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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (49 page)

BOOK: La legión olvidada
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Bajo los pies de Romulus la arena empezó a temblar. Todavía seguían sin discernir lo que tenían ante sí.

Entonces lo supieron.

—¡Catafractos!

El veterano centurión miró a Romulus, inexpresivo.

—¡Una carga de la caballería pesada, señor!

Bassius se dirigió a Sido y perjuró.

—¡Nos van a aplastar! Todos con las jabalinas al frente.

El otro centurión asintió con la cabeza. Había visto los catafractos y podía imaginarse perfectamente su capacidad destructiva.

—¡Todos los hombres con la jabalina al frente! ¡Rápido!

Brennus se abrió paso con ganas de enfrentarse al enemigo. Estaba seguro de que los mismísimos dioses observaban su viaje. Por lo tanto, todo tenía un propósito: todo lo que había sacrificado. Había llegado el momento de luchar.

Como Romulus y Tarquinius ya habían lanzado sus jabalinas, se quedaron donde estaban.

—¡Las otras filas, cerradas! —ordenó Bassius—. Utilizad las lanzas para clavárselas a los caballos en el vientre. ¡Destripadlos! ¡Sacadles los dichosos ojos! ¡Matad a los jinetes!

—¡Arriba, deprisa! —Sido levantó un ensangrentado
gladius
en el aire—. ¡Por Roma!

Los soldados consiguieron dar unos irregulares gritos de ánimo y rápidamente formaron. Romulus y Tarquinius se encontraban en la segunda fila, a pocos pasos de Brennus. El galo se había abierto camino dando codazos para estar cerca de los dos centuriones.

La tierra tembló con los golpes de los cascos y un estruendo resonó en el aire. Bassius tuvo el tiempo justo para gritar que levantaran los escudos y prepararan las jabalinas antes de que los partos surgieran del polvo que los ocultaba. Los jinetes del desierto cabalgaban, en formación de cuña, a todo galope. Como respuesta a la orden que les gritaron, bajaron las pesadas lanzas a la vez. Los centuriones no tuvieron oportunidad de ordenar una descarga de jabalinas. Con una potencia devastadora, una caballería pesada de mil jinetes cargó contra las líneas romanas. Sido y los que estaban al frente fueron lanzados a un lado o pisoteados por los caballos y los hombres que estaban detrás recibieron una lanza en el pecho.

Romulus miraba horrorizado cómo la imparable oleada llegaba hasta el centro de la cohorte, llevándose por delante todo lo que encontraba a su paso. Trató de llegar hasta donde se luchaba, pero el ataque era de tal magnitud que no había mucho más que hacer aparte de mirar. Acá y acullá un soldado clavaba una jabalina en el ojo de un caballo. Las monturas se encabritaban de dolor y golpeaban con los cascos la cabeza de quienes estaban cerca. Los catafractos se agarraban desesperadamente a las riendas cuando los vengativos legionarios los tiraban de las sillas. No había piedad. Las espadas cortaban los cuellos partos; la sangre caía a borbotones sobre la arena.

Vio fugazmente a Brennus cuando, con su fuerza bruta, tiró a un guerrero con cota de malla del caballo y le acuchilló la cara. Bassius y un puñado de soldados lograron cortar el tendón del corvejón a una docena de caballos y despachar a los jinetes fácilmente. Y Tarquinius había logrado de alguna manera abrirse camino entre las cerradas filas y llegado hasta donde estaba la lucha. Romulus había visto a su amigo utilizar el hacha de guerra en varias ocasiones, pero nunca se cansaba de contemplar la habilidad y la gracia del etrusco. La enérgica figura giraba y cortaba, blandiendo la enorme arma con facilidad. Las cabezas curvas de hierro iban y venían y cortaban manos y piernas de los partos, que lanzaban gritos. Los caballos caían y se revolcaban, con las patas traseras cortadas en pedazos.

Tarquinius no era simplemente un adivino.

No obstante, el ataque parto había sido en buena parte un éxito. Cuando los catafractos aplastaron las filas de la retaguardia, en la Sexta Legión quedó un gran agujero abierto. Cientos de heridos yacían en la arena ensangrentada, gritando de dolor. De los muertos de ambos bandos sobresalían lanzas y jabalinas.

En la zona donde estaban situados Romulus y sus amigos habían muerto todos los centuriones regulares y los soldados se habían quedado confusos y sin oficiales.

La extraordinaria fuerza de la carga había destruido algo más que la línea romana. Para los legionarios fue la gota que colmó el vaso, pues su confianza se había ido erosionando a lo largo del día. Muchos eran veteranos que habían luchado contra todos los enemigos de la República y que habían saboreado la victoria en muchos países. Pero Craso los había colocado frente a un enemigo contra el que no podían luchar en igualdad de condiciones: arqueros montados que mataban desde lejos; caballería pesada que pisoteaba con impunidad.

