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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (31 page)

BOOK: La legión olvidada
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Romulus no iba a descansar hasta ser libre.

En los días de descanso siguientes, Memor se pavoneó por la escuela con una amplia sonrisa en el rostro marcado. Había recibido una cantidad de dinero generosa de Pompeyo y con la victoria el
ludus
se había ganado el respeto del público romano.

Durante tres días, todos los gladiadores —excepto Brennus— recibieron raciones extra de comida y vino. Les permitieron la visita de prostitutas en las celdas. Las sesiones de entrenamiento para quienes habían luchado se redujeron a una hora al día. Las termas estaban abiertas para todos, privilegio reservado normalmente para los luchadores de élite. Estos detalles recibieron el elogio unánime de los agotados hombres, que habían vuelto a arriesgar su vida por el honor del
ludus.

—¡Aparta de mi vista, pequeño cabrón! —le advirtió una tarde Memor a Romulus cuando lo vio. El
lanista
sospechaba que había tenido algo que ver en la muerte de Gallus y los otros pero carecía de pruebas—. ¿Estás tramando cómo matar a otros de mis mejores luchadores?

Romulus no se atrevió a contestar. Se escabulló a la pequeña celda que él y Brennus compartían con dos tracios veteranos. La pareja de homosexuales se había mantenido neutral desde la pelea por Astoria que originara la sangrienta venganza. Otho y Antonius ya estaban marginados por la intolerante familia y la compañía de otros dos marginados no les molestaba.

Cuando se lo ofrecieron discretamente, los amigos aprovecharon la oportunidad. Gracias a las amenazas veladas de Memor, no habían tenido otras opciones de alojamiento. De repente, la vida en el
ludus
se había vuelto complicada y tener un lugar seguro donde dormir les facilitaba un poco las cosas. Además, a Romulus la compañía de los tracios le parecía de lo más entretenida. Otho era alto y delgado y tenía un carácter ascético. Antonius era rechoncho y afeminado pero resultaba mortífero con una espada.

—¿Memor sigue cabreado? —Brennus había oído el breve altercado. Estaba tumbado en un lecho de paja, donde había pasado buena parte del tiempo desde el combate—. Gilipollas.

Romulus no sabía qué decir para mejorar el estado de ánimo de su amigo. Ni siquiera lo animaba la idea de la rebelión, que sólo podía sacar a colación cuando estaban solos.

—Nunca me había apartado de Astoria.

—Sextus cuida de ella.

—Menos mal. De lo contrario ese viejo cabrón habría intentado follársela —dijo Brennus con acritud—. No sé qué hacer. ¡Qué panorama tan desolador tengo aquí! —Puso los ojos en blanco con expresión teatral, como hacía Antonius cuando se emocionaba.

—Son buena gente —replicó Romulus riéndose de la imitación. Asomó la cabeza por la puerta. Sintió alivio al ver que los tracios entrenaban en el patio—. Nadie más nos hubiera acogido. Sextus no podía.

—Es verdad. Y los tracios están arriesgando el pellejo por nosotros. —Ninguno de los otros gladiadores quería saber nada de ellos—. Pero me estoy volviendo loco aquí metido.

—Espera una semana o dos —dijo Romulus, aunque no estuviera muy convencido—. La situación mejorará.

—No sé. Memor es un cabrón vengativo. —El galo suspiró—. No me extrañaría que la cosa fuera a peor.

—Podrías organizar algo para él. —Romulus hizo el gesto de apuñalar.

—¿Quién nos apoyaría?

—El español, quizá. Acuérdate de lo que dijo tras el combate.

—Así seríamos tres —reconoció Brennus compungido—. Contra toda Roma.

—Es probable que el resto de los
scissores
se le unieran.

—No te precipites —le recomendó el galo frunciendo el ceño—. Para lo que estás diciendo hace falta mucha planificación.

—¡Pues entonces hablemos con Sextus!

—Si hacemos eso acabaremos muertos.

—Seguro —respondió Romulus encogiéndose de hombros. Se olvidó de la prudencia—. ¿Y qué tiene eso de nuevo? Mejor que muramos libres.

Brennus alzó la vista con curiosidad.

—Si fracasamos, podemos marcharnos de Italia. Como iba a hacer Espartaco. Irnos muy lejos. A algún lugar que escape a la influencia de Roma.

El rostro moreno del galo se iluminó cuando las palabras calaron en él.

—¡Así se habla! —Se le encendió la mirada—. He esperado seis años a que los dioses me hicieran una señal. —Se levantó y le dio una palmada cariñosa a Romulus en la mejilla—. ¡Y me la han enviado a través de ti!

Al joven le encantó la respuesta de su amigo.

—Hace demasiado tiempo que no huelo el viento, que no cazo en el bosque. —Brennus se animó todavía más—. Vamos a buscar al
scissores.

—Mañana —le advirtió Romulus—. Memor va a ir al mercado de esclavos a buscar luchadores nuevos. —Iba a reponer las bajas sufridas por la escuela fácilmente, lo cual le enfurecía todavía más.

