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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (44 page)

BOOK: La legión olvidada
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Cada estancia era más impresionante que la anterior. Candelabros de oro con numerosas velas encendidas iluminaban las elegantes estatuas colocadas en las hornacinas de las paredes pintadas. Por todas partes había bellos mosaicos, incluso en los pasillos. El murmullo del agua de las fuentes del jardín se filtraba suavemente por las puertas abiertas.

Al llegar al salón palaciego donde se celebraba el banquete, Fabiola se quedó momentáneamente boquiabierta. Los suelos eran una inmensa imagen circular formada por escenas de la mitología griega. Habían creado un cuadro lleno de color con cientos de miles de diminutos trozos de cerámica que formaban intrincados dibujos. Rodeado por dioses menores, Zeus ocupaba el centro de la escena. Se trataba de la obra de arte más increíble que Fabiola hubiese visto. Tal vez la villa con la que soñaba fuera así.

El salón estaba lleno de nobles que charlaban y de esclavos que servían comida y bebida. Las conversaciones en voz alta llenaban el ambiente. Si se daba la ocasión, sería una buena oportunidad para conocer a clientes potenciales. Debía tener mucho cuidado para que Brutus no notase nada. Cuando el mayordomo los llevó hasta Maximus, Fabiola se fijó en una gran estatua que, sobre un plinto, ocupaba una posición destacada cerca de la entrada.

Brutus siguió su mirada.

—Julio César, mi general —declaró con orgullo.

La figura, tallada en mármol blanco, era más alta que un hombre. César estaba majestuosamente representado con una toga, una larga tela gruesa que le cubría el brazo derecho. Llevaba el pelo corto, al estilo militar, la barba afeitada. El rostro que observaba a los huéspedes, carente de expresión, era largo y delgado, de nariz aquilina.

—Nunca he visto un parecido más conseguido —dijo Brutus encantado—. Parece que esté aquí, en esta habitación.

Fabiola se quedó muda. Ante ella tenía una versión envejecida de Romulus, en piedra. Desde el comentario casual de Brutus meses antes, había pasado horas mirándose al espejo y preguntándose sobre su teoría.

«¿Acaso eran hijos de César?»

—¿Qué sucede?

—Nada de nada. —Fabiola rió alegremente—. Por favor, preséntame a Maximus. Quiero que me presentes a todos los que conozcan al gran hombre.

Brutus la tomó del brazo y se abrieron paso entre la gente. Las cabezas se volvían para admirar la belleza de Fabiola a cada paso del recorrido. Brutus asentía con la cabeza y sonreía e intercambiaba apretones de mano y palabras cordiales con los nobles y los senadores al pasar. En ocasiones como aquélla se trataban los asuntos políticos. Fabiola se daba cuenta de que Brutus era un experto en ese ámbito.

La muchacha estaba completamente confundida. ¿Cabía la posibilidad de que un miembro del triunvirato hubiera violado a su madre hacía diecisiete años?

Maximus hizo una seña cuando vio a Brutus, que con orgullo le presentó a Fabiola como su amante. No se mencionó el Lupanar. Aunque el distinguido anfitrión probablemente conocía sus antecedentes, inclinó la cabeza gentilmente para saludarla. Ella le premió con una sonrisa radiante, pues se dio cuenta de que había mostrado más respeto por una prostituta que la mayoría. Era una señal de la talla de Brutus.

Fabiola respiró hondo y se dedicó a devolver las reverencias de los invitados con los que se cruzaba. Necesitaba un gran autocontrol para mantener la calma y se alegró cuando Brutus empezó a hablarle a Maximus al oído. No había duda de que ésa era la principal razón de la salida. Al igual que Pompeyo, los hombres de César estaban ocupados conspirando sobre el futuro de Roma.

Se dejó envolver por el ruido de la habitación.

«De alguna manera lograré averiguar si fue César —pensó Fabiola—. Y que los dioses le ayuden si fue él.»

Una semana después…

Memor gimió.

Pompeya había sido buena en su trabajo, pero aquella nueva chica era increíble. Ya empezaba a aburrirse de la pelirroja. Cuando Fabiola se les unió en las termas hacía unas semanas sin que nadie se lo hubiese pedido, el
lanista
disfrutó. Al parecer, era un regalo de Jovina. Ocasionalmente, la hábil madama invitaba a los clientes habituales. Era bueno para el negocio.

La teoría era completamente errónea.

Loco de lujuria, se movió un poco, intentando que la juguetona boca tomase su pene erecto.

Fabiola levantó la vista con cuidado. Memor tenía los ojos cerrados y el enjuto cuerpo relajado. Le lamió la punta del pene y un gemido salió de la cabecera de la cama.

—¡No pares!

Obediente, movió la cabeza arriba y abajo, prolongando el placer.

Memor se estremeció en las sábanas manchadas de sudor y jadeó de placer.

