La legión olvidada

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

BOOK: La legión olvidada
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Cuatro esclavos de Roma marcados por un mismo destino. Juntos lucharán por su honor, libertad y venganza.

Rómulo y Fabiola son gemelos nacidos de una madre esclava y vendidos a los trece años: ella a un famoso prostíbulo y él a una escuela de gladiadores. Tarquinus es un adivino etrusco que odia a Roma y los romanos, y que se pasea por las calles de la ciudad en busca de venganza. Brennus es un galo, hecho prisionero tras la destrucción de su pueblo a manos de soldados del imperio, y ahora el gladiador más importante de la ciudad.

Las vidas de estos cuatro personajes se cruzarán de manera inevitable, al parecer marcadas por un mismo destino.

Los lectores disfrutarán con esta novela que narra la vida cotidiana de cuatro personajes muy distintos en la Roma del año 40 a.C. ya que su autor es un experto en historia militar y de Roma y reproduce con lujo de detalle la vida en la domus imperial, profundizando acerca de los gladiadores, el Lupanar y la superstición.

Ben Kane

La legión olvidada

La legión olvidada - 1

ePUB v1.0

elchamaco
30.04.12

ePUB v1.0 Elchamaco
30.04.12

Maquetado.

Del original

Título
Forgotten legion

Fecha de publicación
2009

De la traducción

Traducción
Mercè Diago Esteva

Fecha de publicación
05.2009

ISBN
9788466642019

Descripción: 560 p. 23x15 cm

Encuadernación: rúst.

Colección: Histórica

Materia/s: F - Ficción Y Temas Afines

AC.V. y P.v.G,

gracias.

Craso en el Eufrates perdió sus águilas, a su hijo y sus soldados, y él fue el último en perecer.

—Parto, ¿por qué te alegras? —preguntó la diosa—. Devolverás los estandartes y habrá un vengador de la muerte de Craso.

OVIDIO, Los Fastos

En su Historia Natural, Plinio el Viejo explica que a los supervivientes romanos de la batalla de Carrhae, en el 53 a. C, los enviaron a Margiana.

Esta zona, situada en el actual Turkmenistán, está a más de dos mil cuatrocientos kilómetros del lugar donde hicieron prisioneros a los hombres. Los diez mil legionarios, utilizados como guardas fronterizos, viajaron por tanto mucho más al este que la mayoría de los romanos de la época.

Pero su aventura no acaba ahí.

En el 36 a. C, el cronista chino Ban Gu dejó constancia de que los soldados del ejército dejzhjzh, un señor de la guerra huno y gobernador de una ciudad de la Ruta de la Seda, luchó en formación «de escama de pez». El término empleado para describir tal formación es único en la literatura china y muchos historiadores afirman que se refiere a un muro de protección. En aquella época sólo luchaban de ese modo los macedonios y los romanos. La instrucción militar griega tendría que haber perdurado en esa zona más de un siglo para haber podido influir en esos hombres. Cabe destacar que esa batalla tuvo lugar sólo diecisiete años después de la de Carrhae y a menos de ochocientos kilómetros de la frontera con Margiana.

Más al este, en China, se encuentra la localidad moderna de Liqian. Se desconoce el origen de este nombre, pero los estudiosos consideran que fue fundada entre el 79 A.c. y el 5 D.c. con el nombre de Lijien, que significa «Roma» en chino antiguo. Muchos de los habitantes actuales tienen rasgos caucásicos: pelo rubio, nariz aguileña y ojos verdes. Una universidad local está analizando muestras de ADN para determinar si estas personas son descendientes de los diez mil legionarios que marcharon hacia el este desde Carrhae y pasaron a la historia. La legión olvidada

Prólogo

Roma, 70 a.C.

Era la hora undécima,
[1]
y el brillo rojizo del atardecer teñía la extensa ciudad. Una brisa agradable hacía correr el aire entre los edificios abarrotados, lo cual suponía un alivio dado el bochornoso calor estival. Los hombres salían de sus casas para concluir los asuntos de la jornada, charlar frente a los comercios y beber de pie en las tabernas abiertas a la calle. Los gritos entusiastas de los comerciantes se disputaban la atención de los transeúntes mientras los niños jugaban en los umbrales de las puertas bajo la atenta mirada de sus madres. De algún lugar del centro, cercano al Foro, llegaba el sonido rítmico de los cánticos de un templo.

Se trataba de una hora del día segura que se dedicaba a la vida social, pero en los callejones y pequeños patios las sombras empezaban a alargarse. La luz del sol descendía de las elevadas columnas y estatuas de piedra de los dioses y otorgaba a las calles un color grisáceo, más oscuro y menos cordial. Las siete colinas que formaban el corazón de Roma serían las últimas zonas en recibir luz, hasta que la oscuridad se apoderase de la capital una vez más.

