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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El bueno, el feo y la bruja (2 page)

BOOK: El bueno, el feo y la bruja
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—¡Oye! —exclamó una voz grave desde el pasillo. La adrenalina me hizo levantar la cabeza de golpe. Un hombre bajito con una barba recortada y una carpeta de papeles me miraba desde el pasillo que llevaba al resto de las oficinas—. ¿Qué haces? —inquirió beligerantemente.

Miré al acuario con mi brazo dentro. La red estaba vacía. El pez se había escapado.


Mmm
, ¿se me han caído las tijeras? —dije.

Desde la oficina del señor Ray, por el otro lado se oyeron los tacones de Vanessa y un gritito ahogado.

—¡Señor Ray!

Maldición. Se acabó la parte fácil.

—Plan B, Jenks —dije y tiré de la parte de arriba del acuario con un gruñido.

En la otra habitación Vanessa gritaba al ver la pecera inclinarse y derramar cien litros de agua asquerosa sobre su mesa. El señor Ray apareció junto a ella. Salté de la banqueta y caí al suelo, tambaleante y empapada de cintura para abajo. Nadie se movía, estaban conmocionados. Recorrí el suelo con la mirada.

—¡Ya te tengo! —grité lanzándome a por el pez que buscaba.

—¡Va a por el pez! —gritó el hombre bajito mientras más gente acudía desde el pasillo—. ¡Detenedla!

—¡Vamos! —chilló Jenks—. Yo me encargo de ellos.

Jadeante, seguí al pez, rebuscando encorvada e intentando atraparlo sin hacerle daño. Se revolvía y retorcía. Resoplé al atraparlo entre mis dedos. Levanté la vista tras meterlo en el depósito de agua y apretar bien la tapa.

Jenks parecía una luciérnaga endemoniada revoloteando entre los hombres lobo, blandiendo lápices frente a ellos y lanzándoselos a las partes más sensibles. Un pixie de diez centímetros estaba manteniendo a raya a tres lobos. No me sorprendió. El señor Ray se contentaba con observar hasta que se dio cuenta de que había robado uno de sus peces.

—¿Qué diablos haces con mi pez? —inquirió con la cara roja de rabia.

—Irme —contesté. Se abalanzó contra mí con sus robustas manos por delante. Solícitamente tomé una de ellas y le lancé contra mi pie. Se retiró tambaleante, apretándose el estómago.

—¡Deja de jugar con esos perros! —le grité a Jenks y busqué una salida—. Tenemos que irnos.

Levanté el monitor de Vanessa y lo lancé contra uno de los ventanales. Hacía mucho tiempo que quería hacer lo mismo con el de Ivy. El cristal se rompió con un satisfactorio
crac
, y la pantalla quedó tirada en el césped. Más lobos entraron en la habitación con pinta de estar muy enfadados y apestando a almizcle. Agarré el depósito de riego con un movimiento rápido y me lancé por la ventana.

—¡A por ella! —gritó alguien.

Mis hombros tocaron el recortado césped y rodé hasta ponerme en pie.

—¡Arriba! —dijo Jenks en mi oído—. Por aquí.

Salió disparado atravesando el pequeño patio cerrado. Lo seguí a la vez que me colgaba el pesado depósito a la espalda. Con las manos libres pude escalar la celosía, ignorando las espinas que atravesaban mi piel.

Cuando llegué arriba respiraba entrecortadamente. El chasquido de las ramas al partirse me decía que nos seguían. Me arrastré sobre el borde de piedras y alquitrán de la terraza y eché a correr. El aire estaba recalentado aquí arriba. Ante mí se extendía una panorámica de los tejados de Cincinnati.

—¡Salta! —gritó Jenks al llegar al borde.

Confiaba en Jenks, así que haciendo aspavientos con los brazos y los pies salté del tejado.

Me subió de golpe la adrenalina al notar mi estómago que caía. ¡Era un aparcamiento! ¡Me había hecho saltar del tejado para aterrizar en un aparcamiento!

