La legión olvidada (47 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
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—Cuando Publio haga que se retiren, cargaremos contra el centro del enemigo —le gritó Craso.

Longino no contestó. Se preguntó qué diferencia supondría la ridicula táctica. ¿Cómo podría un ejército de infantería al mando de un loco arrogante vencer a un enemigo móvil sin ningún interés en una batalla estática?

La cohorte de Romulus se enteró de las órdenes de Craso un poco después, cuando llegó el mensajero. Las
bucinae
repetían las órdenes, práctica común durante la batalla para asegurar que se transmitieran con precisión. Inmediatamente, la caballería gala se abrió en abanico delante de los mercenarios de Bassius mientras la cohorte más cercana de capadocios se movía para situarse a su derecha. Dos más llegaron a la retaguardia, creando una formación de caballería en forma de flecha, reforzada por un cuadrado grande de soldados de infantería por detrás.

Bassius sonrió a sus hombres.

—¡Venga! ¡Esta es la oportunidad de demostrar al ejército entero de lo que somos capaces! ¡Dejad los yugos!

—Coged solamente los odres —dijo Tarquinius, escondiendo algo en la túnica—. No regresaremos a esta posición.

Sus dos amigos enseguida dejaron todos sus enseres.

No tuvieron que esperar mucho. Incluso Craso sabía que los partos lanzarían un nuevo ataque devastador de forma inminente. Los agotados soldados no podrían aguantar mucho más.

Las trompetas de caballería tocaron unas notas.

Publio se situó al frente de la caballería. El cabello castaño y la corta estatura del noble eran los habituales, pero la expresión resuelta de su rostro y su marcada mandíbula llamaban la atención.

—¡Adelante! —gritó, y señaló directamente a los partos—. ¡Por Roma y por la Galia!

Los galos espolearon a los caballos para avanzar, gritaron con fuerza y levantaron arena y piedras. Bassius y otros centuriones ordenaron a los mercenarios que los siguieran.

—¡Vamos a mostrar a esos cabrones lo afilado que está el borde de nuestras espadas!

Hubo un rugir apagado cuando los cuerpos cansados empezaron a trotar detrás del viejo y duro oficial. A pesar de la herida, Bassius parecía indestructible, y sus ganas de luchar animaban a todos a seguir.

—¡Preparad las jabalinas!

Corrieron con los brazos en alto y las cabezas agachadas para evitar las nubes de polvo que levantaban los cascos de los caballos. Romulus miraba a sus amigos de vez en cuando. Como había utilizado las dos jabalinas en el primer ataque, Tarquinius se colgó el escudo a la espalda, sujetando el hacha de guerra firmemente con ambas manos. Era increíble, pero sonreía. El rostro de Brennus denotaba tranquilidad y concentración.

Romulus se animó y se rió de la locura de la situación. La arena había sido reemplazada por algo todavía más mortífero, pero ya no importaba. A su lado se encontraban los dos mentores que se habían convertido en su familia. Hombres por los que moriría y que morirían por él. Era una buena sensación. Romulus preparó la jabalina que había recogido del suelo, dispuesto a aceptar la voluntad de los dioses.

Con un enorme esfuerzo, la cohorte consiguió seguir a los caballos que iban al trote. Marchar por la arena ardiente había sido difícil sin tener que correr. El aire caliente abrasaba las gargantas de los soldados con cada aliento.

—No hay que avanzar mucho más —jadeó Romulus cuando ya habían recorrido unos quinientos pasos.

El flanco derecho del enemigo empezaba a estar al alcance de las lanzas de los galos.

Tarquinius aminoró la marcha y achicó los ojos.

De repente Publio ordenó una carga completa y la infantería se quedó atrás.

—¡A paso ligero! —Bassius lanzó el brazo hacia delante—. ¡Acabemos con esos malnacidos!

Los hombres respondieron con un esfuerzo sobrehumano para mantener la velocidad. Pero en lugar de quedarse parados para enfrentarse a la caballería, los partos se dieron la vuelta y huyeron.

Publio se lo creyó.

—¡A la carga! ¡A la carga! —gritó con júbilo, y sus hombres forzaron más los caballos.

Tres cohortes de mercenarios se quedaron todavía más rezagadas, pero no la de Bassius. Sus soldados seguían al viejo centurión, que corría como si le persiguiese el mismísimo Cerbero.

En aparente confusión, todo el flanco derecho parto se replegó en respuesta al ataque romano. Convencido de que los había asustado y obligado a retirarse, Publio cometió la irresponsabilidad de dirigir a los galos hacia delante.

No había visto el gesto del comandante parto.

Casi como si de uno solo se tratase, cientos de arqueros se dieron la vuelta y tensaron al máximo sus mortíferos arcos. Con un grito gutural, el oficial bajó el brazo. Un oscuro enjambre de flechas silbó en el aire para aterrizar con un golpe seco. Docenas de galos fueron alcanzados y cayeron al suelo. Sin detenerse para tomar aliento, los partos dispararon una segunda vez. La lluvia de proyectiles alcanzó a hombres y monturas sin distinción y detuvo la carga con una sacudida.

