La legión olvidada (42 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
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Tarquinius los observó un buen rato.

Confundido, Romulus miró hacia arriba los extremos de las alas perfilados contra el sol. Doce buitres. No más de los que se podían ver cualquier otro día. Pero cuando al fin el etrusco bajó la mirada, los dos, Brennus y él, lo notaron muy preocupado.

—¿Alguna vez te equivocaste, Olenus? —preguntó Tarquinius—. Doce.

—¿Qué has visto? —preguntó Romulus.

—No estoy seguro —contestó Tarquinius distraídamente.

Estaba claro que se guardaba algo.

Romulus iba a hablar de nuevo y Brennus le puso el dedo en los labios, intentando olvidar la profecía de Ultan.

—Cuando esté preparado ya nos lo dirá —le aseguró—. Antes no.

Estando a más de mil quinientos kilómetros de la Galia Transalpina, el hombretón no quería saber si su muerte era inminente.

Romulus se encogió de hombros con un gesto fatalista. No servía de nada seguir insistiendo. Las predicciones del etrusco los habían llevado hasta allí. Se secó el sudor de la frente.

—¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que se enfrenten a nosotros? —dijo enfadado—. ¿Por qué no luchan esos cabrones?

Una hilera de jinetes danzaba a lo lejos, en la línea del horizonte.

Los jinetes enemigos se habían alejado tras el frustrado ataque galo, lo cual había dado tiempo a Craso para pensar. Pero el general sólo quería avanzar y los calurosos mercenarios seguían caminando con dificultad por la arena.

—Han ido a buscar más flechas —contestó el etrusco.

Brennus sonrió con frialdad.

—Si es así, volverán enseguida.

Romulus amenazó a los partos con el puño.

—¡Volved y luchad! —gritó.

—En realidad, se trata de un plan muy sencillo. —Tarquinius señaló a los hombres que estaban a su alrededor—. Se limitan a agotarnos.

Un solo día bajo el calor abrasador había afectado enormemente al ejército de Craso. En lugar de marchar en formación cerrada según las normas, la mayoría de las cohortes se había separado. Hacía un sol de justicia que minaba la energía. Los odres de agua hacía mucho que estaban vacíos, los hombres más debilitados empezaban a tambalearse al andar, mientras que otros se apoyaban en los hombros de sus compañeros. Unos cuantos salían de las filas y se desplomaban en la arena. Los oficiales les daban patadas y les pegaban; la mayoría intentaba con esfuerzo levantarse, mientras que otros pasaban inadvertidos y los dejaban morir allí. Semejante falta de disciplina normalmente no se hubiese tolerado, pero los exhaustos centuriones habían renunciado a gritar. Era suficiente que las legiones fuesen avanzando, aunque bajo el peso de la cota de malla, el escudo, las jabalinas y los pertrechos, todos los soldados caminaban con gran dificultad. Todos excepto Brennus.

Los galos de Publio cabalgaban al lado de la columna que se movía con lentitud y sus caballos también empezaban a estar cansados. En marcado contraste, las monturas nabateas hacían cabriolas y los jinetes charlaban entre sí.

Brennus los señaló.

—Es fácil para ellos, ¿eh?

—Cuando nos enfrentemos al ejército parto principal agradecerás que los nabateos estén aquí —afirmó Romulus.

—Supongo que sí. Pero no confío en ellos —gruñó el galo—. ¡Siempre con las risitas y las carcajadas! ¡Míralos!

A Romulus tampoco le gustaban las miradas ladinas que les lanzaban.

—Unos dos mil soldados de caballería galos serían más útiles.

—No si actúan como los locos de antes —respondió Tarquinius con sequedad.

En un intento de aliviar un poco una de sus muchas ampollas, Romulus se levantó con esfuerzo el yugo de un hombro y se lo pasó al otro, y a punto estuvo de darle un golpe en la cabeza al hombre que iba inmediatamente detrás.

—¡Cuidado con lo que haces! —exclamó el soldado—. O verás lo que te hago con el extremo del
gladius.

Romulus no le hizo ni caso.

—¿Por qué no hemos viajado por Armenia? —preguntó. Craso tenía que saber que era más fácil. Tarquinius no había dudado en mostrar su descontento cuando resultó evidente que el ejército no iba a tomar la ruta más larga y más segura.

—Por impaciencia. Por esta ruta solamente se tardan cuatro semanas en llegar a Seleucia.

—¿Un mes en este infierno? —Brennus puso los ojos en blanco—. ¿Y qué pasa con el agua?

—Resen, una de las ciudades ancestrales de mi pueblo, se encuentra en la otra ruta —añadió el etrusco con pesar. Bajó la voz—. Y en las montañas hubiesen muerto muy pocos hombres.

Romulus vio cómo miraba hacia el cielo, a los buitres, y sus sospechas aumentaron.

Tarquinius hizo gestos a los partos en la lejanía.

