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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (39 page)

BOOK: La legión olvidada
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—No es divertido ver cómo matan animales —dijo Brutus. Había retrasado su llegada hasta que ya hubiesen terminado los primeros espectáculos, más aburridos. Las trompetas anunciaban la inminente entrada de los gladiadores—. Espero que veamos un poco de talento.

De repente Fabiola empezó a preocuparse. ¿Y si Romulus aparecía en la arena? «Júpiter, el más grande y el mejor. Mantén a mi hermano a salvo de cualquier peligro.» Esta oración se había convertido en los últimos tres años en un mantra personal. Respiró profundamente, obligándose a mantener la calma. Si Júpiter era misericordioso, Romulus no sería uno de los luchadores de la jornada.

El ruego fue atendido. Ninguno de los hombres con armadura que durante la hora siguiente se mutilaron y se mataron entre sí se parecía ni remotamente a Romulus. Aun así el espectáculo fue angustioso. Aunque muchas veces fantaseaba con vengarse de Gemellus y del hombre que había violado a su madre, a Fabiola no le gustaba la violencia. El clamor de aprobación del público en los momentos más brutales era nauseabundo. Le venían a la mente imágenes de Romulus sangrando sobre la arena, imágenes que hasta entonces había conseguido mantener apartadas de su mente. Pero, por lo que sabía, su hermano mellizo podía estar muerto. Cuando el espectáculo concluyó, Fabiola sintió verdadero alivio. Habría un descanso antes de que luchasen entre sí los dos gladiadores más famosos de la ciudad.

Brutus estaba charlando sobre la técnica y la habilidad de varios tipos de luchador.

Fabiola le escuchaba vagamente, asintiendo a intervalos re guiares como si estuviese interesada. Le costaba controlar el dolor que sentía en su interior.

—Desde luego, no ha habido un campeón decente desde que desapareció el galo.

Aguzó el oído.

—¿Quién?

—Brennus, se llamaba. Tenía el tamaño de dos hombres juntos, pero era muy hábil. —A Brutus se le iluminó el semblante—. Con una legión de soldados como el galo, César conquistaría el mundo.

—¿Qué le sucedió?

—Tenía delirios de grandeza. El y otro gladiador mataron a un noble a las puertas del Lupanar hace aproximadamente un año —respondió Brutus.

A Fabiola se le encogió el estómago. «¡Romulus! Puede que esté vivo.»

—¿Te acuerdas? Un pelirrojo bajo y fornido llamado Caelius, creo.

—¡Ah, sí! —dijo fingiendo sorpresa—. También le rompió la nariz al portero.

—Todo un desperdicio —suspiró Brutus—. Si cualquiera de los dos apareciese por Roma, lo crucificarían.

Fabiola iba a preguntar algo más, pero una fanfarria la interrumpió.

Había llegado Pompeyo.

20 - La invasión

El Eufrates, Mesopotamia, verano del 53 a.C.

Como todos los líderes romanos, Craso consultaba a los adivinos antes de las ocasiones trascendentales y la invasión había empezado con sacrificios a los dioses. Era crucial un buen augurio para cruzar el río.

Justo antes del amanecer, un anciano sacerdote había llevado un gran toro hasta un espacio abierto delante de la tienda de mando de Craso. Vestido con una sencilla túnica blanca y rodeado de sus acólitos, había contemplado al indiferente animal comerse el heno. Gradualmente se congregaron cientos de soldados, escogidos de todas las cohortes para ser testigos de que la campaña hubiera sido autorizada por los dioses. Entre ellos se encontraban Tarquinius y Romulus, que habían convencido a Bassius para que los dejase asistir.

Se oyó un suspiro de expectación cuando Craso apareció en la entrada de su tienda. Los guardias se cuadraron, con las armas y armaduras todavía más brillantes de lo usual. El general era un hombre de baja estatura y cabellos grises, de unos sesenta y pocos años, con la nariz corva y una mirada penetrante; iba vestido con peto dorado, capa roja y casco crestado. Craso se protegía la entrepierna y los muslos con correas de cuero con tachones y una ornamentada espada colgaba de su cinturón.

A diferencia de Pompeyo y César, sus dos compañeros en el triunvirato, Craso no tenía una amplia experiencia militar. Pero era el hombre que había derrotado a Espartaco y sofocado la rebelión de esclavos sin precedentes que había estallado hacía una generación y que a punto había estado de doblegar la República. Sólo Craso —y en menor medida Pompeyo— la habían salvado de la ruina.

El general estaba flanqueado por Publio y por los legados al mando de cada una de las siete legiones del Ejército. Los oficiales iban vestidos de forma similar a su líder.

Al recordar la cicatriz de Julia, Romulus le dio, enfadado, un codazo al etrusco cuando vio a Publio.

Concentrado, Tarquinius frunció el ceño.

—Estate quieto y mira.

