha y miró con furia al león.
—¡Este hombre está en paz con la muerte! —Brennus aporreaba los barrotes de la emoción—. ¡Mata a la bestia! ¡Venga, mátala!
El león se colocó a unos quince pasos de su presa y se paró. La luz del sol hacía que las pupilas de sus ojos ambarinos quedaran reducidas a apenas dos rendijas. Se agachó en la arena moviendo ligeramente el extremo de la cola. El
venator
se puso en guardia y se agachó detrás de la lanza. Cuando el animal arremetiera contra él, sólo tendría una oportunidad.
Por fin el público dejó de gritar y de lanzar objetos. La tensión se mascaba en el ambiente.
—Observa los músculos de las patas traseras. Saltará en cualquier momento. —Brennus sujetó a Romulus por el hombro—. ¿Tú serías capaz de mantener la calma? ¿Con el brazo derecho hecho trizas?
Romulus tragó saliva intentando imaginar el dolor de las heridas abiertas. El luchador no parecía mucho mayor que él, y probablemente tuviera una historia similar. Pero no parecía dispuesto a rendirse, la vida era un don demasiado precioso.
El león se levantó de un brinco y saltó. El público tomó aire al unísono. El
venator
, negándose a dejarse llevar por el miedo, se afianzó sobre el terreno.
El felino descendió a toda velocidad y se empaló en la lanza.
El impulso hizo que la afilada hoja le atravesara las costillas y le destrozara el corazón y los pulmones. El cazador cayó al suelo por la fuerza del impacto.
Cuando los espectadores se percataron de que había ocurrido lo imposible se hizo el silencio.
Romulus empezó a dar saltos y a gritar con todas sus fuerzas para dar las gracias a los dioses. Brennus le acompañó riendo. Los gladiadores golpearon las empuñaduras de las espadas contra los escudos a modo de reconocimiento, haciendo el máximo ruido posible. Matar a un gran depredador estando herido de tanta gravedad era una hazaña hercúlea que les servía de inspiración.
Al final el
venator
consiguió sacarse el peso muerto que tenía encima de las piernas y ponerse de pie. La gente había tardado en responder al alboroto de la zona de las celdas pero los gritos de ánimo se duplicaron cuando se levantó.
—Cabrones caprichosos —dijo Brennus—. Hace un momento le estaban insultando. Malditos romanos.
Romulus estaba de acuerdo con su amigo. La reacción del público era hipócrita; lo único que parecía importarle era la mutilación y la muerte.
La lección estaba a punto de reafirmarse de la forma más sangrienta.
El
venator
, envalentonado por lo que acababa de hacer, se acercó a la valla más próxima a quienes le habían insultado.
—¿Os ha gustado lo suficiente? —gritó, con un gesto de desafío.
Romulus le aclamó, pero un extraño silencio se apoderó del Foro Boario. A los ciudadanos de Roma no les gustaba que los desafiaran de aquel modo.
embargó una oleada de ira y tristeza, y se desanimó todavía más. Nunca se había sentido de aquel modo.
—Ya falta poco. —Brennus estaba preocupado—. ¿Qué pasa?
—Vamos a morir ahí fuera.
—¡No todos! —El galo flexionó los enormes bíceps—. No te separes de mí y no te pasará nada.
—¿Qué sentido tiene? ¿Para qué sangrar y morir para unos completos desconocidos? —Romulus dejó caer los hombros—. Yo estoy aquí encerrado y mi madre pertenece a un cabrón sádico que vendió a Fabiola a un prostíbulo. La vida no tiene sentido. Me da igual dejar que Figulus me mate.
Brennus agarró a Romulus del brazo.
—¡No eres el único que tiene una historia triste! Piensa en el
venator
—susurró—. Y todos los que estamos en esta celda hemos sufrido bajo el yugo romano. Incluso cabrones como Figulus y Gallus.
Romulus se quitó de encima la mano del galo.
—¿Qué más me da? —respondió enfadado.
