—¡Benignus! —gritó Fabiola—. ¡Ven aquí!
—¿Qué pasa? —Jovina salió del pasillo que llevaba a la parte trasera frunciendo los labios.
—No lo sé, madama. Alguien ha lanzado a Vettius al interior. —Fabiola se atrevió a mirar por la puerta. Gracias a la luz de las antorchas, veía dos figuras con capa y espada que luchaban contra los hombres que acababan de marcharse—. Parece que unos ladrones han intentado robar a esos nobles.
—¡Benignus! —Jovina profirió un insulto—. ¿Dónde está ese burro?
Minutos después apareció el segundo portero, ajustándose la túnica después de haber ido a hacer sus necesidades.
—Madama, ¿me ha llamado?
Jovina se puso roja como un tomate.
—Están atacando a mis clientes ahí fuera. ¡Ve a buscar a Catus y a los otros!
Confundido, al final Benignus se dio cuenta de que Vettius estaba tendido boca abajo y Fabiola arrodillada a su lado, y que se oía el choque de espadas en el exterior. Dio media vuelta y corrió por el pasillo gritando a pleno pulmón.
—¡Y algunas armas! —Jovina miró rápidamente a su alrededor y cerró la puerta con el cerrojo mientras esperaban. Dio media vuelta y dedicó una sonrisa halagüeña a los asombrados clientes—. Un pequeño altercado, caballeros —susurró con dulzura—. Esta noche, todas las chicas a mitad de precio.
Los rostros asustados se iluminaron. Los hombres desaparecieron rápidamente, pues la lujuria borra cualquier otro pensamiento de la mente.
Jovina dio vueltas por la habitación mientras esperaba impaciente a los esclavos.
Fabiola enrolló un pañuelo y lo apretó con fuerza contra la nariz rota de Vettius para detener la hemorragia. El cirujano griego se la enderezaría después. Al final, Vettius abrió los ojos y fue recuperando la conciencia poco a poco.
—¿Por Hades, qué ha pasado?
—Dos esclavos intentaban entrar —farfulló Vettius—. Han atacado a un noble en la puerta.
—¿Esclavos? —preguntó Fabiola de repente. Eso era muy extraño—. ¿Estás seguro?
El portero asintió con un movimiento de cabeza.
—Uno de ellos era un tipo enorme. Ese gladiador galo.
Benignus regresó a toda velocidad seguido de los demás. Todos iban armados con puñales, espadas o porras. Los esclavos de la cocina parecían asustados. Luchar no formaba parte de sus labores habituales.
—¿A qué esperáis? —gritó Jovina. Abrió la puerta—. ¡Salid de una vez!
El grupo salió dando tumbos, más temeroso de su ama que del peligro físico.
Al cabo de unos minutos cesó el ruido de armas. Oyeron gritos cuando los ladrones huyeron y luego se hizo el silencio. De repente un équite empezó a gritar que se había cometido un asesinato.
Jovina frunció el ceño. La noche no iba nada bien. Ya había perdido dinero con los descuentos. Ahora, alguien había muerto. Las malas noticias como ésa corrían como la pólvora por la ciudad. Se asomó a la calle para ver si no había peligro antes de salir.
Fabiola la siguió hasta la entrada.
En el suelo yacían unos cuerpos con toga, uno de ellos con una gran mancha roja en el pecho. Los esclavos estaban de pie cerca, sin saber qué hacer, mientras los nobles supervivientes gritaban a los asaltantes.
La madama enseguida se dio cuenta de lo que sucedía.
—Ve al Foro con tres de estos tontos —indicó a Benignus con tono resuelto—. Tráete al lictor y a sus hombres. Dile que han asesinado a Rufus Caelius.
El portero asintió con la cabeza, aliviado por la orden. El no podía solventar una situación como aquélla. Tomó una antorcha de la pared. Hizo señales a los otros y salió a paso rápido.
Fabiola miraba con los ojos como platos y escuchaba la airada conversación. Un ataque de aquel cariz era insólito en un burdel, y Fabiola sintió una oleada de placer. Los équites habían sido en extremo arrogantes, especialmente el pelirrojo muerto. Había sido violento con ella, hasta el punto de que casi había tenido que pedir ayuda. Por lo que a Fabiola concernía, la muerte de Caelius no constituía ninguna pérdida.
Notó movimiento detrás de ella. Vettius estaba de pie en la entrada y le hacía señas discretamente.
—¿Estás bien?
Asintió con la cabeza, con una mirada extraña en los ojos.
—¿Vettius?
—Qué cosa más curiosa. El segundo era tu viva imagen.
A Fabiola le dio un vuelco el corazón. «¡Romulus!» La alegría le recorrió todo el cuerpo al darse cuenta de que su hermano mellizo seguía vivo. Masculló una rápida oración de agradecimiento a Júpiter. Enseguida se dio la vuelta para ver qué hacía la madama, pues era consciente de que no debía notar en ella ningún cambio, (ovina tenía una asombrosa habilidad para oír el murmullo más ligero. Afortunadamente estaba demasiado lejos, intentando tranquilizar a los nobles.