Los catafractos volvieron grupas en el terreno abierto detrás del ejército. Les recibieron gritos de terror cuando se acercaron, golpeando la arena, a los romanos. Los jinetes con armadura cruzaron a caballo otro sector de la Sexta, cortando con sus largas espadas a montones de soldados de infantería y, después, desaparecieron en una nube de polvo.

Todos sabían que regresarían.

A continuación hubo otro ataque de los arqueros. Poco después, los catafractos atacaron la Décima Legión, situada junto a la Sexta. La carga tuvo el mismo efecto devastador. Cuando terminó, los supervivientes se tambaleaban de la impresión y giraban involuntariamente la cabeza hacia la retaguardia, expectantes, sin esperanzas.

Era simplemente cuestión de tiempo que el ejército de Craso se desmoronase y huyese.

25 - La traición

El Lupanar, Roma, verano del 53 a.C.

Fabiola se daba golpecitos en los dientes con el dedo, deseando en parte no haberle pedido a Docilosa que registrara la habitación de otra chica. No estaba bien; otra vulneración más. Aparte de las diminutas habitaciones que Jovina les concedía, pocas cosas tenían las prostitutas que pudiesen considerar de su propiedad. Apartó de su mente aquella idea perturbadora. Últimamente se habían hecho demasiados comentarios sobre ella. Y el reciente chismorreo en las termas resultaba mucho más preocupante que de costumbre. En lugar de la charla normal sobre las peticiones de los clientes, sobre las propinas que les habían o no dejado o sobre qué plegarias habían sido escuchadas, las mujeres cuchicheaban en corrillos, intranquilas por el mal ambiente del burdel.

A esas alturas, Fabiola ya se había acostumbrado a los celos que suscitaba que un cliente nuevo y rico preguntase por ella directamente por su nombre de pila y que rehusase incluso mirar la selección de prostitutas que Jovina le presentaba. Para minimizar lo mal que se sentía en tales ocasiones, bastante habituales, Fabiola siempre se aseguraba de que algunas de las propinas más cuantiosas llegasen a las otras mujeres. Hacía mucho que había descubierto que nada endulzaba más una opinión que una bolsa de sestercios. Sin embargo, cuando hacía un par de días Fabiola había oído por casualidad una conversación en voz baja a través de una puerta entreabierta, pensó que había llegado la hora de pedirle ayuda a Docilosa. En lo que había oído se notaba auténtico rencor. El miedo se empezó a apoderar de su corazón por primera vez desde que la obligaran a dejar la casa de Gemellus. Acababa de descubrir que quizá Romulus todavía estuviese vivo y, de repente, la vida se había vuelto muy valiosa.

Así pues, la mujer madura había entrado en la habitación la noche anterior, cuando todas las prostitutas estaban trabajando. De todos modos, nadie hubiese dado mucha importancia al hecho de verla entrar en una habitación. Docilosa limpiaba y ordenaba para todos los habitantes del Lupanar.

Además, la decisión de Fabiola de pedírselo había demostrado ser inteligente.

—¿Estás segura? —le preguntó.

Docilosa frunció el ceño.

—¿Qué otra cosa iba a ser? Hay una sola botella diminuta escondida bajo una baldosa suelta del suelo —contestó—. Pero no podía arriesgarme a cogerla para enseñártela.

—¿No era de perfume? —Fabiola no quería reconocer lo que ambas tenían claro.

La otra se rió burlona.

—Tomé una gota del líquido con una ramita —explicó la mujer—. Después la dejé caer sobre un trozo de pan que había en la mesa.

El respeto que Fabiola sentía por Docilosa crecía por momentos.

—Dejé la corteza en esa pequeña grieta que hay en la parte inferior del muro del jardín. ¿Sabes cuál digo?

—Por donde salen los ratones —respondió sin ánimo, porque ya sabía lo que Docilosa le iba a decir. Muchas veces Fabiola había observado divertida cómo aquellos diminutos animales se escurrían por el agujero y buscaban comida afanosamente. Los gatos del burdel eran incapaces de matar a todos los roedores, cosa que irritaba constantemente a Jovina.

Se produjo una pausa.

—Retrocedí unos pasos y esperé. No tardó mucho en aparecer uno. Se comió el pan en un periquete. —Docilosa miró a Fabiola con tristeza—. El ratón no había dado dos pasos y ya estaba muerto.

A la muchacha morena se le encogió el estómago, se acercó a la puerta para abrirla y comprobar que nadie escuchase en el pasillo. Aliviada al no ver a nadie, la cerró con cuidado y se dirigió a Docilosa.

—Veneno.

La palabra colgaba en el aire como si de una nube negra se tratase.

—No se puede confiar en ella —le espetó Docilosa—. Lo dije desde el principio.

Era imposible discutírselo. La prueba yacía en el jardín.

Fabiola suspiró. La relación con Pompeya hacía tiempo que no iba muy bien, pero nunca hubiese pensado que llegaría a eso. A pesar de todos sus esfuerzos, la pelirroja se había convertido en una peligrosa enemiga. Los celos habían convertido a la persona que había logrado que Fabiola se sintiese bien recibida en su primer día en el Lupanar en alguien que deseaba verla muerta.

