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Authors: Kim Harrison

Tags: #Fantástico, Romántico

El bueno, el feo y la bruja (8 page)

BOOK: El bueno, el feo y la bruja
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—¿Que está jugando con tus niños?

—Sí, no es mal tipo… cuando lo conoces. —Jenks saltó a través del agujero para pixies—. Te lo mando dentro en cinco minutos, más o menos, ¿vale? —dijo desde el otro lado del cristal.

—Que sean diez —dije en voz baja, pero ya se había ido. Arrugando el ceño cerré la ventana, le eché el pestillo y comprobé dos veces que las cortinas estaban bien cerradas. Cogí el perfume que Jenks me había sugerido y me eché un poco. Me rodeó el olor a canela. Ivy y yo habíamos estado buscando durante los últimos tres meses un perfume que cubriese su aroma natural mezclado con el mío. Este era uno de los mejores.

Da igual que estuviesen vivos o muertos, los vampiros se dejaban llevar por sus instintos que se disparaban con las feromonas y olores. Estaban más a merced de sus hormonas que los adolescentes. Producían un olor casi indetectable que se quedaba donde ellos habían estado, como una especie de señal odorífera que les indicaba a los otros vampiros que este era su territorio y que se largasen. Era mucho mejor que como lo hacían los perros, pero al vivir juntas como lo hacíamos nosotras el olor de Ivy perduraba en mí. En una ocasión me explicó que era una estrategia de supervivencia que ayudaba a aumentar la esperanza de vida de las sombras al evitar la caza furtiva. Yo no era su sombra, pero ahí estaba de todas formas. Todo se reducía a que los aromas de nuestros olores naturales mezclándose tendían a actuar como un afrodisíaco de sangre que se lo ponía a Ivy más difícil a la hora de resistirse a sus instintos, fuese practicante o no.

Una de las pocas discusiones que Nick y yo habíamos tenido había sido sobre por qué tenía que soportar a Ivy y la constante amenaza que suponía para mi libre albedrío si se olvidaba de su promesa de abstinencia una noche y yo no podía esquivarla. La verdad era que ella se consideraba mi amiga, pero aun más revelador era que había relajado la férrea cautela que ejercía sobre sus sentimientos y me había dejado ser su amiga también. Tal honor se me había subido a la cabeza. Ivy era la mejor cazarrecompensas que había visto jamás, y me sentía permanentemente halagada por el hecho de que dejase su brillante carrera en la si para trabajar conmigo y salvarme el culo.

Ivy era posesiva, dominante e impredecible. También era la persona con la voluntad más fuerte que había conocido por luchar una batalla consigo misma que, de ganarla, podría privarla de la vida después de la muerte. Y estaba dispuesta a matar para protegerme por que yo la consideraba mi amiga. Dios, ¿cómo podría alejarme de alguien así?

Excepto cuando estábamos solas y se sentía a salvo de reproches, o bien se mantenía con una fría indiferencia o entraba en el clásico estilo de dominación sexi de los vampiros. Había descubierto que esta era su forma de alejarse de sus sentimientos por miedo a que si mostraba debilidad, perdería el control. Creo que tenía su cordura sujeta con alfileres gracias a que vivía indirectamente a través de mí conforme iba dando trompicones por la vida, disfrutando el entusiasmo con el que yo aceptaba cualquier cosa, desde encontrar un par de zapatos de tacón rojos en rebajas hasta aprender un hechizo para noquear aun tipo malo y feo. Y mientras mis dedos se movían sobre los perfumes que había comprado para mí, me volví a preguntar si quizá Nick tendría razón y nuestra extraña relación se estaba adentrando en un área hacia la que no quería que fuese.

Me vestí rápidamente y me encaminé hacia la cocina vacía. El reloj sobre el regadero indicaba que eran casi las cuatro. Tenía tiempo de sobra para hacerle un hechizo a Glenn antes de irnos.

Saqué uno de mis libros de hechizos de la estantería de debajo de la isla central y me senté en mi sitio de costumbre en la mesa antigua de madera de Ivy. Me llené de satisfacción al abrir el tomo amarillento. La brisa que entraba por la ventana empezaba a refrescar, prometiendo una noche fría. Me encantaba estar aquí, trabajando en mi preciosa cocina rodeada por terreno consagrado, a salvo de cualquier mal.

El hechizo contra los picores fue fácil de encontrar, tenía las esquinas dobladas y estaba salpicado de antiguas manchas. Dejé el libro abierto y me levanté para sacar mi perol de cobre más pequeño y mis cucharas de cerámica, era raro que los humanos aceptasen un amuleto, pero quizá si me veía cómo lo preparaba, Glenn lo hiciera. Su padre en una ocasión aceptó uno de mis amuletos contra el dolor.

Estaba midiendo el agua de manantial con la probeta graduada cuando le oí arrastrar los pies en los escalones traseros.

—¿Hola?, ¿señorita Morgan? —dijo Glenn abriendo la puerta y pegando con los nudillos—. Jenks me ha dicho que podía entrar.

No levanté la vista de mis cuidadosas medidas.

—Estoy en la cocina —dije en voz alta.

Glenn apareció en la habitación. Se fijó en mi nuevo vestuario recorriendo con los ojos desde mis zapatillas peludas rosa, subiendo por mis medias de nailon negras, la falda corta a juego, mi blusa roja y terminando en el lazo negro que recogía mi pelo mojado. Si iba a ver a Sara Jane de nuevo quería estar guapa.