Al cabo de unos instantes, los soldados de Bassius llegaron hasta los montones de cuerpos. Se encontraron con un panorama espeluznante: la arena estaba cubierta de jinetes muertos o heridos, caballos encabritados por el dolor con flechas clavadas en el pecho, en la grupa, en los ojos. Muchos salían en estampida hacia la lejanía, pisoteando todo lo que encontraban con los cascos. La mortífera lluvia seguía cayendo y matando a los galos. Los supervivientes daban vueltas, sin sus caballos y confusos.

Publio, desesperado por volver a formar a su caballería, daba vueltas en círculos al frente. De repente, soltó las riendas y cayó poco a poco de la silla, sujetándose el cuello. Una flecha le había atravesado la garganta.

Los galos que quedaban profirieron un grito de consternación.

La situación era desesperada. Brcnnus se dio cuenta inmediatamente y miró hacia la retaguardia para buscar una salida. Pero era demasiado tarde. Cientos de partos rodeaban a los mercenarios de Bassius y a los jinetes de Publio restantes.

El viejo centurión también había visto cómo se esfumaba su vía de escape.

—¡Formad en testudo! —gritó.

Los mercenarios, que todavía mantenían la disciplina, se amontonaron. Al formar el cuadrado acorazado se oyó el ruido de los escudos al chocar entre sí, cuyos tachones de metal brillaban. Los hombres de los bordes formaron una pared de escudos y los del centro se agacharon, cubriéndose la cabeza totalmente. El testudo no era una formación de ataque sino una formación defensiva sumamente eficaz, en todos los casos excepto en el de las flechas partas.

Desde detrás de los escudos los soldados miraban cómo hacían pedazos a los galos. La caballería de Publio, que no podía batirse en retirada y no quería avanzar, era aniquilada ante sus ojos.

Cuando cayó el último galo, los guerreros empezaron a acercarse al testudo. Romulus vio a un parto saltar al lado del cuerpo del hijo de Craso, puñal en mano. Momentos después se oyó una tremenda ovación, la cabeza de Publio se balanceaba pendiendo de su puño. Un segundo guerrero pasó a su lado a caballo y clavó el sangriento trofeo en la punta de la lanza.

El miedo se propagó rápidamente. Un puñado de soldados que miraban fijamente la cabeza de Publio se alejaron de la protección del testudo. Los mataron inmediatamente y el terror cundió entre el resto.

El cuadrado se movió y empezó a deshacerse.

—¡Juntaos! —gritó Bassius, pero sus órdenes no sirvieron de nada. Más mercenarios se separaron y dejaron caer sus pesados escudos.

—¡Publio está muerto! —gritaron.

Las cohortes que estaban detrás seguían avanzando y ni siquiera habían alcanzado a los partos. De repente el aire se llenó de gritos de pánico. Docenas de soldados aparecieron entre el polvo, huyendo despavoridos hacia ellos.

Los capadocios hicieron lo que haría la mayoría, se dieron la vuelta y huyeron.

El avance se convirtió en retirada cuando las cuatro cohortes salieron corriendo hacia las líneas romanas sin pensar en nada. Directos hacia otra cortina de partos a la espera.

Todos habían huido excepto los veinte hombres que estaban alrededor de Bassius.

—¡Formad en testudo! —El orgullo se percibía en la voz del veterano centurión.

Romulus, Brennus, Tarquinius y el resto de los mercenarios se unieron más para formar un cuadrado pequeño.

—¡Los soldados romanos no huyen! —gritó Bassius—. ¡Sobre todo cuando el ejército entero está mirando! —Señaló al enemigo—. ¡Aguantaremos y lucharemos!

Entre nubes de arena y polvo, Romulus vio a algunos partos cabalgando alrededor de los mercenarios que huían. Las flechas volaban y mataban a los soldados. Las espadas curvas brillaban al sol y causaban profundas heridas en la espalda de los hombres. Los cascos pisoteaban a los caídos boca abajo en la arena. Muy pocos de los aterrorizados soldados levantaron las armas para contraatacar.

El grupo observaba impotente cómo lo que había sido una huida despavorida se había convertido en una matanza. Salvo los apiñados con Bassius, la caballería de Publio y las cuatro cohortes habían sido totalmente destruidas con un despliegue impresionante de tácticas militares.

El sol caía implacable. No se veía ni una sola nube. No corría ni un soplo de aire. Era opresivo. Era la muerte.

Bajo los escudos levantados, la temperatura aumentaba con rapidez. Pronto sería insoportable. Pero las flechas partas esperaban a todo aquel que se levantase.

—¿Alguien tiene agua? —preguntó Félix esperanzado—. El pequeño galo que compartía la tienda con los amigos era uno de los pocos que se había levantado con rapidez.

