El bueno, el feo y la bruja

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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

BOOK: El bueno, el feo y la bruja
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La vida es dura para la sexy e independiente cazarrecompensas Rachel Morgan, merodeando en las sombras más oscuras del centro de Cincinnati en busca de criaturas de la noche que son delincuentes.

Puede manejar a los vampiros e incluso enzarzarse con uno o dos demonios maliciosos. Pero un asesino en serie que se alimenta de expertos en la más peligrosa magia negra excede, sin lugar a dudas, sus capacidades.

Enfrentarse a un antiguo e implacable ser maligno no es ningún juego de niños… y esta vez Rachel será afortunada de escapar con el alma intacta…

Kim Harrison

El bueno, el feo y la bruja

ePUB v1.0

zxcvb66
27.07.12

Título original:
The Good, the Bad, and the Undead

Kim Harrison, 2005.

Traducción: Elena Castillo Maqueda

Editor original: zxcvb66 (v1.0)

ePub base v2.0

Para el hombre que sabe que lo primero es la cafeína,

que después está el chocolate y en tercer lugar el romance;

y que también sabe cuándo debe invertirse el orden.

Agradecimientos

Quisiera dar las gracias a Will por su ayuda e inspiración con la joyería de los Hollows, al igual que a la doctora Carolinne White por su inestimable ayuda con gran parte del latín. Y especialmente quisiera dar las gracias a mi editora, Diana Gill, por darme la libertad de llevar mi obra hacia áreas a las que nunca pensé ir y a mi agente, Richard Curtis.

1.

Me coloqué sobre el hombro la correa del depósito de agua de riego y me estiré para que la boquilla llegase hasta la maceta colgante. Notaba los cálidos rayos del sol sobre mi mono azul de trabajo. Al otro lado de las estrechas ventanas de cristal había un patio pequeño, rodeado de oficinas de ejecutivos.

Entorné los ojos por la luz y apreté el gatillo de la manguera para que saliera un chorrito siseante de agua. Oí a alguien aporrear el teclado del ordenador y pasé a la siguiente maceta. Las conversaciones telefónicas se filtraban desde la oficina, detrás del mostrador de recepción, acompañadas por unas carcajadas que sonaron como el ladrido de un perro. Hombres lobo. Los que estaban en lo más alto de la manada eran los que parecían más humanos, pero siempre se delataban al reírse.

Eché un vistazo a la fila de macetas que colgaban frente a las ventanas hasta el acuario, colocado tras el mostrador de la recepcionista. Sí, había aletas color crema, una con un lunar negro en la parte derecha. Era esa. La carpa criada por el señor Ray y que presentó al concurso anual de peces de acuario de Cincinnati. El ganador del año pasado siempre se exhibía en la recepción, pero ahora había dos peces y faltaba la mascota de los Howlers. El señor Ray era un fan de los Den, el rival del equipo de inframundanos de béisbol. No hacía falta ser muy listo para sumar dos y dos y ver que el resultado era un pez robado.

—Vaya —dijo la alegre mujer tras el mostrador al levantarse para colocar un taco de papel en la bandeja de la impresora—, ¿está Mark de vacaciones? No me ha dicho nada.

Asentí sin mirar a la secretaria, que vestía un elegante traje color crema, y seguí arrastrando mi equipo de riego otro metro más. Mark se había tomado unas cortas vacaciones en el hueco de la escalera del edificio en el que había estado trabajando antes de este. Ahora estaba inconsciente gracias a una poción de sueño de corta duración.

—Sí, señora —contesté elevando la voz y fingiendo un leve ceceo—, pero me dijo qué plantas tenía que regar. —Escondí la manicura roja de mis uñas en la palma antes de que las viese. No pegaban con la imagen de la chica que riega las plantas. Tenía que haberlo pensado antes—. Todas las de esta planta y luego los árboles de la azotea.