—Tendríamos que habernos enfrentado a ésos en nuestro terreno y no en el suyo.

—Es verdad —convino el galo—. El terreno escarpado nos habría beneficiado.

—Exacto.

—Es lo que hicimos a los romanos el primer año —dijo pensativo Brennus—. Los atacamos en nuestro propio terreno.

—Y ahora los partos nos lo están haciendo a nosotros —intervino Romulus—. Craso tiene que empezar a utilizar a los nabateos como protección.

Brennus asintió con la cabeza en señal de aprobación mientras una sombra oscura pasaba, inadvertida, por el rostro de Tarquinius. Su deseo de viajar hacia el este se estaba haciendo realidad, pero con un coste mucho más elevado de lo que el arúspice había pensado en un principio.

Como era de esperar, las palabras de Tarquinius resultaron proféticas. En las horas que siguieron, grupos de arqueros partos se acercaron a caballo intentando provocar a los galos para que iniciasen una persecución. Si la caballería de Publio respondía, caía una nueva lluvia de flechas. Si no, los jinetes enemigos la utilizaban para prácticas de tiro. Sin arcos, los galos no podían hacer mucho para contraatacar y, tras una serie de ataques, perdieron a un montón de soldados.

Los nabateos parecían inmunes a la tentación. Si los partos se acercaban, lanzaban andanadas de astas, una técnica que funcionaba bien. Al final, Craso se dio cuenta y ordenó a Ariamnes que dividiera su caballería para colocar las dos mitades a ambos lados del ejército como cortina protectora. Los mercenarios se animaron con la presencia de sus aliados.

Lentamente el ejército avanzó hundiendo los pies en la extensión de arena.

Pero los partos inmediatamente adaptaron el método de hostigamiento. Grupos de jinetes empezaron a atacar en el momento preciso zonas que los nabateos no protegían y sus súbitas cargas desde detrás de grandes dunas eran difíciles de predecir. Los soldados situados en la parte exterior de las filas se hicieron expertos en divisar las nubes de polvo que levantaban los caballos del enemigo, y avisaban de la inminencia de un ataque.

—¡Deteneos! ¡Alzad los escudos! —se oía a lo largo de la línea durante toda la tarde—. ¡Formad en testudo!

A pesar de la extenuación, los soldados habían aprendido a responder con rapidez. Los lados de la columna romana se convertían en una pared de escudos, los hombres que estaban en el interior de la columna levantaban los suyos para formar un tejado y crear una cubierta para todos.

Pero daba igual la rapidez con la que respondiesen, siempre se oían más gritos cuando la lluvia de flechas partas caía; las astas siempre encontraban un hueco en el testudo y a los hombres que habían obedecido las órdenes demasiado tarde. El enemigo enseguida se dio cuenta de que todavía era más efectivo apuntar por encima y por debajo de los escudos. Los soldados caían al suelo agarrándose el cuello, los brazos y las piernas. El silbido de las flechas competía con los alaridos de dolor en un terrible
crescendo.

Romulus se alegraba de que Brennus hubiese insistido cu que comprasen la pesada
scuta
de la legión. Los galos de su cohorte llevaban los típicos escudos alargados y rectangulares, mucho más delgados que los que distribuían en el ejército regular, y enseguida resultó evidente que eran mucho menos efectivos contra las flechas del enemigo. Si los partos se acercaban a menos de cincuenta pasos, las flechas penetraban con facilidad ambos tipos de escudos. Sin embargo, desde más lejos, solamente los escudos galos eran vulnerables: un pequeño consuelo. Durante todo el día los partos se mantuvieron por muy poco fuera del alcance de los
pila
romanos, que eran ineficaces a más de treinta pasos. Afortunadamente sus asaltos no duraban mucho, pues las cargas nabateas hacían retroceder al enemigo o éste se retiraba cuando había utilizado todas sus flechas.

A media tarde más de cuarenta mercenarios habían muerto o estaban heridos. Los muertos yacían en la arena, carne fresca para los buitres que sobrevolaban la zona. Cuando el ejército siguió la marcha, los heridos se quedaron con unos cuantos guardias. Cuando llegó el convoy de abastecimiento, los cargaron en los vagones. Sus gritos y llantos acrecentaban la sensación generalizada de miedo e inquietud.

Y el sol castigaba sin piedad, era como un horno del que no había escapatoria. El ejército de Craso iba consumiendo su capacidad para la lucha.

El primer contacto de Romulus con el combate en el campo de batalla no fue lo que había esperado. Las lecciones de Cotta, según las cuales los ejércitos se encontraban en una llanura e hileras de hombres atacaban murallas de escudos, no tenían nada que ver con aquello. Apretaba los dientes cuando veía que los compañeros seguían cayendo bajo las flechas partas. En esos momentos incluso las peleas en la arena le parecieron fáciles: allí era uno contra uno, hombre contra hombre. La táctica de desgastar al enemigo era nueva para él. Era una tortura soportar los ataques sin poder contraatacar.