—¡No tengo alas, Jenks! —le grité, apretando los dientes y flexionando las rodillas. Un fogonazo de dolor me invadió al golpear el suelo. Caí hacia delante y me arañé las palmas de las manos. Al romperse la correa, el depósito con el pez se golpeó contra el suelo con un sonido metálico. Rodé para amortiguar el impacto. El depósito de riego metálico salió dando vueltas. Aún resoplando de dolor me abalancé a por él y mis dedos lo rozaron justo antes de que rodara bajo un coche. Maldiciendo me tiré al suelo y me estiré para alcanzarlo.

—¡Allí está! —gritó alguien.

Oí un golpe sobre el coche bajo el que estaba, después otro. De pronto el suelo junto a mi brazo tenía un agujero y me salpicaron afilados fragmentos de metralla. ¿Me estaban disparando? Gruñendo me arrastré por el suelo y tiré del depósito. Protegiendo al pez, reculé.

—¡Eh! —grité apartándome el pelo de los ojos—. ¿Qué coño estáis haciendo? ¡Es solo un pez! ¡Y ni siquiera es vuestro!

El trío de lobos se me quedó mirando desde el tejado. Uno se llevó la mirilla del arma al ojo. Me di la vuelta y empecé a correr. Esto ya no valía los quinientos dólares. Cinco mil quizá. La próxima vez, me prometí mientras corría pesadamente hacia Jenks, averiguaré todos los pormenores antes de aplicar la tarifa estándar.

—¡Por aquí! —chilló Jenks. Trozos de asfalto rebotaban y me golpeaban a cada eco de los disparos. El aparcamiento no estaba vallado. Mis músculos temblaban por el flujo de adrenalina. Atravesé corriendo la calle y me adentré entre los peatones. El corazón me saltaba en el pecho. Aminoré el ritmo para mirar hacia atrás. Vi sus siluetas recortadas en el horizonte. No habían saltado. No tenían necesidad. Les había dejado suficiente sangre en la celosía. Aun así, no creí que me siguieran. No era su pez, era de los Howlers.

Y ahora el equipo de béisbol de inframundanos de Cincinnati me pagaría el alquiler.

Mis pulmones respiraban agitadamente mientras intentaba acomodar mi paso al de la gente que me rodeaba. Hacía calor y sudaba dentro de mi mono de poliéster. Jenks probablemente estaba cubriéndome las espaldas, así que entré en un callejón para cambiarme. Dejé el pez en el suelo y reposé la cabeza en la fresca pared del edificio. Lo había logrado. Había pagado el alquiler de otro mes más.

De un tirón me quité el amuleto de disfraz que llevaba al cuello. Inmediatamente me sentí mejor. La falsa apariencia de morena con pelo castaño y nariz grande desapareció para revelar mi pelirroja melena rizada que me llegaba hasta los hombros y mi pálida piel. Me miré los arañazos de las palmas de las manos y me las froté con cuidado. Debería haber traído un amuleto contra el dolor, pero quería llevar los menos conjuros posibles por si me pillaban y mi «intento de robo» se convertía en «intento de robo con lesiones». La primera no era nada, pero con la segunda me metería en un buen lío. Soy cazarrecompensas. Conozco la ley.

Mientras la gente pasaba por la boca del callejón, me quité el mono empapado y lo metí en un contenedor. Fue un gran alivio. Me agaché para desdoblar el bajo de mis pantalones de cuero sobre mis botas negras. Al incorporarme, advertí un nuevo arañazo en los pantalones y me giré para evaluar el destrozo. El bálsamo para el cuero de Ivy serviría de algo, pero el suelo y el cuero no hacían buenas migas. Bueno, mejor que se arañe el pantalón que yo; al fin y al cabo ese era el motivo por el que los llevaba.

