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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

La legión olvidada (51 page)

BOOK: La legión olvidada
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El centurión estrechó con firmeza la mano de cada uno de ellos. Cuando se situó detrás, los tres inclinaron la cabeza y dejaron el cuello al descubierto. Iban a recibir la muerte del soldado, una forma honorable de morir.

El
gladius
de Bassius hizo un ruido suave al salir de la vaina. Sujetando la empuñadura con ambas manos, lo levantó al máximo manteniendo el borde afilado como una cuchilla hacia el suelo. Con un movimiento rápido el centurión dejó caer la espada y cortó la médula espinal. La muerte fue instantánea: el primer cuerpo cayó sin una queja. En silencio, Bassius se acercó al segundo y luego al tercero. Las ejecuciones piadosas fueron rápidas; estaba claro que el veterano ya había llevado a cabo esta espeluznante tarea con anterioridad.

En todas las líneas romanas, oficiales conscientes de la situación ejecutaban este mismo acto. Pero los partos no tenían ninguna intención de dejar que sus enemigos se batiesen ordenadamente en retirada y, antes de que se hicieran cargo de todos los heridos, lanzaron otro ataque.

Rápidamente, Bassius ordenó a su nuevo grupo de hombres exhaustos que formasen un cuadrado. Como Sido y otros cinco centuriones habían muerto, el veterano había asumido también el control de la cohorte regular. Ninguno de los aturdidos jóvenes oficiales cuestionó esa inusual medida. Bassius se despidió con un gesto del egipcio y de su compañero. Sentados espalda contra espalda, ambos tenían las espadas preparadas.

Con los ojos llenos de lágrimas, Romulus fue incapaz de mirar atrás.

—Son hombres valientes. —Había verdadero respeto en la expresión de Tarquinius—. Y así es como han decidido morir.

—Eso no hace que sea más fácil dejarlos —replicó.

—Quédate si quieres —dijo el etrusco—. Tú decides. Tal vez por esto no estaba seguro de si los tres íbamos a sobrevivir. —La expresión de sus ojos oscuros resultaba ilegible.

—Este no es momento de que mueras —terció Brennus con seguridad—. ¿De qué serviría?

Romulus se planteó la idea, pero no tenía sentido. Los heridos habían decidido libremente cómo acabar su vida y muriendo con ellos no demostraría nada. Todavía le quedaban muchas cosas por conseguir. Con el corazón triste, continuó la marcha.

La increíble fuerza de voluntad de Bassius mantuvo a su variopinto grupo unido cuando dejaron atrás el campo de batalla. Para alivio de los soldados, los jinetes partos no los persiguieron mucho tiempo. Al final, Romulus miró a su alrededor y vio a los grupos de guerreros dando vueltas a caballo en círculo y gritan do con regocijo. Uno movía en el aire una forma conocida. Era la mayor vergüenza: el águila de plata de una legión había caído en manos del enemigo. Al contemplar la escena, se desanimaron todavía más.

Bajo los cascos de los caballos, la inmensa llanura estaba cubierta de muertos y heridos hasta donde alcanzaba la vista. Las moscas pululaban sobre ojos secos de mirada fija, en las bocas entreabiertas, en los cortes sangrantes de espada. Casi quince mil soldados romanos nunca regresarían a Italia. Sobre ellos, nubes de buitres se dejaban llevar por las corrientes de aire ascendente.

El aire olía a estiércol, sangre y sudor. Había sido un mal día para la República.

—Muchos hombres siguen vivos todavía.

—Ya no podemos ayudarlos —admitió Brennus con tristeza.

—Olenus lo vio hace diecisiete años —dijo Tarquinius con cierta satisfacción—. Le hubiese gustado ver a los romanos en esta situación.

Romulus estaba horrorizado.

—¡Son nuestros compañeros!

—¿Y a mí qué más me da? —contestó el etrusco—. Roma masacró a mi pueblo y arrasó nuestras ciudades.

—¡Pero no esos hombres! ¡No fueron ellos!

Para su sorpresa, Tarquinius parecía desconcertado.

—Sabias palabras —reconoció—. Que su sufrimiento sea breve.

Apaciguado por el compromiso de alguien que odiaba todo lo que significaba la República, Romulus seguía sin poder borrar los gritos de su mente. Y una sola persona era la culpable de todo lo que había pasado, pensó enfadado.

Craso.

—¿Tu maestro predijo esta batalla? —Brennus estaba asombrado.

—Y nos vio en una larga marcha hacia el este —reveló el etrusco—. Ya empezaba a dudar de su predicción, pero ahora…

Abrieron unos ojos como platos.

—Los dioses obran de formas extrañas —masculló Brennus.

Romulus suspiró. El regreso a Roma no sería fácil.

—No es del todo seguro. —Una mirada lejana apareció en los ojos de Tarquinius, mirada que Romulus y el galo habían aprendido a conocer bien—. Es posible que el ejército todavía regrese al Eufrates. Todavía depende de Craso en buena medida.

—¡Dioses del cielo! ¿Por qué ir por ese camino? —Romulus gesticuló malhumorado señalando el desierto—. La seguridad. Italia. Todo está hacia el oeste.

