—Tiene sus usos —respondió pasando la mano por el mango de madera con una sonrisa—. Y apuesto a que tú también sabes empuñarla en un momento de apuro.
—¡Seguro, si no queda más remedio! —Brennus golpeó la espada larga que se había llevado del
ludus
y los tres rieron.
Comieron en silencio. El sol se había puesto dejando una delgada línea roja en el horizonte que señalaba su paso. Pronto sería noche cerrada y el cielo se empezaba a llenar de estrellas.
—Durante el viaje sufriremos terribles tormentas —afirmó Tarquinius de repente—. Se perderán doce barcos, pero éste se salvará.
Los dos le miraron sorprendidos.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Romulus nervioso.
—Está escrito en las estrellas. —Su voz era profunda y sonora, casi musical.
«Habla como Ultan», pensó Brennus.
La brisa se intensificó unos instantes y Romulus se estremeció.
—¿Eres adivino?
—Algo parecido. —Hizo una pausa—. Pero también sé luchar.
Romulus no lo dudaba.
—¿De dónde eres?
—De Etruria —respondió Tarquinius con expresión ausente—. Al norte de Roma.
—¿Un ciudadano? —preguntó enseguida Brennus—. ¿Por qué no estás en una legión regular?
Tarquinius le miró a los ojos y sonrió.
—¿Qué hacen dos esclavos fugitivos en el ejército como mercenarios?
—¡Baja la voz! —exclamó el corpulento gladiador.
El etrusco arqueó una ceja.
—No somos esclavos —masculló Brennus.
—Entonces, ¿por qué tiene el muchacho una herida tan reciente en el brazo? —respondió Tarquinius—. Justo donde llevaría la marca.
Romulus se bajó la manga con aire de culpabilidad, pero ya era demasiado tarde. Al estirarse, se le había subido la tosca tela de la manga del jubón y había dejado al descubierto la reveladora cicatriz.
—Nos han atacado durante el viaje —masculló—. Los caminos son peligrosos, especialmente de noche.
Tarquinius arqueó una ceja.
—Y yo que pensaba que erais gladiadores.
Sus rostros sorprendidos lo decían todo.
—¡Yo… yo… era el mejor luchador de Roma! Compré nuestra libertad con mis victorias —soltó Brennus.
—Si tú lo dices. —Tarquinius toqueteaba el anillo de oro que colgaba de una cadena que llevaba al cuello. Estaba adornado con un escarabajo—. Nada que ver con la muerte de un noble, ¿no? —Olenus había sido vengado, pensó con satisfacción.
Los dos se pusieron tensos.
«¿Cómo es posible que lo sepa? —pensó Romulus alarmado—. No estaba allí.»
Estaban en silencio cuando el galo puso una mano sobre la espada.
—No —respondió impávido.
Tarquinius no reaccionó a la mentira descarada.
—Yo tampoco quiero que se sepa que soy etrusco. Me he alistado en la cohorte como griego.
—¿De qué huyes?
—Todos tenemos algo que esconder. —Sonrió—. Digamos que, como vosotros, tuve que dejar Italia a toda prisa.
Se relajaron ligeramente.
—¿Hablas griego? —preguntó Romulus.
—Y muchas otras lenguas.
—¿Por qué nos cuentas todo esto? —Romulus se restregó con timidez la herida que debía mantener cubierta hasta que estuviese totalmente curada.
—Muy sencillo. Los dos tenéis aspecto de luchadores. Más de lo que puedo decir de esos pobres desgraciados. —Tarquinius sacudió la cabeza y miró desdeñosamente detrás de él. Definitivamente los galos eran campesinos y no guerreros.
Brennus los calibró con la mirada.
—Bassius los pondrá en forma a la fuerza. He visto peores especímenes convertirse en buenos soldados.
—Tal vez. Tú eres el guerrero. —Tarquinius metió otra vez la mano en el morral y sacó una pequeña ánfora. La descorchó con los dientes y se la ofreció a Brennus.
El galo no la aceptó.
—¿No confías en mí? —le dijo Tarquinius divertido antes de dar un buen trago y ofrecérsela de nuevo—. Tenemos un largo viaje por delante y nos esperan muchas batallas. ¿Por qué iba a ofreceros veneno?
—Disculpa. He pasado demasiados años en el
ludus
—respondió Brennus aceptando el vino—. Has compartido con nosotros alimentos y bebida y a cambio he sido grosero contigo. —Le tendió la mano derecha.
El etrusco se la estrechó con una sonrisa y la ligera tirantez que había habido desde que se había presentado desapareció.
—¿Y tú, Romulus? —Al adivino le bailaban los ojos—. ¿También eres mi amigo?
Romulus escogió cuidadosamente sus palabras.
—Seré tu amigo si tú eres mi amigo.
—¡Sabias palabras para un muchacho tan joven! —Tarquinius echó la cabeza atrás y volvió a reírse, lo cual llamó la atención de los galos más cercanos.
Se estrecharon las manos.
