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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (50 page)

BOOK: La legión olvidada
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A Fabiola se le levantó el ánimo por la inesperada revelación.

—Los dioses deben de haberte enviado hasta mí.

—Esa zorra pensará que el maleante que le ha vendido el veneno la ha estafado.

—O que soy inmortal.

Se rieron las dos.

El rostro de Docilosa poco a poco se puso serio otra vez.

—¿Qué vas a hacer, Fabiola? Pompeya es una mujer vengativa. No se conformará con esto, ya lo sabes.

Fabiola asintió. La astucia de Docilosa le daba más tiempo, pero nada más.

—Déjamelo a mí —dijo, fingiendo una seguridad que no sentía—. Ya se me ocurrirá algo.

Pero las cosas iban a empeorar.

Dos días después, Fabiola entró en su habitación al amanecer, cansada de una noche de mucho trabajo. Había tenido más clientes de lo habitual, pero el esfuerzo había valido la pena. Podía añadir tres áureos a sus ahorros y el último cliente había resultado ser un cuestor recién elegido. Alguien que en un futuro podría resultarle útil. Los políticos ambiciosos siempre eran una buena presa, y Fabiola le había vuelto loco de placer antes de dejarle alcanzar el orgasmo.

Volvería. Pronto.

Sonrió. Qué fácil era manipular a la mayoría de los hombres.

Después de lavarse bien, Fabiola solía desnudarse y meterse en la cama para dormir unas horas, un descanso bien merecido. Por razones que después nunca fue capaz de explicar, hubo algo que hizo que la muchacha de cabellos negros se fijase en el sencillo cubrecama de lana cuando iba a retirarlo.

Era extraño, tenía bultos.

Fabiola se quedó helada, el pulso se le aceleró mientras sus ojos captaban la forma gruesa y enrollada bajo el cubrecama. Entonces ésta se movió ligeramente y ella tuvo que ahogar un grito.

A Pompeya no la iban a disuadir.

Fabiola salió de puntillas al pasillo, cerró la puerta con cuidado y se fue a buscar a los porteros. Ellos sabrían qué hacer.

Cuando los dos porteros se enteraron, se enfadaron tanto que Fabiola tuvo que decirle a uno de ellos que se quedase en la puerta principal. Era justo antes del amanecer y, como los clientes ya se habían marchado, todo el mundo se había ido a la cama. Si los dos hombres se ponían a patear la casa iban a llamar demasiado la atención.

Fabiola ordenó a Vettius que la siguiera en silencio a su habitación. Respiraba hondo para liberar el terror que la había invadido al ver la forma en su cama. Todo saldría bien.

Al llegar a la puerta, el gigante de cabeza rapada la apartó con delicadeza.

—De esto me encargo yo —dijo, agarrando la porra de metal con tachones—. Me crié en un sitio con muchas serpientes.

Fabiola no discutió. Observaba a Vettius escudriñando el interior para comprobar que no hubiese nada en el suelo.

—No se ha movido —dijo sin girar la cabeza—. Quédate aquí hasta que te diga que puedes entrar sin peligro.

Fabiola le apretó la inmensa mano y, de repente, le preocupó poner en peligro la vida de un hombre al que consideraba un verdadero amigo.

—Ten cuidado.

El se volvió y le hizo un guiño.

—Júpiter me protegerá.

Todo estaba en silencio cuando Vettius entró en la pequeña cámara con el arma preparada en la mano derecha. Se acercó cuidadosamente a la cama, levantó con rapidez el extremo del lecho de paja más cercano a la pared y lo volcó en el suelo de piedra. Empezó a aporrear el montón de sábanas y mantas con los pies apartados, por si la serpiente se escabullía. A Fabiola le tranquilizaba que la ropa de cama amortiguase el ruido de los golpes. Era importante reducir al máximo el número de personas que supieran lo que pasaba.

Vettius gruñó satisfecho al cabo de unos instantes al ver la mancha roja que empezaba a formarse en la lana de la manta de Fabiola.

—Entra.

Fabiola miró a derecha y a izquierda, entró rápidamente y cerró la puerta.

—¿Está muerta? —preguntó nerviosa.

Vettius dio la vuelta al cubrecama y dejó al descubierto un bulto grueso y marrón, tan largo como el brazo de un hombre. La serpiente todavía se revolvía, pero tenía la cabeza destrozada.

Fabiola se estremeció al pensar lo que le podría haber pasado si se hubiese metido en la cama como de costumbre. Tenía que agradecérselo a Júpiter, pensó.

El portero observó un momento la piel manchada del lomo de la serpiente.

—Nunca había visto una serpiente así —comentó.

—¿No hay serpientes así en Italia?

Vettius negó con la cabeza.

—Debe de ser venenosa —caviló Fabiola—. ¿Por qué si no iba a estar en mi cama?

Vettius asimiló sus palabras poco a poco.

—¿Quién iba a hacer una cosa así? —preguntó entre dientes con expresión sombría—. Aquí te quiere todo el mundo.

—Baja la voz —contestó Fabiola con brusquedad, preocupada por si se habían oído los golpes fuera de la habitación.