La situación se hizo insostenible para Romulus cuando un arquero parto solitario regresó cuando sus compañeros acababan de marcharse. Cabalgando en paralelo, empezó a disparar flechas a los irregulares manteniéndose fuera del alcance de las jabalinas. Media docena de flechas después, cinco hombres yacían muertos y otro estaba mutilado. Los soldados seguían la marcha y se encogían detrás de los escudos, todos esperando no ser el siguiente.

—¡Hijo de mala madre! —exclamó Romulus. Se preparaba para romper fila, pero Brennus rápidamente tiró de él hacia atrás.

—¡Espera!

—Puedo matarle —dijo Romulus respirando hondo. Ya era hora de hacer algo: habían muerto demasiados compañeros.

—¡Disparará tres flechas antes de que hayas dado diez pasos!

Romulus apartó con orgullo la mano del galo.

—Soy un hombre, no un muchacho, Brennus. Tomo mis propias decisiones.

El comentario hizo más efecto del que pensaba y Brennus le soltó el brazo. «El chico es como Brac», pensó.

Tarquinius no parecía sorprendido.

Romulus levantó con esfuerzo los
pila
con los que había estado entrenándose durante meses y salió de la formación.

—¡Vuelve a formar, soldado! —gritó Bassius.

Romulus desobedeció la orden, clavó el segundo
pilum
en la arena y miró al parto a los ojos. La seguridad del arquero era tal que su caballo había aminorado la marcha hasta ir al paso, y sonrió cuando Romulus se inclinó hacia atrás para lanzar el
pilum.

Brennus contuvo la respiración, sin embargo el arrogante jinete ni siquiera levantó el arco para responder.

—Es una pérdida de tiempo —dijo un soldado dos filas más atrás—. Está demasiado lejos.

El centurión estaba a punto de gritar otra vez, pero se contuvo.

Resoplando por el esfuerzo, Romulus lanzó la jabalina. Ésta describió un inmenso arco antes de caer y atravesar el pecho del parto.

Hubo un rugido de aprobación cuando el jinete cayó lentamente del caballo. Había sido un lanzamiento increíble que levantó visiblemente la moral de los mercenarios.

Romulus volvió a su posición y Brennus le dio una palmada en la espalda.

—¡Buen tiro!

Romulus se sonrojó de contento.

A última hora de la tarde, el horrible calor empezó a ceder y los partos finalmente se alejaron. Sólo habían recorrido veintidós kilómetros en lugar de los treinta y cinco reglamentarios, pero Craso había ordenado detenerse antes de que más hombres se desplomasen. A pesar de estar completamente exhaustos, casi todos los soldados tenían que ayudar a construir el campamento temporal.

—¡Gracias a los dioses que nosotros cavamos ayer! —comentó Tarquinius cuando llegó la orden.

Brennus se permitió tomar un trago de agua.

—A nosotros nos tocará mañana otra vez.

Agradecidos por no tener que cavar en la arena caliente, la cohorte de mercenarios se abrió en abanico con la Sexta Legión para formar una pantalla protectora. Su trabajo consistía en proteger al resto mientras se construía el campamento. Los legionarios que no habían tenido tanta suerte soltaban los pesados yugos y maldecían en voz alta mientras se ponían a dar paletadas.

Otras legiones hacían lo mismo por toda la llanura desértica. Al atardecer, ya se habían construido las murallas de tierra y las trincheras defensivas. Incluso después de sufrir terribles experiencias, el agotador entrenamiento y la dura disciplina permitían que el ejército siguiese funcionando. Roma podía llevar la civilización a cualquier parte.

A medida que avanzaba la tarde, el sol cambiaba de color. Pasó de amarillo a naranja y, finalmente, a rojo sangre. Sentado al lado de su tienda, Romulus miró el horizonte con una sensación de desasosiego en el estómago. No había habido un combate de verdad. Aparte de su increíble lanzamiento de jabalina, todas las escaramuzas habían sido para los partos. A pesar de las advertencias de Tarquinius, había sido una revelación. Excepto raras excepciones, las historias de guerra que le habían contado desde pequeño consistían en aplastantes derrotas para todo aquel lo suficientemente loco como para oponerse a la República. No importaba quién fuese —Yugurta, rey rebelde de África; Aníbal de Cartago—, todos habían fracasado a manos de Roma.

Pero los hombres que veía, exhaustos y quemados por el sol, parecían incapaces de librar una batalla importante. Los rostros flácidos miraban al vacío, las mandíbulas cansadas mascaban la comida seca, cuerpos quemados por el sol yacían por todas partes con las armas tiradas al lado. A los soldados de Craso no parecía importarles lo que les sucediese.

Un escalofrío de miedo recorrió la espalda de Romulus.

¿Cómo podría un ejército compuesto casi totalmente por infantería vencer 3, uno de caballería?

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