—De acuerdo.

Romulus asintió con determinación. Quizás ahora pudieran empezar a reclutar hombres que sintieran lo mismo.

—Esto me ha dado mucha sed. ¿Por qué no salimos del
ludus
esta noche? —Brennus dio un codazo a Romulus—. Te enseñaré mis lugares preferidos.

—No se nos permite salir de aquí. No vale la pena arriesgarse.

—Vamos. ¡Nos lo merecemos!

—¿Por qué no tomamos un poco de vino aquí?

—Estoy harto. —El galo le dio un golpe a la pared y parte del yeso húmedo se desprendió.

Romulus era consciente de que Brennus hablaba en serio.

—¿Severus no te debe un favor? —preguntó. El guarda entrecano había sido un gladiador formidable en su día pero le interesaban más las apuestas.

—¿Ese viejo borracho? —Brennus dejó de deambular por la habitación—. Pongamos que sí. Le he ayudado más de una vez a pagar a los prestamistas.

—Está de guardia en la puerta la mayoría de las noches.

—Ayer me pidió tres mil sestercios. Se llevó un varapalo en las carreras de cuadrigas del Circus Flaminius. —El galo sonrió—. Severus no se atrevería a decirle a Memor que hemos salido.

—¿Y si mira en la celda? —Romulus seguía desconfiando.

—No es probable. —Brennus contestó con seguridad—. Memor no sale de sus aposentos después del atardecer. —El galo se había animado mucho ante la perspectiva de salir—. Regresaremos antes del alba. Nadie se enterará.

—No podemos meternos en ningún lío.

—Vale. No le abriré la cabeza a nadie.

—Prométemelo.

—Tienes mi palabra —gruñó Brennus.

A Romulus también le apetecía tomar algo en una de las tabernas de las que el galo siempre hablaba. Si las camareras eran como las describía su amigo, no le iría mal magrearlas un poco. Hacía algún tiempo que Romulus tenía las hormonas desbocadas. Las prostitutas ligeritas de ropa que visitaban el
ludus
recientemente habían hecho enloquecer de lujuria al adolescente. Había sentido una fuerte tentación de gastarse las ganancias, pero la vergüenza por la falta de intimidad lo había frenado.

Si Romulus iba a perder la virginidad prefería que no fuera en presencia de otros.

17 - La trifulca

Esa noche, tarde, dejaron a los tracios roncando en la celda. Romulus salió sigilosamente detrás de Brennus a la zona de entrenamiento, que estaba a oscuras, y cerró la puerta con cuidado. El
ludus
estaba en silencio. Los gladiadores se levantaban temprano y se acostaban al anochecer.

Las nubes ocultaban parcialmente las estrellas, así que no había demasiada luz cuando caminaron hacia la pesada puerta de hierro que separaba la escuela de las calles de Roma.

—¿Quién anda ahí? —La voz denotaba temor—. ¡Es tarde!

—Tranquilo, Severus. Soy yo.

—¿Brennus? —Un guarda gordo, de mediana edad, surgió de la oscuridad con la mano en la empuñadura de la espada—. ¿Qué quieres a estas horas?

—Romulus y yo hemos pensado en ir a tomar un trago.

—¿Ahora?

—Nunca es demasiado tarde para un vaso de vino, Severus.

—Memor me cortará el cuello si se entera de que os dejo salir.

—Me debes unos cuantos favores.

El gladiador medio calvo dudó.

—¡Venga ya! —Brennus rió con complicidad—. ¿Qué me dices de los tres mil sestercios que me pediste?

El rostro de Severus tenía una expresión atormentada.

—¿Cuánto tiempo?

—Unas cuantas horas. Estaremos de vuelta antes de que te des cuenta.

Severus arrastró los pies.

Brennus puso toda la carne en el asador.

—Esos prestamistas son implacables —añadió—. Es mejor no enfadarlos.

El guarda se hizo rápidamente con un gran manojo de llaves que llevaba en el cinturón y los acompañó hasta la puerta. Escogió una, la introdujo en la cerradura y la giró con facilidad. La puerta se abrió silenciosamente y Romulus se dio cuenta de que la habían engrasado.

—Mañana por la mañana tendrás el dinero —susurró Brennus cuando cruzaron la puerta.

—Aseguraos de volver antes del amanecer —contestó Severus—. ¡O mi vida correrá peligro!

Romulus se estremeció cuando la puerta se cerró con un sonido de irrevocabilidad. Esperaba que Memor estuviese bien dormido. Siguió cauteloso a su amigo, que caminaba con seguridad. Ambos iban armados con espadas y vestían
lacernae.
[17]

La luna en cuarto creciente añadía una luz tenue a las escasas estrellas visibles. Más adelante todavía se veía menos a causa de los edificios de tres y cuatro plantas que los rodeaban. Sin embargo, Brennus parecía tener un sexto sentido para orientarse en la penumbra estigia.

—¡Qué silencio!

