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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (41 page)

BOOK: La legión olvidada
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—¡No estamos tratando con romanos! —Contrariado, Craso escupió en la arena y la saliva desapareció antes de colorear los granos amarillos—. No son de fiar.

—Precisamente, señor —susurró Longino. Fulminó con la mirada a Ariamnes, el nabateo lujosamente ataviado que cabalgaba en el extremo del grupo.

El guerrero montaba el caballo blanco con una facilidad arrogante, la silla estaba incluso más ornamentada que la del general y las riendas trenzadas con hilo de oro. Sobre la cabeza del caballo, el penacho de plumas de pavo real oscilaba suavemente con la brisa. Ariamnes, que iba con la cabeza descubierta, vestía un abrigo de cuero sobre la cota de malla y la melena negra enmarcaba los zarcillos de oro que le colgaban de ambas orejas. De ambos lados de la silla colgaban aljabas profusamente ornamentadas y llevaba un arco siniestramente curvo colgado del hombro derecho.

—¿Por qué creer a esa serpiente perfumada? Artavasdes es más honorable que un cacique nabateo —dijo Longino entre dientes.

Craso sonrió.

—Puede que Ariamnes no tenga muy buen gusto con las fragancias, pero tiene más de seis mil soldados de caballería. Y se ha ofrecido a guiarnos directamente a Seleucia. Y ésa es la ruta que quiero seguir. —Señaló con la mano en dirección al guerrero—. ¡Olvídate de Artavasdes!

—¿Y el agua para los hombres, señor?

Los legados alzaron la vista. Todos ellos estaban preocupados por el tema, aunque no lo mencionaran.

Longino notó su inquietud.

—El Tigris fluye hacia el sur desde las montañas de Armenia, señor. Todo el trayecto hasta Seleucia.

—¡Ya basta! —le gritó Craso—. La marcha no será larga. Ariamnes dice que los partos ya empiezan a estar asustados. ¿No es así? —gritó.

El nabateo se dio la vuelta y retrocedió mientras el caballo brincaba en la arena. Acercándose a los dos, se inclinó desde la cintura. Clavó sus ojos pintados con
khol
en el general y se llevó la mano izquierda al corazón.

—El enemigo desapareció en el instante en que sus legiones cruzaban el río, excelencia.

—¿Lo ves? —Craso sonrió abiertamente—. ¡Nada puede resistirse a mi ejército!

Longino miró con el ceño fruncido al moreno guerrero. Con sus tirabuzones engrasados, su perfume y su arco curvado, apestaba a traición. Y Craso no podía, o no quería, verlo. Apretando los dientes, el legado se fue al trote para quejarse a Publio, quien montaba al lado de su caballería gala en el flanco derecho.

Pero el antiguo teniente de César en la Galia no quería saber nada. Quería su parte en la victoria.

—Mi padre es un héroe, legado —le respondió jovialmente el noble bajo y fornido—. Libró a Roma de Espartaco. Salvó a la República.

«Y el imbécil no ha estado al mando de un ejército en la batalla desde entonces», pensó Longino.

—Confía en su criterio. ¡Huele el oro igual que yo huelo a una virgen!

—No tenemos suficientes soldados de caballería para luchar contra los arqueros y los catafractos partos —insistió Longino.

—Dos mil galos e íberos y los seis mil jinetes de Ariamnes deberían de ser más que suficientes.

—¿Confías en que los nabateos luchen por nosotros como lo han hecho los armenios?

—¿Qué clase de hijo no confía en su propio padre?

Hacían oídos sordos a sus ruegos. Deseando que Julio César, curtido en batallas, estuviese al mando, Longino galopó hacia la cabeza de la columna.

21 - Partia

Desde que dejaran atrás la costa de Asia Menor hacía muchos meses, el recorrido los había llevado gradualmente hacia el interior, lejos del frescor de las brisas marinas. Las temperaturas diurnas aumentaron a un ritmo constante hasta alcanzar nuevas cotas en Siria y Mesopotamia. En un principio, Craso había hecho uso del sentido común y había seguido el curso de los ríos y los arroyos, y las legiones habían cubierto gran parte del trayecto sin demasiadas incomodidades. Pero eso se había acabado.

El breve frescor del amanecer se había desvanecido, dejando a los soldados a merced del sol. La esfera amarilla ascendía hasta ocupar todo el cielo, agostando la tierra que tenía debajo. Los campos de regadío y con palmeras que daban sombra escaseaban cada vez más, hasta que acabaron desapareciendo. A ocho kilómetros del Eufrates, todo indicio de población había desaparecido. Poco después, los estrechos caminos que seguían las legiones empezaban entre dunas ondulantes y terminaban repentinamente.

El paisaje que los esperaba era impactante.

Hasta donde alcanzaba la vista se extendía una vasta tierra baldía. Era un páramo ardiente y los soldados dejaron escapar un gran suspiro, previendo lo que iba a suceder. Se desmoralizaron y el ímpetu de la cohorte decayó a causa de la blandura de la arena, por la que era mucho más difícil seguir la marcha.