Le había costado meses convencer a Pompeya de que dejase al mejor cliente que había conseguido en años. A pesar de llevar más tiempo en el burdel, la pelirroja tenía muchos menos clientes habituales que Fabiola. Aunque Pompeya lo intentaba de veras, era difícil no estar celosa de ella. Muy consciente de ello, Fabiola la cuidaba como si fuese de su familia. Había repuesto muchas veces su perfume; joyas y pequeños regalos de dinero aparecían regularmente en su dormitorio. Los clientes problemáticos desaparecían, ayudados discretamente por los porteros.

Pompeya había accedido a las peticiones iniciales de Fabiola y le había preguntado a Memor sobre los jóvenes que eran vendidos al
ludus
. Parecía que el
lanista
no hablaba de negocios con las prostitutas. Pero Fabiola se obsesionó con la idea de que él sabía algo. Todas las pistas que le habían dado otros clientes desde su llegada habían sido infructuosas. Daba la impresión de que Romulus había desaparecido tras la pelea a las puertas del burdel sin dejar rastro.

Memor era su única oportunidad. Al fin y al cabo, dirigía la escuela de gladiadores más grande de Roma.

Como sabía que Pompeya no tenía la misma motivación que ella para obtener información, Fabiola acabó preguntándole si podía quedarse con el
lanista
de cliente. La pelirroja se negó. La amistad en el Lupanar llegaba hasta cierto punto.

—Da buenas propinas —dijo Pompeya con tono quejoso—. De todas maneras, ¿para qué necesitas más clientes?

—Ya sabes para qué. Esto significa mucho para mí.

Pompeya hizo un mohín, pero no respondió.

Lo había intentado casi todo.

—¿Es cuestión de dinero? —le preguntó Fabiola desesperada.

Enseguida se mostró interesada.

—¿Cuánto?

Abandonó toda precaución.

—Veinticinco mil sestercios.

Pompeya abrió unos ojos como platos. Era muchísimo más de lo que había imaginado, media vida de propinas. Fabiola debía de ganar todavía más de lo que pensaba.

—Puede que Memor no sepa nada —dijo, sintiéndose un poco culpable.

Fabiola cerró los ojos. «Júpiter me guiará», pensó. Fue sólo un momento.

—Sí que sabe algo. Estoy segura.

Pompeya se sonrojó.

—Si estás tan segura…

Fabiola sonrió al pensar en el precio, que era menos de la mitad de sus ahorros. No le importaba si para encontrar a Romulus tenía que gastar hasta la última moneda.

Pero el
lanista
demostró ser un hueso duro de roer. Todas las artimañas habituales para hacer hablar a un cliente habían fracasado con él estrepitosamente. Fabiola enseguida aprendió a no hacer demasiadas preguntas. Acostarse con el viejo lleno de cicatrices era de lo más desagradable; su ocasional brutalidad la dejaba fría. Pero el nuevo cliente se adaptó a Fabiola con agrado. Durante un mes le hizo una visita, prácticamente sin decir ni una palabra, todas las semanas. Empezaba a pensar que había desperdiciado el dinero que tanto le había costado ahorrar. Cuando Memor desapareció una temporada, fue un descanso.

Pero un día regresó. No había tenido tiempo para divertimentos a causa de los preparativos de una importante pelea. En cuanto todo hubo pasado, Memor regresó con su chica favorita.

Tenía que ser entonces o nunca. Había hecho que el placer durase más que nunca. Cada vez que le había introducido el pene en la boca, desesperado por correrse, Fabiola había aflojado el ritmo y le había excitado con la lengua y los dedos. Sabía que el
lanista
no podía aguantar mucho más.

—¿Mi amo?

Memor dio un respingo y abrió los ojos.

—¿Qué pasa?

—Nada, mi amo. —Le sujetaba el pene con fuerza con una mano, prolongando el momento.

—¿Alguna vez ha tenido a un luchador llamado Romulus en su escuela? —Volvió a chuparle el pene.

Jadeó.

—¿Quién?

—Romulus. Mi primo, mi amo.

—¡Vaya que si era problemático el hijo de perra! —Memor le empujó la cabeza hacia abajo.

De repente había esperanza. Poco después, Fabiola volvió a detenerse.

—¿Todavía sigue en el
ludus
?

—El cabrito hace ya tiempo que se fue —dijo Memor, momentáneamente distraído—. Ayudó a mi mejor gladiador a asesinar a un noble importante hace un par de años.

A Fabiola se le aceleró el pulso.

—Ese galo valía una fortuna —farfulló Memor.

En ese momento, no se percató del comentario.

Empezó a acariciarle arriba y abajo suavemente y el
lanista
gimió.

—¿Qué les pasó, mi amo?

—Se rumorea que se alistaron en el ejército de Craso. —Se incorporó y la cogió del pelo. La mirada en su rostro lleno de cicatrices era aterradora.

—A no ser que tú sepas algo…

Fabiola abrió mucho los ojos.

—Nunca me cayó bien, mi amo. Era un matón. —Inclinó la cabeza para terminar el trabajo y Memor se recostó, suspirando de placer.

Esperanza. En el corazón de Fabiola todavía había esperanza.