—Veremos los templos que hizo construir Alejandro. —Tarquinius parecía ajeno a su presencia—. Y la gran ciudad de Barbaricum, en el océano índico.

—Más allá de donde ha llegado jamás un alóbroge —susurró Brennus—. O llegará.

—Nadie puede eludir el destino, Brennus —dijo Tarquinius de repente.

El galo palideció.

—¿Brennus? —Romulus nunca había visto a su amigo así.

—El druida me lo dijo el día que dejé la aldea —susurró.

—Druidas. Arúspices —comentó Tarquinius, y dio una palmada al galo en la espalda—. Somos todos lo mismo.

Brennus asintió con la cabeza, sobrecogido.

No se dio cuenta de la tristeza que había aparecido de forma fugaz en el rostro de Tarquinius.

«Sabe lo que va a suceder», pensó Romulus. Pero no era el momento para conversaciones largas. Era el momento de retirarse o morir.

El sol estaba bajo en el cielo, pero faltaban muchas horas para que la oscuridad ofreciese algo de protección a los exhaustos romanos. Lentamente las legiones se alejaron con dificultad de la devastación, hostigadas por flechas aisladas de partos entusiastas. La mayoría de los guerreros se había quedado atrás para matar a los romanos heridos y robar a los muertos.

Se trataba de una amarga ironía. Un número indeterminado de soldados todavía seguían muriendo en el campo de batalla y daban a sus compañeros la oportunidad de escapar.

El ejército derrotado fue diseminándose hacia el norte, hacia las murallas de Carrhae; a cada paso, los soldados heridos caían al borde del camino. A pocos les quedaban fuerzas para ayudar a los que se desplomaban. Todo aquel que no tenía suficientes fuerzas para marchar, moría. Bassius mantenía a su cohorte unida con rugidos y gritos, e incluso utilizó la hoja de la espada para que los exhaustos soldados siguiesen andando. Romulus todavía sintió más respeto por él.

Carrhae era una ciudad desierta que existía únicamente gracias a sus profundos, pozos subterráneos. Craso había enviado una fuerza de ocupación el año anterior porque sabía que el asentamiento podría resultar útil cuando se iniciase la invasión. Cuando los miles de soldados derrotados llegaron a Carrhae, ignoraron el pequeño campamento instalado en el exterior de las gruesas murallas de adobe. Los soldados pasaban por las puertas como una gran marea y se apoderaban de las casas y los alimentos de los desafortunados habitantes.

La mayoría tuvo que acampar fuera. Unos cuantos centuriones intentaron dar órdenes para que se construyesen las trincheras y las murallas, como se solía hacer al final de un día de marcha. Fracasaron. Los soldados habían sufrido demasiado para pasar tres horas cavando en la arena. Lo único que los oficiales consiguieron fue que los centinelas se colocasen a unos cientos de pasos en el desierto.

El sol se puso y bajaron drásticamente las temperaturas; al frío se sumó un fuerte viento. En el exterior de la ciudad, quienes no habían tenido la suerte de encontrar refugio pasaron la noche acurrucados juntos al aire libre. Todas las tiendas se habían perdido con el convoy de abastecimiento. Los heridos empezaban a morir de frío, de deshidratación y de cansancio. Nadie podía hacer nada.

Romulus y sus amigos requisaron una miserable choza de barro; a sus ocupantes los echaron a la calle en lugar de matarlos. Enseguida se quedaron dormidos como troncos. Ni siquiera el peligro de un ataque parto los mantenía despiertos.

En otras partes de la ciudad, los edificios más grandes, que habían pertenecido a la jefatura local antes de la ocupación romana, ahora eran los cuarteles del comandante de la plaza. Craso reunió allí a los legados para celebrar un consejo de guerra.

Las paredes desnudas, el suelo de tierra y los muebles de madera indicaban que Carrhae no era ni mucho menos una ciudad rica. Las antorchas de junco ardían en los soportes y creaban sombras que bailaban sobre las cansadas figuras. Los seis oficiales manchados de sangre se sentaron con el rostro inexpresivo, algunos con la cabeza entre las manos. Tenían delante las jarras de agua y el pan duro intactos. Aquello no tenía nada que ver con la lujosa tienda de mando de Craso, desaparecida hacía mucho con las muías.

Nadie sabía qué hacer ni qué decir. Los legados estaban anonadados. La derrota no era algo a lo que los romanos estuvieran acostumbrados. En lugar de conseguir una victoria aplastante y de saquear Seleucia, habían sucumbido a la ira parta. Estaban varados en territorio enemigo con el ejército destrozado.

Craso estaba sentado en un taburete bajo, mudo, sin intervenir en la poca conversación que tenían. El simple hecho de reunir a los oficiales parecía haber agotado toda la energía que le quedaba. A su lado se sentaba el comandante de la plaza, intimidado por la presencia de tantos oficiales de alto rango. El prefecto Gaius Quintus Coponius no había visto la magnitud de la matanza, pero la caballería íbera huida, en su camino al Eufrates, le había comunicado la impactante noticia. Más tarde había visto a los legionarios derrotados entrar tambaleándose en la ciudad. Una escena que jamás olvidaría.