—¡Craso se ha vuelto loco! —exclamó Brennus furioso—. Aquí es imposible sobrevivir.

—Es bastante parecido al Hades —comentó Tarquinius—. Pero si los griegos lo lograron, nosotros también podemos.

—No hay ni una sola criatura viviente. Solamente arena. —Romulus veía al fondo cómo danzaba una reluciente calima. Jamás había visto nada igual.

—¿A qué esperáis? ¡Gandules! —gritó Bassius, lo cual hizo tintinear la
phalera
que llevaba en el pecho—. ¡Adelante! ¡Ya!

La formidable disciplina del ejército romano prevaleció. Respirando hondo, los mercenarios se internaron en el calor abrasador del desierto. Enseguida los soldados notaron cómo se les quemaban los pies a través de las suelas. Las cotas de malla se calentaron tanto que resultaban desagradables al tacto. La piel expuesta empezó a quemárseles. A pesar de las órdenes estrictas de ahorrar agua, los hombres empezaron a beber a escondidas tragos de los odres.

Romulus estaba a punto de hacer lo mismo cuando Tarquinius le detuvo.

—Guárdala. La próxima fuente está a más de un día de marcha.

—Estoy muerto de sed —protestó.

—Tarquinius tiene razón —añadió Brennus—. Pasa sed.

Sin romper el paso, Tarquinius se agachó y recogió del suelo tres guijarros lisos; pasó uno a cada uno antes de ponerse el último en la boca. —Ponéoslo debajo de la lengua.

Brennus arqueó las cejas.

—¿Te has vuelto loco?

—Haced lo que os digo —los instó Tarquinius con una sonrisa enigmática.

Los dos hombres obedecieron y se sorprendieron cuando instantáneamente notaron una sensación de humedad en la boca.

—¿Lo veis? —rió Tarquinius—. ¡Hacedme caso y llegaréis lejos!

En silencio Brennus le dio una palmada en el hombro al etrusco. Le alegraba que el adivino fuese una caja de sorpresas.

Tranquilo porque sabía que sus amigos le guiaban, Romulus se adelantó a grandes zancadas, embargado del entusiasmo típico de la juventud. El joven soldado incluso estaba convencido de que, en compañía de Brennus y Tarquinius, pocas cosas podían salir mal. Seleucia caería en cuestión de días y se harían ricos. Después, todo lo que necesitaría sería una prueba de su inocencia para poder regresar a Roma. Cómo lo iba a conseguir no lo tenía muy claro, pero en Roma le quedaban asuntos pendientes: rescatar a su madre y a Fabiola; encontrar a Julia; matar a Gemellus. Iniciar una rebelión de esclavos.

Llevaban casi todo el mediodía de marcha cuando fueron alertados por un grito que llegó desde la parte delantera.

—¡Enemigo al frente!

Todas las miradas se dirigieron al sureste.

Romulus observó detenidamente la mezcla de arena y rocas, pero no distinguía nada.

Brennus achicó los ojos para soportar la luz cegadora.

—¡Allí! —señaló—. A la derecha de los primeros soldados de caballería. Deben de estar a un kilómetro y medio.

Más allá de la mano estirada del galo, Romulus solamente veía una bocanada de humo apenas visible que formaba volutas en la neblina.

Lentamente la nube de polvo se fue agrandando hasta que todos la vieron. A través del aire caliente y en calma llegaba el estruendo de los cascos de los caballos. En cuanto los oficiales de mayor rango fueron informados, sonó el alto. Con suspiros de alivio, los hombres dejaron en el suelo las jabalinas y los escudos, esperando órdenes.

—¡Estad preparados! ¡Bebed un poco de agua, pero no mucha! —Bassius caminaba impaciente arriba y abajo de la cohorte, animando a sus soldados—. La caballería los frenará antes de que tengamos que preocuparnos.

—De todas maneras no tenemos adonde ir, señor. Como no vayamos a la siguiente duna.

El comentario anónimo provocó grandes risas entre quienes lo oyeron.

—¡Silencio en las filas! —bramó Bassius.

En respuesta a las siguientes llamadas de trompeta, la caballería más cercana al enemigo se puso en marcha. Por su piel clara, el cabello suelto y los bigotes, no cabía duda de que los jinetes eran galos. Algunos vestían cota de malla, pero muchos no llevaban armadura, pues confiaban en su velocidad y agilidad. No tardaron mucho en regresar, la mayoría ocupó su posición mientras un decurión se acercaba a caballo hasta el centro de la columna para informar.

—¿Qué ha visto? —gritó Brennus al oficial que cabalgaba a medio galope.

Bassius lo miró enfadado por la indisciplina, pero no dijo nada, pues tenía las mismas ganas que los demás de saber qué pasaba.

—Unos cuantos cientos de partos —contestó el decurión, displicente.

Murmullos de agitación recorrieron la cohorte.

Las noticias no parecieron alarmar a Craso. Momentos después, volvieron a tocar avance. Romulus aceleró el paso, pues la velocidad de la marcha había aumentado perceptiblemente. La aparición del enemigo había reducido la desalentadora perspectiva del inmenso desierto.