Avergonzado, Vettius bajó la cabeza.

—Algunas muchachas me tienen envidia.

—Pero ¿hacer una cosa así? —Vettius señaló enfadado la serpiente aplastada en el suelo.

Fabiola se planteó un instante si contarle al portero el descubrimiento de Docilosa. Luego se imaginó lo que hubiese sentido si la serpiente la hubiese mordido al meterse en la cama. Al morirse antes de averiguar qué le había sucedido a Romulus.

—Ha sido Pompeya.

Vettius dio un grito ahogado de incredulidad.

—Pero si sois amigas.

—Nos hemos distanciado desde hace algún tiempo. —A Fabiola no le sorprendía que no supiese nada. Vettius y Benignus no eran conscientes de la complejidad de las relaciones entre las mujeres. Enseguida le explicó lo del frasco que Docilosa había encontrado debajo de una losa del suelo de la habitación de Pompeya.

—No tienes más que decirlo —declaró Vettius entre dientes, con los puños apretados—. Nosotros nos encargaremos de esa zorra. La llevaremos una noche a dar un paseo a orillas del Tíber.

—No —contestó Fabiola con firmeza—. Eso sería demasiado fácil. Y demasiado obvio. Jovina no debe sospechar nada o acabaremos los dos crucificados.

—Pero ésta ha sido la segunda vez —gruñó Vettius, y le dio una patada en la cabeza a la serpiente para enfatizar sus palabras—. Se supone que las chicas del Lupanar se cuidan entre sí.

Fabiola no lo dijo, pero con la serpiente eran tres. En otra ocasión, meses atrás, tres matones los habían atacado, a ella y a Benignus, cuando iban camino del Foro para depositar sus ahorros, y era obvio que aquello había sido planeado. Normalmente los robos a la luz del día se producían de forma espontánea, sin embargo esos hombres los habían seguido como tontos desde que habían salido del burdel. Alguien les había dado la información. Y no habían intentado robarle el dinero, detalle significativo que al portero grandullón se le había pasado por alto. Por el contrario, los ladrones habían amenazado a Fabiola con las dagas. Rápidamente Benignus la había empujado detrás de él y había desperdiciado la oportunidad de sonsacar información a los matones. Estaba enfurecido porque habían amenazado a «su» Fabiola. A uno le había roto el cuello, a otro lo había dejado vomitando en la cloaca todo lo que tenía en el estómago y al tercero lo persiguió entre la muchedumbre para regresar pocos momentos después con una sonrisa de satisfacción… y un puñal ensangrentado.

Ya no había duda alguna. Un intento de asesinato a plena luz del día. Veneno guardado en secreto. Los rumores que corrían por el burdel. Una serpiente venenosa en la cama. La casualidad no tenía nada que ver con todo aquello.

Fabiola se había estrujado el cerebro para averiguar quién estaba detrás. Había pocos candidatos. Que ella supiera, ninguno de los clientes que la habían visitado se había marchado ni una sola vez insatisfecho. Tampoco Jovina: el dinero lo era todo para la vieja madama, y Fabiola era quien le reportaba más beneficios. Los porteros la adoraban. Catus y los esclavos de la cocina no tenían ningún motivo para desear su muerte. Así pues, sólo quedaban las demás mujeres, y Fabiola las conocía bien prácticamente a todas. Intimidadas por su condición de prostitutas, la mayoría estaban contentas de vivir a la sombra de Fabiola.

Pompeya. Sólo podía ser Pompeya.

Los celos dominaban por completo a la pelirroja. Cuando la agresión fuera de las paredes del Lupanar había fracasado, había recurrido a otros métodos más discretos para intentar acabar con su enemiga.

—Se supone que vuestra obligación es protegernos, no hacernos desaparecer —dijo Fabiola, dando unas palmadas al musculoso brazo de Vettius.

Hacerse buena amiga de los dos porteros había sido una de sus mejores jugadas. Sabía que los dos preferían morir antes que permitir que le hiciesen daño. En respuesta Vettius le sonrió burlón, pero seguía muy preocupado.

—He acompañado a Pompeya en sus salidas —explicó—. Nunca lo había pensado hasta ahora, pero he visto a esa zorra hablar con miembros de los
collegia
. Y con las bandas de Milo. Incluso ha visitado recientemente el templo de Orcus. —El portero hizo la señal contra lo maligno—. Sólo hay una razón para entrar ahí.

Las palabras de Vettius resultaban preocupantes. La gente adoraba al dios de la muerte si albergaba malos sentimientos contra alguien. Un enjambre de vendedores, en las cercanías del templo, ofrecía a los visitantes pequeñas láminas de plomo sobre las que los escribas de los alrededores redactaban las palabras condenatorias que el cliente desease. Fabiola había oído que la gran piscina que había dentro de las paredes del templo estaba llena de maldiciones dobladas en trozos muy pequeños. Le entró un escalofrío sólo de pensarlo y masculló una rápida oración de agradecimiento a Júpiter por protegerla continuamente.

—Déjame que la mate.

Al final la ira bullía en su interior. La situación había ido demasiado lejos.