La brisa de septiembre resultaba agradable en la sombra mientras me remetía el top negro de cuero con cuello halter y volvía a coger el depósito de agua. Sintiéndome más yo misma, volví a salir al sol y le coloqué la gorra en la cabeza a un niño que pasaba, que la miró y luego me sonrió e hizo un tímido saludo con la mano. Enseguida su madre se inclinó para preguntarle de dónde la había sacado. Sintiéndome en paz con el mundo caminé por la acera, haciendo resonar los tacones de mis botas y sacudiéndome el pelo. Me dirigí a Fountain Square, donde iban a recogerme. Me había dejado las gafas de sol allí por la mañana y con suerte seguirían allí. Que Dios me perdone, pero cómo me gustaba ser independiente.

Hacía casi tres meses desde que me harté de sufrir las asquerosas misiones que mi antiguo jefe en la Seguridad del Inframundo me venía encargando. Me sentía utilizada y completamente infravalorada, así que rompí la regla no escrita y abandoné la si para abrir mi propia agencia. En aquel momento parecía una buena idea, pero tener que sobrevivir a la consiguiente amenaza de muerte al no poder pagar el soborno para romper mi contrato me abrió los ojos. No lo habría logrado de no ser por Ivy y Jenks.

Aunque parezca mentira, ahora que había empezado a tener un nombre propio, las cosas parecían más difíciles en lugar de más fáciles. Era cierto que había empezado a sacar rendimiento a mi título de bruja creando tanto hechizos que antes solía comprar como otros que nunca me pude permitir. Pero el dinero era un verdadero problema. No es que no consiguiese trabajo, el problema era que el dinero no parecía durar mucho en el tarro de las galletas de encima de la nevera.

Lo que conseguí por demostrar que un clan rival le había colgado una maldición a un hombre zorro había servido para renovar mi licencia de bruja. Antes lo pagaba la si. Recuperé un espíritu familiar para un hechicero y me lo gasté en el seguro médico. No sabía que los cazarrecompensas éramos «inasegurables». La si simplemente me dio una tarjeta y la estuve usando durante el tiempo que estuve allí. Luego tuve que pagar al tipo que le quitó la maldición letal a mis cosas que seguían en el almacén, tuve que comprarle a Ivy un albornoz de seda para reemplazar el que le estropeé y comprarme un par de modelitos para mí, ahora que tenía una reputación que mantener.

Pero la sangría continua de mi economía tenía que deberse a las carreras de los taxis. La mayoría de los conductores de autobús de Cincinnati me reconocían de lejos y no me recogían, por eso tenía que venir Ivy a buscarme. No era justo. Hacía ya casi un año desde que accidentalmente dejé sin pelo a todos los que iban en un autobús cuando intentaba detener a un hombre lobo.

Me sentía harta de estar casi arruinada, pero el dinero por haber recuperado la mascota de los Howlers me sacaría de los números rojos, al menos durante otro mes. Y los lobos no me seguirían. No era su pez. Si se quejaban a la si, tendrían que explicar de dónde lo habían sacado ellos.

—¡Eh, Rachel! —dijo Jenks descendiendo de quién sabe dónde—. No te sigue nadie. ¿Y cuál era el plan B?

Arqueé las cejas y lo miré de reojo mientras continuaba volando junto a mí, siguiendo mi ritmo con exactitud.

—Agarrar al pez y salir como alma que lleva el diablo.

Jenks se rió y aterrizó en mi hombro. Se había deshecho de su diminuto uniforme y volvía a ser el de siempre, con una camisa de seda color verde militar de manga larga y sus mallas. Llevaba un pañuelo en la cabeza para indicarle a cualquier pixie o hada cuyo territorio atravesase que iba en son de paz. Sus alas brillaban con los destellos del polvo pixie restante tras la emoción vivida.

Aminoré el paso al llegar a la plaza. Busqué a Ivy con la mirada, pero no la vi. Sin preocuparme fui a sentarme en una zona seca de la fuente. Pasé los dedos bajo el borde del murete buscando mis gafas de sol. Llegaría en un momento. Esa mujer vivía siguiendo el horario a rajatabla.

Mientras Jenks revoloteaba bajo el agua pulverizada para librarse del resto del «olor a dinosaurio», abrí las gafas y me las puse. Mi entrecejo se relajó al mitigar las gafas la luz de esa tarde de septiembre. Estiré mis largas piernas y con gesto indiferente me quité el amuleto de olor que llevaba al cuello y lo dejé caer en la fuente. Los lobos habían rastreado mi olor y si finalmente me seguían, el rastro acabaría aquí en cuanto me metiese en el coche de Ivy y nos marchásemos.