Enseguida vieron al grupo de jinetes que cabalgaba a cuatrocientos metros de la vanguardia romana. Los partos se cruzaron en su camino, montados a horcajadas en ponis pequeños y ágiles. Vestían jubones ligeros, pantalones adornados con zahones y un sombrero cónico de cuero. De la parte izquierda de los cinturones les colgaban aljabas grandes similares a estuches. Todos llevaban arcos compuestos muy curvados, similares a los de los nabateos.

—Ni siquiera llevan armadura —dijo Brennus con desdén.

Costaba tenerles miedo. Si esos arqueros eran todo lo que los partos tenían, entonces el inmenso ejército romano tenía poco que temer.

—No son más que escaramuzadores —observó entonces Tarquinius—. Han venido a debilitarnos para los catafractos.

Su tono no presagiaba nada bueno.

—Esos arcos están fabricados con capas de madera, cuerno y tendón. Tienen el doble de potencia que cualquier otro.

Brennus frunció el ceño. Si él podía disparar una flecha con un arco galo y atravesar una cota de malla, ¿de qué serían capaces las armas partas? Tan sólo de pensarlo un escalofrío le recorrió la espalda.

Tarquinius iba a continuar, pero Bassius llegó caminando a grandes zancadas, con la vara de vid preparada.

Los partos se quedaron inmóviles hasta que Publio respondió al reto. Ordenó la carga. Pero sus hombres sólo habían avanzado a caballo unos cientos de pasos cuando el enemigo puso pies en polvorosa y se fue galopando, dejando atrás los caballos más pesados. Cuando los galos frenaron para conservar la energía de las monturas, los arqueros empezaron a hostigarlos.

Observando detenidamente, Publio mantuvo a sus hombres en jaque.

De repente, una lluvia de flechas llenó el aire. Una lluvia mortífera que derribó a muchos jinetes galos al suelo. Enfurecidos, tres grupos cargaron directamente contra los partos.

—¿Qué disciplina es ésta? Estos imbéciles se creen que los van a atropellar con los caballos —exclamó Tarquinius—. ¡Los partos no son la infantería!

Fascinado, Romulus contemplaba cómo la caballería irregular se dirigía con estruendo hacia los arqueros, levantando nubes de polvo. Acostumbrados a aplastar al enemigo con facilidad, los galos bramaron y gritaron. No le costaba imaginar lo aterrador que un ataque de ese tipo podía llegar a ser para los soldados de infantería. A falta de unidades de caballería propias, la República dependía de las tribus conquistadas, como las de galos e íberos, para disponer de jinetes. Armada con lanzas o jabalinas y largas espadas, la caballería servía de ariete para romper las formaciones enemigas.

Una carga poco disciplinada era, precisamente, lo que los partos querían. Cuando los galos se aproximaron, ellos se alejaron al trote, dándose con gracia la vuelta en la silla para disparar .1 sus perseguidores. Una multitud de flechas volaba en el aire y Romulus se quedó boquiabierto por su precisión. En pocos momentos, tan sólo treinta de los noventa galos que habían iniciado la carga seguían con vida. Había cuerpos desparramados por el suelo que dejaban la tierra roja de sangre. Docenas de caballos sin jinete galopaban sin rumbo, muchos de ellos coceando y sacudiéndose por el dolor de las heridas. Los supervivientes frenaron y huyeron, por lo que perdieron más hombres. Tocando retreta, Publio volvió a unirse a la columna principal y los partos salieron victoriosos.

No habían matado ni a un solo guerrero.

—Esos cabrones ni siquiera miraban hacia dónde cabalgaban. —El tono de Brennus denotaba respeto.

—Ya os dije que no eran la infantería.

—¿Los habías visto antes? —preguntó Romulus.

—Había oído rumores en Armenia. Son famosos por darse la vuelta en la silla y disparar. Es lo que llaman el «disparo parto».

—Esos galos no tenían ni una sola posibilidad.

—Los ataques de los arqueros debilitan al enemigo. Y cuando en la tropa reina la confusión, entra en acción la caballería pesada —explicó Tarquinius con una mueca—. Después lo repiten otra vez.

—¡Disciplina! —gritó Brennus—. La muralla de escudos romana puede soportar cualquier cosa si los soldados se preparan con rapidez. —Golpeó con fuerza el escudo e inmediatamente empezó a dudar de sus propias palabras.

Tarquinius no dijo nada. Su silencio resultaba inquietante.

A Romulus le resultaba casi imposible no pensar en los galos que habían caído, hombres que habían muerto por su falta de dominio. Sus cuerpos eran un triste recordatorio de lo que pasaba a quienes desobedecían las órdenes. Romulus esperaba que aquello enseñase a Craso a proteger la caballería. Los comentarios velados del etrusco sobre la falta de jinetes romanos empezaban a cobrar sentido y Romulus se sintió todavía más intranquilo.

Arriba, en el cielo azul, los buitres volaban en círculo.

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