Romulus le pasó el odre que todavía contenía una cuarta par te de agua.

Félix tomó un trago y se lo devolvió.

—No durará mucho.

—No hace falta que dure —masculló otro—. Los Campos Elíseos nos esperan.

—Nos llevaremos a unos cuantos con nosotros —dijo Félix en tono grave.

—Ese es el espíritu que hay que tener —bramó Bassius.

Al oír esto, los mercenarios gritaron con todas sus fuerzas. Morirían valientemente. Como guerreros. Como romanos.

A su alrededor se oían los gritos horribles de los heridos que se revolvían. La arena amarilla estaba empapada de sangre, que la había teñido de un rojo intenso. Innumerables cuerpos yacían esparcidos como muñecos rotos.

Agachados tras sus escudos, que sabían inútiles, los supervivientes esperaban el inevitable ataque. Cuando empezó a atardecer, cientos de partos llegaron de todos los lados. Estaban completamente rodeados.

Pero no dispararon ninguna flecha y un jinete solitario ataviado con lujosas vestiduras se acercó al testudo. Su caballo se abrió camino con delicadeza entre los cuerpos. El oficial parto frenó a una distancia segura y los observó con una mirada inescrutable.

—¡Cabrones! —gritó Bassius—. ¡Venid por nosotros!

Mientras Romulus y sus camaradas daban gritos furiosos y los desafiaban, él y Brennus intercambiaron una mirada significativa. Cuando el parto diese la orden, la muerte se los llevaría a todos. No sería un final glorioso, simplemente una descarga de los mortíferos arcos compuestos. Pero ellos no iban a rendirse.

«Adiós, madre. Que los dioses te acompañen, Fabiola.»

«Un viaje más allá de donde haya llegado jamás un alóbroge. Y aquí, al fin, puedo morir sin tener que huir de mis seres queridos.»

El hombre de la tez morena los miró un buen rato con expresión dura. Rodeados de montones de muertos de su ejército, totalmente superados en número, sus enemigos todavía no habían dejado las armas. Hablando en una lengua desconocida, señaló al ejército de Craso.

—¿Qué dice?

—Probablemente nos está diciendo que salgamos corriendo. Hijo de mala madre —dijo Félix, torciendo el gesto—. Para matarnos.

El parto volvió a gesticular señalando las líneas romanas.

Tarquinius se dirigió a Bassius.

—Nos podemos ir, señor.

El veterano centurión lo miraba sin comprender, y los otros se quedaron boquiabiertos.

—¿Le has entendido? —le preguntó Romulus entre dientes.

—El parto es muy parecido al antiguo etrusco —masculló.

—Estos cabrones ya nos podrían haber matado cinco veces —reconoció Bassius.

Tarquinius habló en la misma lengua y el oficial le escuchó atento antes de responder.

Con las cejas arqueadas, Bassius esperó a que la breve conversación finalizara.

—¿De qué habéis hablado,
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?

—Le he preguntado quién era, señor.

—¿Y?

—Es Sureña, general del ejército parto.

Todos respiraron hondo.

Tarquinius levantó la voz.

—Sureña dice que somos hombres valientes que no merecemos morir hoy. Nos deja marchar.

Las cabezas se levantaron ante la posibilidad de sobrevivir y Brennus suspiró profundamente. Su viaje todavía no había terminado.

—¿Podemos confiar en él? —preguntó Félix.

—Aquí no nos queda ninguna posibilidad, sólo nos espera el Hades —dijo Bassius con gravedad—. ¡Rompan la formación! ¡Formen dos filas!

Los soldados bajaron los escudos con miedo, pues esperaban una descarga de flechas.

No sucedió nada.

Los veinte supervivientes de tres mil hombres estaban rodeados de impasibles rostros barbudos. En silencio, los jinetes más cercanos a los legionarios romanos se apartaron para abrir un camino lo suficientemente ancho para marchar en columna de a dos.

Parecía demasiado bonito para ser verdad.

—¡Seguidme, muchachos! ¡Despacio y tranquilos! —dijo el centurión con tranquilidad—. No queremos que estos cabrones piensen que estamos asustados.

Bassius empezó a caminar entre las filas de arqueros con la cabeza bien alta. A pesar de su herida y de la aplastante derrota, el veterano no perdía la moral y sus hombres le seguían con presteza. Romulus juraría que algunos de los guerreros inclinaron la cabeza en señal de respeto al paso de los harapientos mercenarios, con los escudos y las jabalinas sujetas en la posición de marcha.

Tuvieron que caminar sobre los caídos, y todos los soldados que seguían a Bassius sabían cuál iba a ser su destino. Pero con los jinetes partos mirándolos a tan sólo unos metros de distancia, no podían hacer nada más.

Cuando los heridos se dieron cuenta de que algunos de sus compañeros se escapaban, empezaron a gritar pidiendo ayuda.

—¡Ayudadme! —gritaba uno con la pierna izquierda sujeta al suelo por una flecha—. Podré volver.

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