La mujer sonrió enseñando sus dientes más bien grandes. Era una mujer lobo y debía estar bien arriba en el escalafón de la manada de la oficina, a juzgar por su refinamiento. El señor Ray no se conformaría con una secretaria perra cuando podía pagar un sueldo lo suficientemente alto para una loba. Emanaba un ligero olor a almizcle que no resultaba desagradable.

—¿No te ha dicho Mark que hay un ascensor de servicio en la parte de atrás del edificio? —dijo amablemente—. Te será más fácil que arrastrar ese carrito por las escaleras.

—No, señora —contesté encasquetándome aun más la fea gorra con el logotipo del jardinero—, creo que quería ponerme las cosas difíciles para que no le quite el puesto. —A la vez que se me aceleraba el pulso, empujé el carrito de Mark con las herramientas de podar, las bolitas fertilizantes y el sistema de riego y seguí avanzando por la fila. Ya sabía lo del ascensor y la situación de las seis salidas de emergencia y de los pulsadores de las alarmas de incendio, y dónde guardaban los dónuts.

—Hombres —dijo haciendo una mueca exasperada y sentándose de nuevo frente al ordenador—, ¿no se dan cuenta de que si quisiésemos gobernar el mundo lo haríamos?

Le dediqué un gesto afirmativo y algo evasivo con la cabeza y eché un poquito de agua en la siguiente maceta. Creía que, en realidad, ya lo hacíamos.

Un tenso zumbido se elevó por encima del ruido de la impresora y del débil murmullo de la oficina. Era Jenks, mi socio, quien obviamente estaba de mal humor al salir de la oficina del jefe y dirigirse hacia mí. Sus alas de libélula estaban rojas por la agitación y desprendían polvo pixie que creaba efímeros rayos dorados.

—Ya he terminado con las plantas de aquí —dijo en voz alta cuando aterrizó en el borde de la maceta colgante frente a mí. Se colocó las manos en las caderas, al estilo de un Peter Pan madurito convertido en basurero con su diminuto mono azul de trabajo. Su mujer incluso le había hecho una gorra a juego—. Lo único que necesitaban era agua. ¿Te ayudo con algo aquí o puedo irme a dormir a la furgoneta? —preguntó cáusticamente.

Me descolgué la mochila con el depósito de agua y desenrosqué la tapa de arriba.

—Me vendrían bien unas bolitas de fertilizante —apunté, mientras me preguntaba qué problema tendría.

Refunfuñando, voló hasta el carrito y comenzó a hurgar en él. Alambres verdes, rodrigones y tiras para test de pH usadas volaron por todas partes.

—Ya la tengo —dijo sacando una bolita casi tan grande como su cabeza. La dejó caer en el depósito y burbujeó. No era una bolita fertilizante, sino un oxigenador y creador de capa protectora. ¿De qué sirve robar un pez si se te muere por el camino?

—¡Ay, Dios mío, Rachel! —susurró Jenks aterrizando en mi hombro—. ¡Es poliéster! ¡Llevo puesto poliéster!

Me tranquilicé al entender a cuento de qué venía su mal humor.

—No pasa nada.

—¡Me está matando! —dijo rascándose vigorosamente el cuello—, no puedo llevar poliéster. Los pixies somos alérgicos, ¿lo ves? —Inclinó la cabeza para apartar su rubio pelo del cuello, pero estaba demasiado cerca para enfocarlo—. Verdugones, y además apesta. Huelo el petróleo. Llevo puesto un dinosaurio muerto. No puedo llevar un animal muerto. Es de bárbaros, Rachel —alegó.

—Jenks —dije enroscando la tapa del depósito para volver a colgármelo al hombro, sacudiéndome al pixie de paso—, yo llevo puesto lo mismo. Te aguantas.

—¡Pero es que apesta! —dijo revoloteando frente a mí.

—Poda algo —le dije entre dientes.

Me hizo un gesto obsceno con ambas manos, planeando de espaldas. Bah. Me llevé la mano al bolsillo trasero de mi feo mono azul en busca de mis tijeras de podar. Mientras la señorita Profesional de la Oficina escribía una carta, abrí una banqueta plegable y comencé a cortar las hojas de las macetas que colgaban junto a su mesa. Jenks empezó a ayudarme y tras unos instantes le pregunté en voz baja:

—¿Está todo listo?