—Lo vendieron a la escuela de gladiadores, ¿no es así?
Fabiola asintió con la cabeza mientras la emoción la embargaba por la viveza del recuerdo.
—Tiene pinta de ser un tipo fuerte —añadió el portero antes de restregarse la nariz con un gesto de dolor—. Ha intentado que me uniese a ellos.
El orgullo se mezcló con la pena. Su hermano había sobrevivido más de un año en la arena. Ya debía de ser un hombre con muchas victorias en su haber. Tal vez la gente supiese quién era Romulus. Podría averiguar en qué
ludus
se encontraba.
—Ni una palabra de esto —susurró con los ojos brillantes—. Ni de su amigo.
Vettius tragó saliva.
—Por supuesto que no —contestó—. Pero los demás también han reconocido al galo.
Angustiada, Fabiola miró fijamente la oscuridad. El asesinato de un noble estaba considerado una atrocidad y no iban a escatimar esfuerzos para encontrar al responsable. Los lictores enseguida obtendrían la misma información de todos los testigos. Los testimonios de los esclavos eran inadmisibles si no se obtenían con tortura y los eunucos Nepos y Tancinus balarían como corderos. Eso significaba que Romulus y su compañero no iban a estar seguros si regresaban a la escuela de gladiadores. Y aunque la pareja lograra escapar de la ciudad, los dos seguirían siendo fugitivos de la justicia. Si había existido una remota posibilidad de encontrar a su hermano se había esfumado.
A Fabiola se le cayó el alma a los pies.
Oyeron cómo se abrían las contraventanas de las casas de la gente que se había despertado con el barullo.
—¿Qué pasa? —preguntó una voz.
No hicieron caso del grito y corrieron hasta la esquina que daba a una calle que por fin Romulus reconoció.
—No vayas tan deprisa —farfulló el galo jadeando—. No nos van a perseguir hasta que lleguen los refuerzos.
Romulus pensaba en todo lo que había pasado.
—Nadie nos conoce —dijo con una sonrisa.
—Nos hemos metido en un buen lío. —Parecía que Brennus no le había oído—. No nos queda otra opción —masculló—. Tenemos que huir, ahora mismo.
Romulus estaba confundido.
—¿Huir?
—Si no nos vamos nos habrán crucificado antes del atardecer. —Brennus habló en un tono inusualmente serio.
—¿Por qué?
—¡El imbécil del portero me ha reconocido! Sabía que soy gladiador —contestó Brennus—. ¿Cuántos galos de mi envergadura hay en Roma?
Romulus sintió que su vida ya estaba totalmente fuera de control.
—Sólo le he dado con la empuñadura de la espada —dijo débilmente—. Lo siento.
—Ya está hecho. —Los ojos de Brennus denotaban tristeza, pero su mirada era segura—. Al amanecer los soldados nos buscarán por todas las escuelas de la ciudad. Si me encuentran a mí, enseguida te encontrarán a ti. Nuestra vida en Roma se ha acabado.
Romulus sabía que las palabras de su amigo eran ciertas, pero no quería creerlas. No habría rebelión de esclavos. No habría encuentro con Julia.
Estuvieron un rato en silencio antes de que Brennus volviese a hablar.
—Esos patricios cabrones nos matarán a los dos lentamente mientras escuchan nuestros gritos de inocencia. Lo he visto demasiadas veces. Yo no voy a esperar a que pase. —Se dio la vuelta y se encaminó hacia el
ludus.
—¡Para! —le dijo Romulus entre dientes—. ¿Qué vas a hacer?
—Despedirme de Astoria y recoger algunas armas. —Los dientes blancos de Brennus brillaban en la penumbra. Estaba eufórico ante la perspectiva de iniciar de nuevo su viaje—. Después me iré a Brundisium. Allí nadie me conocerá y me podré alistar en el ejército de Craso. ¿Te vienes conmigo, hermano?
Romulus dudó, pero sólo un instante. Su única posibilidad de sobrevivir era quedarse con Brennus. Siguió al galo bajo la luz del amanecer hasta el Ludus Magnus y se preguntó si algún día regresaría. Si algún día volvería a ver a Julia.
Sur de Italia, otoño del 55 a.C.
Los amigos abandonaron inmediatamente su vida en Roma y al amanecer cruzaron arrastrándose las puertas de la ciudad. Primero recorrieron la Vía Apia entre las grandes tumbas donde estaban enterrados los ricos. Pocos pobladores de la zona, habitada por putas baratas y ladrones, estaban despiertos para verlos pasar. Conscientes de que su aspecto podía llamar la atención, se adentraron en los campos en cuanto se hizo completamente de día. Para la mayoría de los ciudadanos, dos hombres armados hasta los dientes que no fueran legionarios sólo podían ser bandidos o esclavos fugitivos, así que realizaron todo el viaje campo a través, generalmente a primera hora de la mañana o última de la tarde. Romulus y Brennus no querían toparse con nadie y evitaban las casas de labranza y los pueblos a toda costa.