Se produjo un largo silencio antes de que Brennus volviera a hablar.
—Vi cómo los soldados romanos incendiaban el pueblo en el que estaban mi mujer y mi hijo pequeño —empezó a explicar—. Luego mataron delante de mis narices al primo al que había jurado proteger.
Romulus miró a su amigo con actitud compasiva.
—Y esos recuerdos me vienen a la cabeza todos los días.
—Yo… —empezó a decir Romulus, sintiéndose culpable. Pero el galo siguió hablando:
—Me pasé cinco años jugando con la muerte. Pero los dioses no me permitieron morir. Me han estado reservando para otro fin. Todavía no sé qué es, pero primero apareció Astoria y luego apareciste tú. —Despeinó a Romulus con un gesto cariñoso. El parecido de su protegido con Brac era asombroso.
—¿Qué intentas decir?
—Incluso en medio de todo esto —continuó Brennus señalando la arena ensangrentada— vale la pena vivir la vida. Muere hoy si quieres, Romulus. Pero piensa en el día que llegaste al
ludus
. ¿Por qué te compró Memor? ¿Por qué eligió Cotta a un muchacho de trece años para entrenarlo? —Desenvainó la espada—. Los dioses favorecen a los hombres valientes. Recuérdalo. —Dedicó una mirada dura a Romulus antes de quedarse callado.
El joven luchador reflexionó sobre lo que Brennus le había dicho. Quizás hubiera sido algo más que mera suerte. Quizá Júpiter le había reservado un destino especial. Alzó la mirada sintiéndose un poco mejor y vio que Gallus le observaba. El bajo y robusto reciario dio un codazo a Figulus, mirándolo lascivamente mientras se pasaba un dedo por el cuello. Romulus se puso de pie. Las palabras de Brennus le habían llegado al corazón y la amenaza de Gallus le había espoleado. ¿De qué servía morir sin defenderse?
Romulus se acordó de Espartaco, el gladiador que había hecho temblar los cimientos de Roma, y se sintió esperanzado. Sonrió. Incluso en la arena ensangrentada era posible decidir el propio destino. Había motivos para vivir.
Romulus empezó a hacer girar los hombros tal como le había enseñado Cotta, como si estuviera calentando para una sesión de entrenamiento.
—¡Así me gusta! —exclamó Brennus, encantado.
—Esos cabrones no me matarán sin que les plante cara.
—Me alegro de saberlo.
Los dos amigos estiraron los músculos preparándose para la matanza.
Ya era primera hora de la tarde y habían rastrillado la arena ensangrentada antes de extender otra capa por encima. Tras el espectáculo de los cazadores de animales, hubo un intermedio antes de la atracción principal. Los vendedores ambulantes, que ofrecían vino, carne y pan, trepaban entre las hileras de asientos haciendo el agosto con los ciudadanos hambrientos. La mayor parte del público había sido sustituida por espectadores atraídos por los combates entre grupos numerosos. Sólo los más sanguinarios se quedaban a contemplar los espectáculos durante toda la jornada.
Debajo de las gradas, las celdas situadas enfrente de las de los luchadores del Magnus seguían vacías.
—¿Dónde están? —gruñó un
murmillo.
Habían pasado varias horas. El combate no podía tardar mucho en empezar.
—Es una táctica para asustar. El
lanista
del Dacicus enviará a sus chicos directamente a la arena —dijo otro—. O sea, que no tendremos ocasión de echarles un vistazo de antemano —añadió un reciario.
Se oyeron susurros de desasosiego entre los gladiadores.
—¿Qué más da? —exclamó Brennus. Dio un paso adelante antes de que el malestar se convirtiera en miedo.
Los luchadores alzaron la vista, picados por la curiosidad. No estaban acostumbrados a tener un líder.
El galo sonrió con desagrado.
—Hoy moriremos muchos. —Enseguida todos le prestaron atención—. Pero no tiene por qué ser así.