Durante un rato, los tres estuvieron sentados disfrutando del vino de Tarquinius y hablando sobre lo que podrían encontrarse en Asia Menor. A medida que la noche refrescaba, los otros reclutas se iban acurrucando y se dormían tapados con mantas de lana. Para deleite de Romulus, el etrusco sabía muchas cosas sobre su destino.
—Hace mucho calor, eso sí que os lo puedo decir.
—¿Más que en Roma en verano?
—Como en el horno de un panadero en Saturnalia. Y hasta donde alcanza la vista no se ve más que arena y rocas.
—Sigue siendo mejor que un crucifijo en el Campo de Marte —comentó Brennus.
—Cierto —contestó Tarquinius—. Pero Mesopotamia será como el mismo Hades.
—Pensaba que íbamos a Jerusalén.
Tarquinius bajó la voz.
—Casi nadie lo sabe todavía, pero nuestro general está listo para invadir el Imperio parto.
Romulus y Brennus le miraron incrédulos.
—Los partos viven en el desierto mesopotámico, al este de Judea —explicó Tarquinius—. Más allá del río Eufrates. —Rápidamente les dibujó el contorno de la geografía de la región.
Intrigado, Romulus asimiló la información.
—Continúa. —Brennus también estaba interesado.
—Roma está en paz con los partos desde hace unos años, pero Craso tiene intención de cambiar la situación.
—¿Cómo sabes todo eso? —inquirió el galo.
—Antes de alistarme sacrifiqué un cordero a Tinia. Los romanos lo llaman Júpiter —respondió el etrusco—. Y el hígado me mostró claramente una campaña en Partía.
Brennus ya se mostraba menos desdeñoso. Ultan sabía leer el futuro en los órganos de los animales y había predicho con exactitud muchas cosas, incluida la aniquilación de su tribu. Se estremeció al recordar las últimas palabras que le había dicho el druida.
—Pero ¿por qué? —preguntó.
—¡Muy sencillo! Porque Seleucia, la capital parta, es inmensamente rica.
—Pero Craso ya es el hombre más rico de Roma —repuso Romulus. Lo había visto con sus propios ojos.
—El dinero no es lo único que mueve a Craso. Está cansado de las victorias de Pompeyo y de César. Una campaña militar victoriosa es la única forma que tiene de recuperar algo de gloria. —El etrusco se rió en la oscuridad—. Popularidad. Poder sobre el Senado y sobre la clase de los équites. Esto es todo lo que importa en Roma.
Hasta entonces Romulus sólo había tenido nociones vagas de la política y de la tremenda rivalidad entre los miembros de la clase dominante, pues como esclavo todo aquello apenas le afectaba. La vida había sido una lucha constante por la supervivencia y no había tenido tiempo para reflexionar sobre significados más profundos y sobre quién controlaba qué. Pero las palabras de Tarquinius tenían mucho sentido: la nobleza controlaba la campaña, igual que había controlado los combates entre gladiadores que habían dejado atrás.
No había derecho. Había creído que ya eran libres.
—Así que ésta no es más que otra invasión romana. —En la voz de Brennus se palpaba la indignación—. ¿Nunca van a estar satisfechos?
—Sólo cuando hayan conquistado el mundo —respondió Tarquinius.
El grandullón miró las estrellas pensativo.
—Han pasado casi cuatro siglos desde que mi pueblo fue vencido. Sin embargo, todavía lloro por la derrota. —Tarquinius suspiró—. Igual que te debe de pasar a ti con la desaparición de tu tribu.
El rostro de Brennus se llenó de ira.
El etrusco alzó ambas manos con las palmas abiertas en un gesto conciliador.
—Hace poco pasé por la Galia Transalpina. Me hablaron de la última batalla de los alóbroges. Dijeron que habían muerto miles de romanos.
Los ojos de Brennus rezumaban orgullo.
—¿Qué te hace pensar que soy alóbroge?
Tarquinius sonrió.
—No mucho. Las trenzas que llevabas hasta hace poco. La espada larga. Tu forma de hablar.
El galo se rió y Romulus se tranquilizó.
La madera del barco crujía suavemente al deslizarse por el agua.
Romulus casi nunca había pensado en la responsabilidad de los romanos en el sufrimiento de otros pueblos. De repente, al ver la emoción en el rostro de Brennus, la verdad le golpeó con fuerza. El hecho de que los luchadores del
ludus
fuesen de una docena de etnias distintas se debía a las tendencias beligerantes de la República. Al igual que en el caso de Tarquinius y de Brennus, sus tribus habían sido masacradas por sus riquezas y sus tierras. Roma era un Estado basado en la guerra y en la esclavitud. De repente, Romulus se sintió avergonzado de su sangre.
—Algunas razas están destinadas a ser más grandes que otras y no se detendrán ante nada para conseguirlo. Ese es el caso de los romanos —declaró Tarquinius, leyéndole el pensamiento—. Eso no te hace responsable de sus actos.
Romulus suspiró al recordar a Gemellus despotricando sobre cómo hacía tiempo que se habían trastocado los principios de la República. Parecía que lo único que importaba ya era que nobles como Pompeyo, César y Craso conservaran el poder, utilizando para enriquecerse la sangre de hombres comunes y esclavos. Una verdad escalofriante. Romulus juró en silencio que, una vez acabada la campaña, nunca más se sometería al sistema romano.