Longino entró en la habitación a grandes zancadas, todo energía.

Pocos alzaron la vista.

El duro soldado se detuvo delante de Craso y saludó secamente.

—He hecho las rondas. La Octava ha perdido un tercio de sus soldados. Ahora que tienen agua y pueden descansar un poco, mis hombres están relativamente bien.

Craso estaba sentado muy quieto y con los ojos cerrados.

—¿Señor?

Seguía el silencio.

—¿Qué ha decidido? —preguntó Longino.

Comitianus carraspeó.

—Todavía no hemos llegado a un acuerdo. —No quería mirar a los ojos al otro—. ¿Qué creéis?

—Sólo tenemos una opción. —Longino dejó que asimilasen sus palabras—. Retirarnos hacia el río inmediatamente. Podemos alcanzarlo antes del amanecer.

—Mis soldados no pueden marchar esta noche —contestó un legado.

Se oyó un murmullo de acuerdo.

Sin mostrarse sorprendido, Longino miró a Comitianus.

—¿Y Armenia? —aventuró el comandante de la Sexta.

—El legado tiene razón, señor —respondió Coponius titubeante—. Retirarse hacia las montañas tiene mucho sentido. Hay muchos arroyos y el terreno escarpado entorpecerá el paso de los caballos.

—¿Las montañas? —Craso miró alrededor con nostalgia—. ¿Dónde está Publio?

No hubo respuesta.

—Se ha marchado, señor —dijo Longino al fin—. Al Elíseo.

—¿Está muerto?

Longino asintió con la cabeza.

Un sollozo escapó de los labios de Craso, que inclinó la cabeza, ajeno a quienes le rodeaban.

El enérgico oficial ya había visto bastante.

—Con su permiso, señor —dijo—. Me gustaría llevar el ejército a un lugar seguro. Esta noche.

Craso se balanceó en el taburete y miró al suelo.

Longino levantó la voz.

—Deberíamos retirarnos al abrigo de la oscuridad.

No hubo respuesta. Craso, el libertador de Roma, era como un bulto.

Longino se dio media vuelta para mirar a los demás.

—Quedaos con él —dijo displicente—, o seguidme. La Octava iniciará la marcha hacia el Eufrates dentro de una hora.

Un murmullo nervioso llenó la habitación. Esperó tamborileando nervioso con los dedos la empuñadura de su espada.

—Hay un lugareño que nos ha ayudado en muchas ocasiones, señor —empezó el prefecto, ansioso por complacer.

Longino levantó una ceja.

—Andromachus ha demostrado ser de confianza desde que tomamos Carrhae por primera vez. Muchos ataques partos se Frustraron gracias a su información.

—Déjame adivinar. —El tono de Longino estaba cargado de sarcasmo—. Ese Andromachus nos llevará a un lugar seguro.

—Eso dice, señor.

—¿Dónde he oído eso antes?

Coponius no desistió.

—Por lo que parece, las montañas están sólo a cinco o seis horas de marcha, señor.

—¿De verdad? ¡Por Júpiter! —exclamó Longino mordaz.

Pero los legados empezaron a susurrar animados.

Incluso Craso levantó la cabeza.

—¡Yo conozco el camino hasta el río! —Longino dio un puñetazo—. Estos salvajes son todos unos hijos de perra. No podemos confiar en ninguno. ¿Os acordáis de Ariamnes?

Se hizo un silencio que no presagiaba nada bueno.

—Publio —interrumpió Craso—. ¿Dónde está Publio?

Los oficiales estaban paralizados por la indecisión.

Al final, Comitianus reunió la valentía para hablar.

—Armenia parece la opción mejor —declaró inseguro—. Ese camino hacia el río es completamente llano.

—Según mis cálculos, hay como mínimo un día de marcha hasta las montañas. Podríamos alcanzar el Eufrates por la noche. ¿Quién está conmigo? —preguntó Longino.

Nadie le miró a los ojos.

El veterano no estaba preparado para tolerar semejante actitud de debilidad.

—¡Idiotas! ¡Os van a masacrar! —Se fue enfadado con la capa roja ondeando en la suave brisa.

Se produjo una pausa breve e incómoda antes de que el grupo empezase a preguntar a Coponius con impaciencia sobre la posible salvación. El valiente legado ya estaba olvidado. Era la única forma que tenían de reconciliarse consigo mismos por quedarse con Craso.

El comandante de la Octava cumplió su palabra. Al cabo de una hora la legión de Longino había partido, marchando por el desierto en silencio. Sólo algún golpe esporádico de una lanza contra el escudo delató su partida. Muy pocos de los exhaustos supervivientes se molestaron en mirar.

Romulus oyó el ruido de los pasos, el tintineo de las cotas de malla y las toses ahogadas y se levantó inmediatamente. Brennus roncaba plácidamente, pero el etrusco tenía los ojos completamente abiertos. Juntos caminaron hasta la puerta principal.

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