El sacerdote miró a Craso, que asintió una vez con la cabeza. Mascullando conjuros, el viejo se acercó al toro, que seguía comiendo con satisfacción. Dos acólitos agarraron la soga que le rodeaba el cuello mientras otros lo sujetaban para evitar que se escapase. El toro, que se había dado cuenta demasiado tarde deque algo pasaba, empezó a bramar enfadado. A pesar de su inmensa fuerza, los hombres tiraron de su cabeza para que el cuello quedara expuesto.

El sacerdote se sacó una espada siniestra de la túnica. Con un golpe rápido le cortó el cuello y un chorro de sangre cayó sobre la arena. Rápidamente colocaron bajo el chorro un cuenco de plata que se llenó hasta el borde. Los ayudantes soltaron al toro y éste cayó dando coces. Apartándose, el anciano miró detenidamente el líquido rojo.

Todo el mundo contuvo la respiración mientras estudiaba el contenido del cuenco. Incluso Craso estaba callado. El etrusco, de pie e inmóvil, movió los labios ligeramente y Romulus sintió un escalofrío de inquietud.

El adivino permaneció de pie un buen rato, murmurando para sí y removiendo la sangre. Finalmente, miró al cielo.

—¡Apelo a Júpiter, Optimus Maximus! ¡Apelo a Marte Ultor, traedor de la guerra! —El sacerdote calló—. Para que presencien los augurios de esta bestia sagrada. —De nuevo esperó, mirando atentamente.

Craso observó a sus hombres con ansiedad. Era esencial que pensasen que la campaña iba a ser un éxito. Un soldado delgado, de cabello rubio y con un solo zarcillo, le llamó la atención. Llevaba un hacha de guerra grande y vestía como un irregular. El hombre le sostuvo la mirada sin miedo ni deferencia, aparentemente ajeno a la ceremonia.

Craso sintió cómo se le ponía la carne de gallina en los brazos y de repente se acordó del hígado de bronce etrusco que había intentado comprar muchos años antes. Los soldados que había enviado en esa misión habían muerto, todos ellos, poco después. El terror le cerró la garganta y se apartó. El mercenario le estaba contemplando como imaginaba que le contemplaría el barquero.

Nadie más se había dado cuenta.

—¡Los augurios son buenos!

Un gran suspiro de alivio se extendió entre la concurrencia.

—¡Veo una poderosa victoria para Roma! ¡Partia será aplastada!

Estallaron las ovaciones.

Craso se volvió hacia sus legados con una sonrisa.

—Mentiroso —dijo Tarquinius entre dientes—. La sangre mostraba algo totalmente diferente.

A Romulus le cambió la cara.

—Te lo diré después. La ceremonia todavía no ha acabado.

Contemplaron cómo el sacerdote abría en canal el vientre del animal con un cuchillo afilado. Con los brillantes trozos de intestino que se derramaban sobre la arena hubo más predicciones favorables, seguidas por las del hígado. El punto culminante llegó una vez cortado el diafragma, lo que permitía el acceso a la cavidad pectoral. Introduciendo el cuchillo en el cuerpo caliente, el adivino cortó y tiró un momento. Al fin se enderezó y se volvió hacia los oficiales, con la túnica ensangrentada y los brazos rojos hasta los hombros. En sus manos tenía el corazón del toro, que brillaba al sol del amanecer.

—¡Todavía late! ¡Un signo del poder de las legiones de Craso! —gritó.

Todos los legionarios gritaron en señal de aprobación.

Todos excepto Tarquinius y Romulus.

Con los brazos extendidos, el anciano se acercó a Craso, que le esperaba con una sonrisa expectante. Los augurios habían sido buenos. Los soldados se enterarían de la noticia por los que habían presenciado la ceremonia, que la difundirían entre la tropa con más rapidez de lo que él podría.

—Gran Craso, recibe el corazón. ¡Símbolo de tu valentía! ¡Símbolo de la victoria! —exclamó el sacerdote.

Craso dio un paso adelante y tendió la mano con ansiedad. Ése era su momento. Pero al tomar el órgano sangriento, se le resbaló de las manos, cayó al suelo y rodó alejándose de él.

Tarquinius respiró hondo.

—Nadie puede negar lo que esto significa.

Craso gimió. El corazón ya no era rojo. Miles de granos de arena cubrían su superficie y se había vuelto amarillo.

El color del desierto.

Se quedó mirando al sacerdote, que estaba lívido. Todos los espectadores se habían quedado paralizados de la impresión.

—¡Di algo!

El anciano carraspeó.

—¡Los augurios se mantienen! —exclamó—. ¡En la sangre he visto una poderosa victoria de los dioses!

Los hombres se miraron entre sí, muchos hicieron rápidamente el signo contra los maleficios, otros frotaron los amuletos de la suerte que llevaban al cuello. No habían visto el contenido del cuenco. Lo que habían visto era que a Craso se le había caído el corazón del toro, un símbolo fundamental del coraje. Las manos les empezaron a sudar y arrastraban los pies en la arena. En lugar de ovaciones, un molesto silencio se respiraba en el ambiente.

Al levantar la vista, Craso vio a un grupo de doce buitres planeando en las corrientes termales. No fue el único que los vio. No había tiempo que perder.