A pesar de la hora, el Foro romano seguía atestado. Flanqueadas por templos y el Senado, las basílicas —los enormes mercados cubiertos— estaban llenas de tenderos, adivinos, abogados y escribas que ejercían su oficio desde pequeños puestos. Ya era tarde, pero quizás alguien deseara redactar un testamento, oír una profecía o emitir un mandato judicial contra un enemigo. Los vendedores ambulantes circulaban por la zona intentando vender zumos de fruta que llevaba horas exprimida. Los políticos que habían estado trabajando hasta tarde en el Senado salían rápidamente y sólo se detenían para hablar si no podían evitar la mirada de un aliado. Al ver a sus amos, los grupos de esclavos abandonaban de inmediato los juegos de mesa tallados de forma rudimentaria en los escalones. Para evitar que se les ampollaran las espaldas quemadas por el sol, levantaban las literas rápidamente y se marchaban.

Un puñado de mendigos insistentes permaneció en los escalones del templo a la espera de recibir una limosna. Algunos estaban tullidos, pero eran orgullosos veteranos de las legiones, el ejército invencible que había proporcionado riquezas y prestigio a la República. Vestían los restos andrajosos del uniforme: cotas de malla más oxidadas que aros de hierro, túnicas marrones remendadas. A cambio de una moneda de cobre relataban sus aventuras bélicas: el derramamiento de sangre, la pérdida de extremidades, los compañeros enterrados en tierras lejanas.

Todo por la gloria de Roma.

A pesar de la luz decreciente, el Foro Boario, donde se comerciaba con animales, también estaba lleno de ciudadanos. El ganado puesto a la venta bramaba de sed tras pasar el día bajo el sol inclemente. Las ovejas y las cabras se apiñaban entre sí, aterrorizadas por el olor a sangre de los tajos situados a escasos metros. Sus dueños, modestos granjeros de los alrededores, se preparaban para llevarlas a los pastos nocturnos, más allá de las murallas. En el Foro Olitorio los puestos de comestibles también estaban atestados de clientes. Melones maduros, melocotones y ciruelas sumaban su fragancia a las especias de Oriente, el pescado fresco y los restos del pan del día. Los tenderos, deseosos de vender todas las frutas y verduras, ofrecían gangas a cualquiera a quien echaran el ojo. Las plebeyas cotilleaban al acabar las compras y entraban en los santuarios para rezar una oración apresurada. Los esclavos a los que habían enviado a comprar alimentos para los banquetes de última hora maldecían su suerte a medida que oscurecía.

Pero cualquiera que todavía estuviera en el exterior, lejos de esos espacios abiertos, se apresuraba para llegar a la seguridad que brindaban las casas. Ningún romano decente deseaba estar en la calle tras la puesta de sol, sobre todo en las callejuelas sombrías que separaban las
insulae
, los estrechos bloques de apartamentos en los que vivía la mayoría de los ciudadanos. De noche, los ladrones y los asesinos se adueñaban de las calles.

01 - Tarquinius

Norte de Italia, 70 a.C.

¡Míranos ahora! —exclamó Tarquinius—. Somos poco más que esclavos. —Casi no quedaban etruscos que gozaran de poder político o influencia. Habían quedado reducidos a ser campesinos pobres o, como Tarquinius y su familia, trabajadores en grandes fincas.

—Calenus fue el mejor arúspice de nuestra historia. ¡Sabía leer el hígado como nadie! —Olenus movió las manos nudosas, emocionado—. Ese hombre sabía lo que los etruscos no podían o no querían comprender en aquel momento. Nuestras ciudades nunca se unificaron y por eso, cuando Roma reunió el poder necesario, fueron derrotadas una tras otra. Si bien fue un proceso que se prolongó durante más de ciento cincuenta años, Calenus acertó en la predicción.

—Se refería a quienes nos aplastaron.

Olenus asintió.

—Cabrones romanos. —Tarquinius arrojó una piedra hacia el lugar en el que había estado el cuervo.

Ni siquiera sospechaba lo mucho que, en secreto, el arúspice admiraba su velocidad y su fuerza. La piedra voló lo suficientemente rápido como para matar a un hombre en caso de alcanzarle.

—Algo difícil de aceptar, incluso para mí —reconoció Olenus con un suspiro.

—Sobre todo teniendo en cuenta cómo nos dominan. —El joven etrusco dio un trago de un odre de agua y se lo pasó a su mentor—. ¿A qué distancia está la cueva de aquí?

—No demasiado lejos. —El arúspice dio un buen trago—. Sin embargo, hoy no es el día.

—¿Me has hecho venir hasta aquí arriba para nada? ¡Pensaba que me enseñarías el hígado y la espada!

—Iba a hacerlo —contestó Olenus con suavidad. El anciano se dio la vuelta y empezó a bajar la colina, canturreando y apoyándose en el lituo para mantener el equilibrio—. Pero hoy los augurios no son buenos. Es preferible que regreses al latifundio.

Hacía ocho años que había oído hablar por primera vez del
gladius
de Tarquino, la espada del último rey etrusco de Roma, y el hígado de bronce, uno de los escasísimos escantillones que los adivinos utilizaban para aprender su arte. Tarquinius se moría por ver la pieza antigua de metal. Había sido el tema principal de muchas lecciones, pero se guardaba muy mucho de contradecir a Olenus y poco importaba tener que esperar unos cuantos días más. Se recolocó el morral y comprobó que las ovejas y cabras hubiesen bajado.

—De todos modos tengo que venir aquí arriba con el arco para pasar unos días matando lobos. —Tarquinius dijo esto en un tono despreocupado—. No hay que dejar que esas bestias piensen que sus actos no tienen consecuencias.

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