23 - Ariamnes

Partia, verano del 53 a.C.

La mañana siguiente llegó demasiado deprisa para los soldados del ejército de Craso. El cielo del amanecer había pasado rápidamente a un azul claro y la temperatura empezó a subir. Sería otro día de marcha abrasadora. Craso se había levantado antes del amanecer, pues le había despertado una perturbadora pesadilla sobre el desgraciado incidente con el corazón de toro. Sabía que la historia se había propagado por las legiones como un fuego arrasador y que había un evidente desasosiego entre los soldados, sensación que había aumentado con la noticia sobre el águila de la Sexta que estaba del revés cuando dejaron el Eufrates y que había corrido con la misma rapidez. Incluso los oficiales veteranos parecían afectados. Solamente Publio y el nabateo continuaban demostrando confianza en él.

Empujado por su ardiente necesidad de convertir su ejército en el más importante de Roma y de aplastar a Pompeyo y a César, Craso seguía convencido de que saldría victorioso. El día anterior no había habido tantas bajas y unos cientos de arqueros montados tampoco eran para preocuparse. Al fin y al cabo, ¿no había vencido a Espartaco y su ejército? A más de ochenta mil esclavos. Sus veteranas legiones sólo tenían que enfrentarse a unos cuantos miles de salvajes. Craso se rió a carcajadas. En pocas semanas Seleucia caería y demostraría el acierto de su visión. Su capacidad de liderazgo.

Deseoso de conocer más detalles sobre la riqueza de Partía —que pronto sería «su» riqueza— Craso había mandado llamar a Ariamnes, que le encontró comiendo dátiles tumbado en un lecho bajo las hojas de palma con las que suavemente le abanicaban los esclavos.

El nabateo hizo una reverencia exagerada.

—¿Su excelencia quería verme?

—Repíteme lo que dijiste sobre las riquezas de Seleucia. —A Craso nunca le aburría esa historia.

De nuevo, Ariamnes hizo una profunda reverencia.

—La mayoría se encuentra en los palacios del rey Orodes, el hombre más rico de Partía. Muchas de las cámaras tienen las paredes revestidas de plata repujada o con inmensos estandartes de seda. Las fuentes están llenas de piedras preciosas y hay innumerables estatuas de oro con los ojos de ópalos y rubíes. —Hizo una pausa para lograr un mayor efecto—. Dicen que para almacenar los tesoros hacen falta una docena de habitaciones.

Craso sonrió.

—¡Roma nunca olvidará el desfile triunfal de esta campaña!

Ariamnes estaba a punto de contestar cuando ambos vieron que Longino se acercaba. Al legado le seguía de cerca una figura de tez morena con armadura de cuero. Una espada curva colgaba del cinturón del hombre, que llevaba un pequeño escudo redondo en un brazo. La delgada capa de polvo que lo cubría de pies a cabeza no ocultaba el tono verdoso que el agotamiento había impreso en su piel.

Claramente nervioso, Longino se detuvo y saludó.

Craso hizo una mueca de desprecio; Ariamnes rápidamente le copió el gesto.

—Una de nuestras patrullas lo acaba de traer, señor. Es un mensajero de Artavasdes —dijo Longino, fulminando con la mi rada al nabateo—. Ha cabalgado día y noche para alcanzarnos.

Craso frunció el ceño.

—Entonces, ¿no es un impostor?

—Lleva un documento con el sello real.

—¿Qué quiere ahora el armenio? —preguntó Craso con brusquedad.

—El rey ha sido atacado por un gran ejército parto al norte de aquí. Aunque Artavasdes quisiese unirse a nosotros, no podría.

Ariamnes lanzó una mirada a Craso.

—Continúa. —La voz del general era fría como el hielo.

—Artavasdes nos está pidiendo ayuda. —Receloso de continuar, Longino calló.

—¿Hay más?

—Sigue queriendo que marchemos hacia Partia cruzando Armenia, señor.

—¿Ese perro quiere que me bata en retirada? ¿Y que le ayude? —bramó Craso—. ¿Cuándo las riquezas de Seleucia están a mis pies?

—Es una ruta más segura, señor —adujo el legado, aunque era obvio que su comandante no tenía intención de ayudar al rey aliado.

A Craso se le ensombreció el semblante.

—¿Puedo dar mi humilde opinión? —terció Ariamnes con calma.

Envarados de tensión, ambos hombres se volvieron a mirarle.

—Excelencia, Orodes debe de haber supuesto que ibais a marchar por las montañas. Ha enviado su ejército hacia el norte, pero se ha encontrado con Artavasdes.

—Esto explicaría el pequeño número de partos de ayer. —Craso sonrió.

—Una táctica dilatoria y nada más —continuó Ariamnes—. Y todo eso es lo que hay entre nosotros y la capital.

Longino era escéptico.

—¿Qué prueba tenéis?

—Paciencia, legado —dijo Craso con calma—. Déjale que hable.

El nabateo lanzó una mirada de soslayo a Longino.

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