—¿A qué cono viene esto? —gruñó Figulus, situándose delante con sus amigos. De repente se abrió un espacio entre Brennus y el grupo.
Romulus se puso en tensión, preparado para reaccionar si atacaban. Era toda una satisfacción ver que los cuatro
scissores
reaccionaban del mismo modo. El y el galo no estaban completamente solos.
—Somos mucho mejores que la gente del Dacicus —exclamó Brennus—. ¡Todos lo sabemos!
Muchos hombres expresaron su acuerdo con un gruñido. La rivalidad entre las escuelas era feroz.
—Si los atacamos rápido y contundentemente, podemos acabar con esto incluso antes de que empiece.
Un rayo de esperanza iluminó los rostros ansiosos.
—¡Seguidme y luchemos juntos! Quiero que los reciarios se sitúen delante y a los lados. Todos los demás en el centro. Acabaremos con esos desgraciados con un ataque frontal en masa. —Brennus alzó un puño cerrado—. ¡Lu-dus Mag-nus!
Se produjo un breve silencio mientras los gladiadores musitaban entre sí, asimilando sus palabras. Unos cuantos asintieron y gritaron la consigna contagiosa. Poco a poco se les fueron añadiendo más y al final la celda resonaba por los rugidos de «¡Lu-dus Mag-nus! ¡Lu-dus Mag-nus!»
El galo retrocedió satisfecho. Figulus miró enfadado a quienes tenía cerca, pero el momento de responder había pasado. Los hombres seguirían a Brennus.
Sextus asintió para mostrar su aprobación.
—Nos has animado y, con un poco de suerte, has dividido también a nuestros enemigos.
—Mucho antes de ser gladiador lideraba a los guerreros en el campo de batalla.
—Y te ruego que vuelvas a liderarlos. —El
scissores
señaló la entrada—. Ni rastro de ellos todavía. Ese
murmillo
tenía razón, saldremos a la arena a ciegas.
—Y dentro de poco.
—Que los dioses nos acompañen.
—¡Y que guíen tu hacha! —Brennus alzó la voz—. Recordad lo que he dicho.
Romulus se alegró de que los gladiadores respondieran de inmediato y formaran grupos.
El galo sonrió abiertamente y sacó la espada.
—¿Dónde quieres que estén mis chicos? —le preguntó Sextus.
—¡Donde les vaya mejor para hacer lo que saben, Sextus! ¡Abate a los hombres de los extremos!
El
scissores
enseñó los dientes al oír el comentario de doble filo.
En ese momento el sonido de pasos de un grupo de guardas, lanza en mano, se acercó por el pasillo.
Las vallas situadas entre las hileras de jaulas tenían una salida al exterior. Algunos hombres levantaron una pesada barra que servía para bloquear el paso y la dejaron en el suelo antes de retirar unos tablones para abrir un hueco que permitiera salir a dos luchadores a la vez. El resto cerró el pasaje que llevaba a la callé.
El esclavo que había sido insolente con Memor metió en el candado una llave larga y abrió la puerta de par en par.
—¡Ha llegado la hora de morir! —exclamó con una sonrisa de satisfacción.
Varios luchadores se abalanzaron hacia él por entre los barrotes con puñales y espadas. Retrocedió asustado de un salto.
—¡Salid de ahí! No me obliguéis a ir a buscar a los arqueros.
—Cuidado con lo que dices, hijo de perra —masculló Sextus—. Ya saldremos cuando sea el momento.
A Romulus le desconcertaba y enojaba que un esclavo como ellos quisiera que otros murieran. Si se hubieran aliado y luchado juntos, los cimientos de la República se habrían desmoronado bajo el peso de tal cantidad de esclavos. «Piensas como Espartaco —se dijo—. Todos los hombres deberían ser libres.»
El guarda volvió a señalar el exterior pero fue lo suficientemente sensato como para no abrir la boca. Aquellos luchadores eran peligrosos, incluso detrás de los barrotes. Las trompetas tronaron y el público vitoreó, deseoso de que comenzara el espectáculo.