—La gente decente está encerrada en su casa.

De vez en cuando, las risas que se oían detrás de la pared lisa de una casa o una taberna rompían el silencio que reinaba mientras caminaban por las calles más estrechas. Las tiendas estaban cerradas con tablas, las puertas de las casas de vecinos, atrancadas, los templos, vacíos y a oscuras. Aquí y allá merodeaban perros buscando restos de comida. Pasaba muy poca gente, y la que pasaba desviaba la vista. Ni siquiera los matones de los
collegia
apostados en todas las esquinas se atrevían a molestar al galo y a su compañero: dos hombres fornidos, claramente armados.

—Si alguien se nos acerca, mira al cabrón a los ojos —le aconsejó Brennus—. Quienes están en la calle a estas horas no tienen buenas intenciones.

—¿Incluidos nosotros?

El galo se rió.

—Simplemente estate preparado para pelear en cualquier momento.

Romulus comprobó si la espada estaba suelta en la vaina.

—¿Por qué no hay vigilantes?

—Hace años que el Senado habla de poner vigilancia, pero nunca llegan a un acuerdo.

Poco después, Brennus se agachó a la entrada de un callejón estrecho. Se volvió y le hizo señas.

—Mira por dónde pisas.

Olía muy mal. Era el olor inconfundible a orina y heces humanas. Siguió a Brennus con cuidado e intentó no pisar la fuente de aquel hedor.

Enseguida llegaron a una puerta de madera reforzada con gruesas tiras de hierro. Se oía música y voces de hombres procedentes del interior.

—¡Macro! ¡Abre! —Brennus golpeó la puerta con el puño cerrado—. ¡Que nos morimos de sed!

El barullo que había en el interior se calmó un momento. Brennus levantó la mano disponiéndose a llamar nuevamente cuando la puerta se abrió. El hombre más enorme que Romulus había visto en su vida asomó la cabeza calva.

—¿Cuántas veces te lo he dicho, Brennus? Tres golpes ligeros.

—Estoy seco, Macro.

—Ni que fuese la última taberna de Roma. —El portero les hizo señas para que pasasen—. La próxima vez no hagas tanto ruido.

—Lo recordaré.

Macro se sentó en un taburete y siguió refunfuñando.

—Demos gracias a los dioses de que no vendieran a ese gigante al
ludus
—masculló Brennus—. ¿Te imaginas tener que luchar contra él?

Romulus negó con la cabeza. La idea de enfrentarse a Macro en la arena resultaba aterradora.

Mientras se abrían paso entre las mesitas de madera, Romulus se empapó del ambiente. Era la primera taberna que visitaba. Unas antorchas de junco ardían a intervalos regulares en los soportes de las paredes dando una luz tenue. El suelo de losas de piedra estaba lleno de trozos de cerámica, huesos roídos y vino derramado. Un suave murmullo de conversación llenaba el ambiente.

La taberna, llena de humo, estaba abarrotada de legionarios de permiso con túnica marrón hasta la pantorrilla ceñida con cinturón. Las sandalias típicas del ejército, con tachuelas, sobresalían de debajo de las mesas y los bancos. El resto de la clientela era una mezcla de ciudadanos, comerciantes y delincuentes. Algunos miraban con curiosidad a los recién llegados, pero la mayoría bebía y se reía a carcajadas. Algunos cantaban desafinando o jugaban a los
tesserae
[18]
En un rincón había un escenario bajo, donde varios hombres tocaban diversos instrumentos con desigual destreza. Las ligeras cadenas que llevaban en las muñecas delataban su condición de esclavos.

Romulus sonreía entusiasmado. Aquello era mucho mejor que quedarse en el
ludus.

—Bebamos aquí. Es mejor quedarse de pie por si hay problemas. —Brennus dio una palmada en la barra de madera que ocupaba toda la pared trasera—. ¡Julia! ¡Sírvenos el mejor vino tinto que tengas!

—Hacía una eternidad que no veía a mi gladiador favorito —dijo la bonita muchacha de cabello oscuro que servía tras la barra—. Ya empezaba a pensar que te habían herido.

Brennus rió.

—Los dioses todavía me favorecen.

La muchacha parpadeó con coquetería.

—¿Quién es este guapo joven?

Romulus bajó rápidamente la vista, consciente de que había estado mirando los pechos de Julia.

—Romulus.

Julia sonrió todavía más.

—¿El Romulus del que me hablaste?

Brennus asintió con la cabeza y agarró por el hombro al chico.

—Un buen amigo mío. Algún día también será un gran luchador. —Le dio una palmada en la espalda que estuvo a punto de derribarlo.

—Encantada de conocerte. Todos los amigos de Brennus son amigos míos.

Romulus se puso rojo como un tomate y no supo qué decir. Aparte de Astoria, prácticamente todas las mujeres que había conocido desde su llegada al
ludus
eran prostitutas.

—¿Nos vas a dejar aquí de pie? —Brennus se había percatado de su incomodidad—. Estamos completamente secos.

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