Con lo bien que había empezado todo. Consciente de que necesitaría aliados para sobrevivir en su nueva vida, Fabiola había repuesto enseguida el perfume que le había dejado Pompeya y las dos se habían hecho buenas amigas. Claudia, la goda rubia, también había demostrado tener buen corazón. Las tres habían formado un grupito y enseguida habían empezado a pasar juntas el tiempo libre; Pompeya y Claudia daban consejos a la joven recién llegada, que ésta asimilaba con fruición. Desesperada por convertirse en la mejor, ganar clientes y tener influencia sobre ellos para poder rescatar a Romulus y a su madre, Fabiola los hacía enloquecer. Cuando su popularidad empezó a aumentar, la de Claudia decreció. La rubia tenía unos cuantos clientes devotos, nobles a los que les gustaba que los atasen y los dominasen. Curiosamente, aquello parecía satisfacer a Claudia.

Pero la nerviosa Pompeya no se había resignado tan rápido. Llevaba en el burdel casi cinco años, sin embargo en doce meses Fabiola había conseguido más clientes habituales que ella. Uno de los que mejores propinas le dejaba había preferido irse con Fabiola. Eso ya no lo pudo soportar. Su amistad empezó a flaquear y pronto la situación llegó hasta tal punto que apenas se saludaban. En un intento de mantener la amistad con las dos, Claudia no quiso inmiscuirse. Evidentemente Jovina notó enseguida las tensiones entre ambas y habló con Fabiola y con Pompeya por separado. El Lupanar era su dominio y lo protegía celosamente.

—No quiero problemas —había amenazado la arpía—. Los hombres siempre notan si las chicas no se llevan bien. No les gusta y es malo para el negocio. Esto tiene que acabar.

Fabiola estuvo contenta de dejar los problemas a un lado.

Pompeya, obviamente, no.

Los denarios tintinearon cuando Fabiola le entregó un pequeño portamonedas.

Docilosa calculó su peso inmediatamente.

—Esto es demasiado —protestó.

Fabiola se río.

—¿Por salvarme la vida? Nunca podré agradecértelo lo suficiente. —Se inclinó y besó a Docilosa en la mejilla.

Esta esbozó una sonrisa rara.

—Tendré que pasar más tiempo en la cocina —dijo Fabiola alegremente—. Observar cómo preparan mis comidas.

No consideraba probable que Catus o los otros esclavos estuviesen conchabados para envenenarla. Pompeya necesitaría entrar en las cocinas con algún pretexto. Tendría que hacer el trabajo sucio por sí misma. Jovina permitía a las prostitutas que pidiesen comida mientras no estuviesen trabajando, de manera que la cocina siempre bullía de actividad. No resultaría tan difícil bajar por el pasillo y agregar algo a un plato que estuviese en el mostrador, cerca de la puerta. Una chica más que fuese a buscar un bocado no llamaría mucho la atención.

De repente Fabiola se sintió inquieta. Era horrible saber que Pompeya deseaba su muerte. Aunque no le caían bien todas las mujeres, Fabiola no le deseaba ningún daño a ninguna. Tampoco alcanzaba a entender el grado de envidia que podía llevar a alguien a matar a otra persona por una cuestión tan trivial. A pesar de la espeluznante revelación, Fabiola no tenía ganas de matar a Pompeya. No es que tuviese miedo de hacerlo. Al fin y al cabo, deseaba ardientemente la muerte de un hombre.

Gemellus.

El gordo comerciante le había hecho cosas atroces a su madre durante años. Se merecía una muerte lenta y dolorosa. Y su padre también se merecía un viaje al Hades: un noble que había violado a una esclava sólo porque podía. En comparación con las personas que Fabiola odiaba con toda su alma, el caso de Pompeya resultaba patético. Irrisorio. Se hizo una advertencia. Había verdadero peligro. Si la pelirroja era capaz de comprar veneno, tenía que asumir que también estaba preparada para utilizar el mortífero líquido.

La vida en el burdel se había vuelto peligrosa y la tarea de controlar cómo le preparaban la comida no iba a pasar desapercibida. El envenenamiento era un método común para matar al enemigo en Roma, y los cocineros enseguida se darían cuenta de por qué Fabiola les observaba. Tampoco podía negarse a comer lo que preparasen en la cocina. Jovina se enteraría inmediatamente. Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda.

Tenía que hacer algo. Pronto.

Fabiola se mordió el labio, dudando cómo responder. Tenía que pensarlo. Ofrecer más oraciones a Júpiter y esperar a que le llegase la inspiración. Por alguna razón, estaba segura de que el dios más poderoso de Roma le daría una señal.

Docilosa sonrió maliciosa. Era una imagen poco común. Fabiola miró inquisitivamente a la mujer, preguntándose qué la complacía tanto.

—He tirado hasta la última gota en la cloaca —anunció Docilosa con aire triunfal—. He lavado bien la botella y la he llenado de agua del pozo.

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