Él asintió sin apartar la vista de la puerta abierta de la oficina del señor Ray.

—La próxima vez que mire su correo se activará todo el sistema de seguridad de Internet. Se tardan cinco minutos en arreglarlo si uno sabe lo que hace, cuatro horas si no se tiene ni idea.

—Solo necesito cinco minutos —dije, empezando a sudar por el sol que entraba por la ventana. Olía a jardín aquí dentro, a un jardín con un perro mojado jadeando sobre las frías baldosas.

El pulso se me aceleró y pasé a la siguiente maceta. Estaba detrás de la mesa y la mujer se irguió. Había invadido su territorio, pero tendría que aguantarse. Era la encargada de las plantas. Esperaba que atribuyese mi creciente tensión al hecho de estar tan cerca de ella y seguí trabajando. Tenía una mano en la tapa del depósito de riego. Un giro de muñeca y lo destaparía.

—¡Vanessa! —gritó alguien airadamente desde la oficina de atrás.

—¡Allá vamos! —dijo Jenks volando hasta el techo, hacia las cámaras de seguridad.

Me giré para ver a un hombre enfadado, que, claramente, se trataba de un hombre lobo por su delgada complexión, asomándose a medias desde la oficina.

—Lo ha vuelto a hacer —dijo con la cara roja y aferrándose con sus manos robustas al marco de la puerta—. Odio estos aparatos. ¿Qué había de malo en el papel? A mí me gustaba el papel.

Una sonrisa profesional asomó en la cara de la secretaria.

—Señor Ray, seguro que le ha vuelto a gritar al ordenador. Ya se lo he dicho, los ordenadores son como las mujeres, si les gritas o les pides que hagan demasiadas cosas a la vez, se cierran en banda y no te dejan ni olerlas.

Él gruñó y desapareció en la oficina, sin darse cuenta, o ignorando que acababa de amenazarlo. El pulso se me aceleró y puse la banqueta junto a la pecera.

Vanessa suspiró.

—Que Dios lo guarde —masculló y se levantó—. Ese hombre podría romperse las pelotas con la lengua. —Me echó una mirada de exasperación y entró en la oficina haciendo sonar sus tacones—. No toque nada —dijo en voz alta—, ya voy.

Di una inspiración corta.

—¿Cámaras? —susurré.

Jenks me cayó encima.

—Tienes un bucle de diez minutos.

Voló hacia la puerta principal para posarse en la moldura sobre el dintel e inclinarse para vigilar el pasillo. Sus alas se convirtieron en un borrón y me hizo un gesto con el pulgar hacia arriba.

Se me erizó la piel por la expectación. Quité la tapa del acuario, luego saqué una red verde de un bolsillo interno del mono. Subida encima de la banqueta me remangué hasta el codo y metí la red en el agua. Inmediatamente los dos peces salieron disparados hacia la parte de atrás.

—¡Rachel! —bufó Jenks de pronto en mi oído—. Es buena, ya casi lo ha solucionado.

—Limítate a vigilar la puerta, Jenks —dije mordiéndome el labio. ¿Cuánto se tardaba en pescar un pez? Empujé una piedra para llegar al pez que se escondía detrás y salió disparado hacia delante.

El teléfono empezó a sonar con un suave zumbido.

—Jenks, ¿puedes cogerlo? —dije tranquilamente mientras inclinaba la red y los atrapaba en el rincón—. Ya te tengo…

Jenks vino disparado desde la puerta y aterrizó con los pies por delante contra el botón iluminado.

—Oficina del señor Ray, espere un momento, por favor —dijo en voz alta y aguda.

—Mierda —maldije cuando el pez se revolvió y se escurrió de la red—, vamos, solo quiero llevarte a casa, pedazo de carne escurridiza con aletas —dije entre dientes intentando animarlo—. Casi… casi… —estaba entre la red y el cristal. Si se quedase quieto solo un momento…

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