—Lo que sucede está predestinado. Cuando llegó su hora, Etruria cayó. Ahora la influencia de Roma va en aumento.
—¿Nada pasa por casualidad? —preguntó Romulus.
—Nada —respondió Tarquinius con seguridad—. Ni siquiera que tú y tu hermana fueseis vendidos. Ni este viaje. O tu futuro.
A Romulus se le erizó el vello de la nuca.
—¿Cómo sabes lo de Fabiola?
Pero el etrusco estaba en pleno discurso.
—Y mientras tanto la Tierra no para de dar vueltas. Nosotros simplemente la seguimos.
—¡Hasta los tontos saben que la Tierra es plana! —exclamó Brennus.
—No. Sabes mucho, pero la Tierra es redonda, no es plana. Por eso podemos viajar alrededor sin caernos.
El galo estaba sorprendido.
—¿Cómo lo sabes?
—Pasé mi infancia con un gran maestro: Olenus Aesar. —Tarquinius inclinó la cabeza.
Satisfecho, Brennus asintió respetuosamente. A Ultan sus predecesores también le habían inculcado los secretos de la sabiduría druida. Quizá Tarquinius pudiese aclarar la profecía del anciano.
—Quiero aprender cosas como ésa —afirmó Romulus con entusiasmo.
—Todo será revelado. —El etrusco estaba tumbado, con las piernas estiradas sobre la cubierta—. ¿Sabes leer y escribir?
Romulus dudó.
—No —reconoció.
—Yo te enseñaré.
Se moría de ganas de hacerle más preguntas, pero Tarquinius se había dado la vuelta para contemplar el cielo nocturno. Romulus estaba tendido sobre la manta, disfrutando del roce del aire fresco sobre la piel. Las revelaciones de su nuevo amigo eran increíbles. Nadie del
Achules
los conocía antes de embarcar, sin embargo Tarquinius sabía lo de Fabiola y lo de la tribu del galo. Y lo que había pasado a las puertas del burdel. Estaba claro que, aparte de la capacidad mística, el etrusco también sabía leer y escribir. Habilidades excepcionales.
Aprender a escribir con un punzón sería el primer paso de Romulus hacia la verdadera libertad. Sus dudas sobre abandonar Italia empezaron a disiparse. Con dos amigos como Brennus y Tarquinius, no había mucho de lo que preocuparse.
El galo roncaba con fuerza en la oscuridad, ajeno a todo. El ruido mantuvo a Romulus despierto un rato.
—¿Tarquinius? —susurró, todavía con ganas de hablar.
—¿Qué quieres?
—Tú sabes de dónde venimos Brennus y yo. Nuestros orígenes. —«Que maté a Caelius», pensó estremecido.
—Más o menos.
—Entonces dime qué escondes. —Aunque estaba oscuro, Romulus notó la mirada del etrusco.
—Otro día. Ahora no.
Sentía mucha curiosidad, pero la respuesta de Tarquinius era tajante. Romulus cerró los ojos y se durmió.
Tras varios días de viaje, se desató una fuerte tormenta sobre la flota que hundió una docena de trirremes y desperdigó el resto por el mar. Cientos de legionarios y de marineros se ahogaron; sin embargo, el
Achules
no sufrió ni un rayón en la madera. Tarquinius no dijo nada, pero Brennus empezó a mirar a su nuevo amigo con respeto. Acostumbrado a las historias de adivinos bribones en los templos, Romulus no estaba tan seguro. Al fin y al cabo, era otoño.
Fuera cual fuese la razón del mal tiempo, se trataba de un mal comienzo para la campaña de Craso y entre las embarcaciones empezaron a circular rumores de mala suerte. No parecía que a Tarquinius le perturbasen, cosa que tranquilizó a Brennus. Pero no pasó nada más que pudiese preocupar a los supersticiosos soldados y Romulus se olvidó de las predicciones del etrusco.
La flota siguió navegando y pasó junto a cientos de islas que formaban la costa de Grecia. Los barcos, que sólo podían aventurarse en mar abierto dos o tres días, se mantenían cerca de la costa. La habilidad de los romanos en la guerra terrestre no se aplicaba a la construcción de barcos. Los trirremes se construían para navegar a lo largo de las costas controladas por la República y mantener la paz, la
pax Romanum.
Todos los días al atardecer la flotilla echaba anclas para que los remeros pudiesen descansar. Se enviaban grupos de hombres armados a tierra para que llenasen los barriles de agua en los ríos y en los arroyos. La comida era tal como había dicho Brennus: masa dura y vino agrio. Pocos de los nuevos soldados se quejaban. Estaban contentos de comer dos veces al día.
En varias ocasiones, Romulus vio playas enteras llenas de armazones quemados de barcos, prueba de la derrota que Pompeyo había infligido a los cilicios. Los despiadados piratas llevaban décadas asaltando barcos y esto había costado a Roma una fortuna en mercancías perdidas. Diez años antes, y tras una corta persecución por el Mediterráneo oriental, Pompeyo había acorralado a los renegados y los había aplastado. La victoria le valió una enorme popularidad.