Gracias a una rápida incursión en la cocina del
ludas
habían conseguido pan, queso y verduras para varios días. Brennus se había llevado el arco además de otras armas, para cazar ciervos y jabalíes durante el viaje. Los dos hombres llevaban odres para el agua que llenaban cada tanto en arroyos. El clima frío no ayudaba a dormir a la intemperie todas las noches, aunque acurrucarse en las mantas en toscos refugios, bajo el cielo despejado plagado con miles de brillantes estrellas, era mejor que la crucifixión. Los latifundios, fincas inmensas de los ricos, salpicaban Campania y Apulia, las regiones del sur de Roma. Romulus estaba asombrado de los campos y las colinas sembrados de trigo, vides, olivos y árboles frutales. Por la noche, recogían manzanas, ciruelas y peras de los árboles, frutas jugosas que el joven apenas había probado con anterioridad. Durante el día, le embargaba una ira de impotencia cuando espiaba a los pobres e innumerables esclavos con los tobillos encadenados que trabajaban en las fincas. Al lado de cada grupo había un vigilante con el látigo listo para utilizarlo a la mínima oportunidad.
En todas las fincas era igual.
Romulus enseguida se dio cuenta de que todo el país funcionaba gracias al trabajo de los esclavos. No era de extrañar que Roma fuese tan rica, pues decenas de miles de sus súbditos trabajaban a cambio de nada. Mientras viajaban, los dos amigos se enzarzaban en interminables conversaciones. Romulus se imaginaba que había matado a Memor e iniciado una segunda revuelta de esclavos en lugar de haberlo estropeado todo por visitar la taberna de Publio. Seguía teniendo sentimientos encontrados sobre aquella noche. Gracias a la salida había conocido a Julia. Aunque sabía que no era más que un capricho pasajero, al pensar en ella el corazón le palpitaba con fuerza. Este sentimiento se mezclaba con la culpa por lo que podría haber sido. Si no hubiesen salido aquella noche, quizás en aquellos momentos hubiesen estado marchando por esos latifundios liberando a los esclavos en lugar de escondiéndose como animales.
Brennus tampoco se había dado cuenta hasta entonces de la gran cantidad de población cautiva de la República y estaba igualmente indignado. En el viaje vio trabajadores de todas las razas y credos bajo el sol. La avidez de Roma por conseguir esclavos era insaciable, alimentada únicamente por la guerra; la aniquilación de los alóbroges no era ni mucho menos la única. Aunque lo encontraba repugnante, Brennus se sentía impotente para cambiar las cosas. No era Espartaco. Un guerrero, sí. No un general. Se había sentido culpable de no haber escapado antes del
ludus
, pero ya se le estaba pasando. Tal vez su rebelión hubiese tenido éxito, aunque probablemente no. Y ¿cómo iban a cobrar sentido las palabras de Ultan si se dedicaba a librar batallas por toda la península?
«Un viaje más allá de donde ha llegado jamás un alóbroge.» La frase se había convertido en el mantra de Brennus; cualquier otra cosa palidecía en comparación. Sólo cumplir la profecía del druida justificaría su decisión de huir de su pueblo en lugar de quedarse a defenderlo seis años antes. Los dos amigos recorrieron casi cuatrocientos cincuenta kilómetros en menos de veinte días.
Habían tenido mucho tiempo para pensar.
Ver a la población esclava había acrecentado el deseo de ambos de olvidar los recuerdos de su propio cautiverio. Las marcas de Romulus y Brennus eran una prueba indeleble de su condición y, si se las descubrían una vez que estuviesen en el ejército, su crucifixión sería inmediata. Tras una breve charla, decidieron que sólo había una solución. Después de encontrar un bosquecillo apropiado en las colinas, por encima de Brundisium, Brennus encendió una hoguera y afiló la daga hasta que sirvió para afeitar a un hombre. Animando a Romulus a morder un trozo de madera, había calentado la hoja de la daga en las llamas antes de quitar, con unos cuantos cortes hábiles, las odiadas letras «LM». La sangre corría en finos regueros por el brazo de Romulus y goteaba en la tierra. Con los ojos desencajados de dolor, observaba al galo coser la herida con un trozo de tripa que había obtenido de la cuerda del arco.
Brennus sonrió.
—Puede que no sea bonita, pero servirá. Mantenía oculta una temporada, y si alguien la ve puedes decir que es un corte de una espada.
La burda sutura dejaría una fea cicatriz, nada que ver con el hábil trabajo de los cirujanos griegos de Roma, a quienes antiguos esclavos enriquecidos pagaban para que les quitasen las marcas. A Romulus no le importaba. La marca que lo identificaba como una propiedad de Memor había desaparecido para siempre. Pero cuando sacó el cuchillo un poco después y lo acercó a la pierna del galo, Brennus le detuvo.
—Los dos no podemos tener heridas recién suturadas. Quémame la marca. Es normal que caiga leña de las hogueras.
Romulus protestó débilmente, pero sabía que su amigo tenía razón. No había misericordia para los esclavos fugitivos. Para evitar levantar sospechas, tenían que ser diferentes. Calentó la daga hasta que la hoja estuvo al rojo vivo y después, apretando los dientes, la apoyó en la pantorrilla de Brennus. Inmediatamente le asaltó el olor de vello y carne quemada.