—Yo lo haré —dijo Fabiola, y miró a Vettius directamente a los ojos.

Había abierto la boca para responderle cuando Fabiola le señaló la serpiente, ya inmóvil.

—¡Por favor, córtale la cabeza a esa cosa!

Vettius se apresuró a obedecerla y se sacó del cinturón una daga de aspecto intimidatorio. Cuando hubo acabado levantó la mirada.

—Déjame la daga.

Vettius sonrió y se la dio.

Fabiola sujetó con fuerza el mango de hueso e intentó convencerse de su resolución. Se imaginó a Romulus matando para seguir con vida, primero como gladiador y después como soldado. El escalofriante pensamiento le dio fuerzas. Parecía que las cosas no eran muy diferentes en el Lupanar. A pesar de la traición de Pompeya, Fabiola seguía concentrada en el único propósito de su vida: salvar a su hermano. En su profesión solamente había una forma de conseguirlo: influir sobre los ricos y poderosos.

Y nadie se interpondría en su camino.

26 - La retirada

Partia, verano del 53 a.C.

Al final de la tarde, Craso reunió a sus siete legados. Por razones que sólo Sureña conocía, los partos hacía un rato que no atacaban. Tal vez quisiera dar a sus hombres un descanso bien merecido. El general romano conservaba el juicio suficiente para aprovechar el respiro que esto suponía. Como Craso ya no tenía caballería, las invencibles legiones estaban indefensas. Había que hacer algo. Y rápido.

Desesperado por tener alguna idea, con los ojos inyectados de sangre, miraba alrededor inquisitivamente. Seis de los oficiales con capa roja evitaron su mirada y bajaron la vista al suelo, a la arena caliente. Solamente Longino tuvo la valentía de devolvérsela.

—¿Qué debemos hacer? —la voz de Craso se quebró por la emoción—. Si nos quedamos nos masacrarán.

—Los hombres no resistirán otra carga, señor —contestó Longino de inmediato—. Sólo podemos hacer una cosa: batirnos en retirada.

Todos asintieron con renuencia. La situación era desesperada. Los ejércitos romanos rara vez huían del campo de batalla, pero en aquel ardiente infierno del desierto, las normas establecidas servían de poco.

—Sin el convoy de abastecimiento, no hay agua. Tenemos que retirarnos a Carrhae. —Longino habló con absoluta convicción.

Los otros farfullaron su asentimiento. Carrhae tenía pozos profundos y gruesas murallas de barro. Supondría un respiro de las mortíferas flechas partas.

—Y después, ¿qué?

Parecía que tras la muerte de Publio el general era incapaz de tomar una decisión.

—Nos dirigiremos hacia el norte. El terreno escarpado de las montañas nos ayudará. Con suerte, puede que encontremos a Artavasdes.

Craso cerró los ojos. Su campaña era una ruina, los planes de igualar a César y a Pompeyo se habían ido al traste.

—Toca a retirada —susurró.

—¿Los heridos, señor?

—Dejadlos.

—¿Está seguro, señor? —preguntó Comitianus, comandante de la Sexta—. Yo tengo más de quinientas bajas.

—¡Haz lo que digo! —gritó Craso.

—Tiene razón. Por una vez. Nos retrasarían demasiado —dijo Longino con dureza—. No tenemos más remedio.

No discutieron más y el legado de cabello canoso gritó una orden a los soldados más cercanos.

Momentos después, las trompetas tocaron las notas que no auguraban nada bueno y que un legionario no quería tener que escuchar nunca. Los heridos se movieron inquietos, pues sabían lo que les esperaba. Cinco de los mercenarios de Bassius no podían andar y los habían colocado en la retaguardia. Cuando la orden de retirada dejó de sonar, el veterano centurión se acercó a los heridos.

—Hoy habéis luchado valientemente, muchachos. —Bassius sonrió de un modo extraño—. Pero no tenéis muchas opciones. Debemos irnos inmediatamente de aquí y ninguno de vosotros puede seguir la marcha. Podéis quedaros —hizo una pausa—, o escoger una muerte rápida.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire caliente.

Incapaces de mirar a los ojos de sus compañeros, los hombres miraban al suelo. Se trataba de una decisión atroz, pero los partos serían inmisericordes.

—Todavía no estoy preparado para el Hades, señor —dijo un egipcio de piel oscura. Llevaba un vendaje ensangrentado en el muslo izquierdo—. Me llevaré a unos cuantos.

Un segundo soldado también decidió quedarse, pero los otros tres estaban malheridos. Demasiado débiles tanto para retirarse como para luchar, no tenían opción. Hablaron brevemente entre sí y se enderezaron.

—Que sea rápido, señor.

Bassius asintió sin contestar.

A Romulus se le formó un nudo en la garganta. Había matado a adversarios en la arena, pero en muy pocas ocasiones los conocía o había entrenado o luchado con ellos. Pero llevaba con aquellos tres soldados desde que habían embarcado en el
Achules
, hacía toda una vida. Tras casi dos años de campaña, Romulus conocía a los heridos lo suficientemente bien como para llorar su muerte.

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