—¡Soldados de Roma! No os preocupéis —gritó—. Las manos del sacerdote son resbaladizas, ¡igual que las vuestras en contacto con la sangre de los partos!

Romulus se volvió nervioso hacia Tarquinius.

—Es un farsante —dijo el etrusco en voz baja—. Pero no temas. Todavía podemos sobrevivir.

Su comentario no resultaba muy tranquilizador. Parecía imposible que el ejército de Craso fuese derrotado, pero el corazón lleno de arena seguía en el suelo ante todos ellos.

Sangrienta manifestación.

Romulus quería creer en Tarquinius. La alternativa no quería ni pensarla.

Los legionarios que los rodeaban no estaban nada convencidos. El general intentó levantarles el ánimo, pero no lo consiguió. Con un violento gesto, les hizo retirarse y se marchó a la tienda con sus oficiales. Incluso Craso tuvo que admitir que el intento de inspirar a las tropas había sido un completo fracaso. Y la noticia se propagaría con rapidez. Intentó convencerse de que no había nada de lo que preocuparse.

Pero los dioses estaban enfadados.

Romulus miró hacia atrás, al ancho río que serpenteaba hacia el sur. Pronto el destino del ejército sería tan claro como las profundas aguas que fluían velozmente. Tras haber marchado por aquel vasto país, los hombres de Craso estaban a punto de adentrarse en territorio oriental, todavía más desconocido. Gruesos remolinos de neblina del amanecer colgaban bajos sobre la vía fluvial y ocultaban los grupos de juncos de las orillas. No faltaba mucho para que el sol quemase el velo gris y dejase la orilla al descubierto. Llegar al río tras muchos días de marcha había supuesto un gran alivio para el sediento ejército, pero ni Romulus ni miles de soldados que esperaban en silencio lograban entretenerse o relajarse. Craso y su hijo Publio los llevaban hacia el sureste.

La hueste romana había viajado cientos de kilómetros desde su cabeza de playa en el extremo occidental de Asia Menor. Todas las ciudades importantes que había encontrado en el camino habían pagado grandes cantidades de dinero para evitar el ataque de un ejército de semejante calibre. Jerusalén en particular había pagado un dineral, pues sus ancianos querían preservar a toda costa sus antiguas riquezas. Pasado el invierno las legiones de Craso cruzaron Siria hacia el Eufrates, donde llegaron trece meses después de desembarcar de los trirremes. Para entonces, Romulus y Brennus ya habían trabado una sólida amistad con Tarquinius.

El etrusco tenía grandes conocimientos de medicina, astrología, historia y artes místicas. Como había pasado años en campaña con el general Lúculo en Armenia, también era un experto luchador. Bassius enseguida se había percatado de sus múltiples talentos y lo había ascendido directamente a
optio
, para que ayudara a instruir a los reclutas. El agudo sentido del humor de Tarquinius se avenía bien con el sentido del humor campechano de Brennus, y su habilidad para la adivinación complementaba la tremenda destreza del galo con las armas. Bajo la tutela de ambos, Romulus había madurado; había mejorado no sólo su forma física y su destreza en el manejo de la espada, sino que además había empezado a aprender a leer y a escribir.

Se rumoreaba que se dirigían hacia Seleucia, en el Tigris. Romulus sabía más cosas sobre la región gracias a las historias de Tarquinius sobre la Tierra de los Dos Ríos y los reinos que allí habían existido. Había disfrutado de muchas noches de lecciones de historia, aprendiendo sobre los babilonios, los persas y otras razas exóticas. La historia preferida de Romulus era la de Alejandro Magno, un hombre que había marchado desde Grecia hasta la India y regresado al punto de partida y que, a lo largo del viaje, había conquistado medio mundo.

Ahora los poderosos partos gobernaban los desiertos. Estos fieros guerreros, una tribu pequeña en un principio pero aguerrida, habían ido integrando reinos derrotados durante generaciones y crecido hasta tal punto que Partia no tenía otro rival que Roma. Se trataba de un imperio de poca densidad de población, formada por nómadas. La riqueza de Partia provenía de los impuestos sobre artículos valiosos como la seda, las joyas y las especias que transportaban los comerciantes que regresaban por las rutas caravaneras de la India y Extremo Oriente. Conscientes de la avaricia de Roma, los partos protegían celosamente este comercio.

Había llamado la atención de Craso, sin embargo, el cual, deseoso de una rápida victoria, se internaba en el desierto en línea recta hacia Seleucia.

Maldiciendo las estridentes llamadas de trompeta, las siete legiones, cinco mil mercenarios y dos mil soldados de caballería, se habían levantado mucho antes del amanecer. Todavía se hablaba de la torpeza de Craso con el corazón, así que los legionarios habían desmontado las tiendas con la típica eficiencia romana y las habían colocado rápidamente en las muías de carga. Los regulares eran un ejemplo excelente de la habilidad de la República para la organización, sin embargo los hombres de Bassius estaban menos acostumbrados a esa tarea. Al final los mercenarios estuvieron listos para la marcha, ya fuese gracias a la persuasión o a las amenazas.

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