Deseando que nadie me hubiese visto, miré a la gente a mi alrededor: un lacayo de vampiro anémico y nervioso ocupado con las tareas diurnas de su amante, dos humanos que susurraban y se reían sin quitar ojo de las feas cicatrices de su cuello, un brujo cansado, no, creo que era un hechicero pues no olía a secuoya, sentado en un banco cercano mientras se comía una magdalena, y yo. Respiré lentamente, tranquilizándome. Tener que esperar a que te recojan era un completo anticlímax.

—Ojalá tuviese coche —le dije a Jenks inclinando el depósito con el pez para acomodarlo entre mis pies. A diez metros de nosotros los atascos eran intermitentes. El tráfico había aumentado e imaginé que serían más de las dos, cuando empezaba el lapso de tiempo durante el cual los humanos y los inframundanos comenzaban su batalla diaria por coexistir en el mismo espacio limitado. Las cosas se ponían muchísimo mejor cuando el sol se ocultaba y la mayoría de los humanos se retiraban a sus casas.

—¿A qué viene tanto interés por un coche? —preguntó Jenks posado en mi rodilla. Empezó a limpiarse sus alas de libélula con pasadas largas y serias—. Yo no tengo coche. Nunca lo he tenido y voy a todas partes. Los coches son un problema —dijo, pero yo ya no le estaba escuchando—. Tienes que ponerles gasolina y hacerles el mantenimiento y dedicarle tiempo a lavarlos y tienes que tener un sitio para aparcar y luego el dinero que hay que dedicarles. Son peor que una novia.

—Aun así —dije sacudiendo el pie para irritarlo—, ojalá tuviese coche. —Miré a la gente a mi alrededor—. James Bond nunca tuvo que esperar el autobús. Me he visto todas sus películas y nunca esperó un autobús —dije mirando con los ojos entornados a Jenks—. Habría perdido su encanto.


Mmm
, sí —dijo prestando atención a algo a mis espaldas—, además creo que también es más seguro. A las once en punto. Lobos.

Se me aceleró la respiración al mirar y la tensión volvió a apoderarse de mí.

—Mierda —susurré, cogiendo el depósito. Eran los mismos tres. Lo sabía por lo encorvados que iban y por sus respiraciones profundas. Con las mandíbulas apretadas me levanté e interpuse la fuente entre nosotros. ¿Dónde se había metido Ivy?

—¿Rachel? —inquirió Jenks—, ¿por qué te siguen?

—No lo sé. —Mis pensamientos fueron a la sangre que dejé en los rosales. Si no podía romper el rastro de mi olor, me seguirían hasta mi casa. Pero ¿por qué? Con la boca seca me senté, dándoles la espalda y sabiendo que Jenks vigilaba—. ¿Me han olfateado? —le pregunté.

Jenks se elevó con un entrechocar de alas.

—No —dijo volviendo apenas un segundo después—. Tienes más o menos media manzana de ventaja, pero tienes que ponerte en marcha ya.

Nerviosa, sopesé el riesgo de quedarme allí quieta y esperar a Ivy o moverme y que me viesen.

—Maldita sea, ojalá tuviese coche —mascullé. Me incliné para mirar por la calle, buscando el alto techo azul de un autobús, un taxi o lo que fuese. ¿Dónde demonios estaba Ivy?

Con el corazón acelerado me levanté. Apreté el depósito contra mí y me dirigí a una calle con la intención de entrar en el edificio de oficinas adyacente y perderme entre la muchedumbre mientras esperaba a Ivy. Pero un gran Ford Crown Victoria negro se detuvo, interponiéndose en mi camino. Miré enfurecida al conductor pero la tensión de mi cara se desvaneció cuando bajó la ventanilla y se inclinó sobre el asiento delantero.

BOOK: El bueno, el feo y la bruja
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