En la mano Glenn llevaba un puñado de hojas de verbasco, unos capullos de diente de león y flores de alegría. Parecía avergonzado y tenso.

—Jenks, el pixie, me dijo que quería esto, señora.

Señalé con la cabeza el mostrador de la isla.

—Puedes dejarlo ahí. Gracias. Siéntate.

Con precipitación forzada cruzó la habitación y dejó las plantas. Vacilando unos segundos apartó la que normalmente era la silla de Ivy y se sentó. Se había quitado la chaqueta y dejaba a la vista la funda con su pistola de forma obvia y agresiva. En contraste, se había soltado la corbata y el último botón de su almidonada camisa, dejando ver un mechón de pelo moreno.

—¿Dónde está tu chaqueta? —pregunté sin darle importancia e intentando averiguar su estado de ánimo.

—Los chicos… —Titubeó—. Los niños pixie la están usando para hacer un fuerte.

—Ah. —Escondí una sonrisa rebuscando en la estantería de especias para encontrar mi vial de sirope de amapola del bosque. La capacidad de Jenks para convertirse en un grano en el culo era inversamente proporcional a su tamaño. Su habilidad para ser un amigo incondicional también. Al parecer Glenn se había ganado la confianza de Jenks, ¿quién lo hubiera dicho?

Contenta de que la ostentación de su pistola no fuese dirigida a intimidarme, eché una cucharada de sirope y sacudí la cuchara de cerámica para despegarle los restos de la sustancia pegajosa. Se creó un incómodo silencio acentuado por el rumor del fuego de gas. Noté su mirada fija en mi pulsera de hechizos con sus diminutos amuletos entrechocando suavemente. El crucifijo no necesitaba ninguna explicación adicional, pero tendría que preguntármelo si quería saber para qué eran los demás. Solo me quedaban unos míseros tres… los anteriores se habían quemado hasta quedar inservibles cuando Trent asesinó al testigo que los llevaba puestos con una explosión en un coche.

La mezcla puesta al fuego empezó a echar vapor y Glenn aún no había dicho ni una palabra.

—Bueeeno —dije alargando la palabra—. ¿Llevas mucho tiempo en la AFI?

—Sí, señora. —Era conciso, distante y condescendiente.

—¿Puedes dejar ya lo de «señora»? Llámame simplemente Rachel.

—Sí, señora.

Oooh
, pensé,
va a ser una tarde muy divertida
. Molesta, agarré las hojas de verbasco, las puse en mi mortero manchado de verde y las machaqué usando más fuerza de la necesaria. Dejé que la pasta absorbiese el líquido un momento. ¿Por qué me molestaba en hacerle un amuleto? No iba a usarlo.

La poción estaba hirviendo, bajé el fuego y programé el temporizador tres minutos. Tenía forma de vaca y me encantaba. Glenn seguía callado mientras me observaba con cautelosa desconfianza mientras apoyaba la espalda en la encimera.

—Te estoy preparando algo para que deje de picarte —le dije—. Válgame Dios, te compadezco.

Su cara se endureció.

—El capitán Edden me obliga a venir contigo, pero no necesito tu ayuda.

Enfadada cogí aire para responderle que podía tirarse de cabeza desde una escoba voladora, pero cerré la boca. «No necesito tu ayuda» era antes mi mantra. Pero los amigos hacen que las cosas sean mucho más fáciles. Arrugue el ceño pensativamente. ¿Qué fue lo que hizo Jenks para convencerme? Ah, sí. Maldecir y decirme que era una estúpida.

—Por lo que a mí respecta te puedes ir al cuerno —dije con tono simpático—, pero Jenks te echó polvos pixie y me dijo que eras alérgico. Se te está extendiendo por todo el sistema linfático. ¿Quieres que te siga picando toda la semana simplemente porque eres demasiado arrogante como para usar un simple hechizo contra el picor? Esto es para niños. —Le di un capirotazo con la uña al perol y sonó metálico—. Como una aspirina, baratísimo. —En realidad no lo era, pero Glenn probablemente no lo aceptaría si supiese lo que costaba en una tienda de conjuros. Era un hechizo medicinal de tipo dos. Probablemente tendría que haberme metido en un círculo para hacerlo, pero para cerrarlo tendría que conectar con siempre jamás y verme bajo la influencia de una línea luminosa probablemente le daría un susto de muerte a Glenn.

El detective no quería mirarme a los ojos. Retorcía los pies como si estuviese luchando para no rascarse la pierna por encima de los pantalones. El temporizador sonó, o más bien mugió, y dejándolo para que se decidiese, añadí los capullos de alegrías y dientes de león, aplastándolos después contra las paredes del perol y removiendo en el sentido de las agujas del reloj, nunca al contrario. Soy una bruja blanca, al fin y al cabo.

Glenn abandonó cualquier esfuerzo por no rascarse y lentamente se frotó el brazo por encima de la manga de la camisa.

—¿Nadie se enteraría de que he sido hechizado?

—No a menos que te hiciesen una prueba de hechizos. —Estaba un poco decepcionada. Lo que temía era admitir abiertamente que usaba magia. Estos prejuicios no eran raros, pero después de haber probado una aspirina en una ocasión, prefiero sufrir el dolor a tragarme otra. Supongo que no soy la más indicada para hablar de esto.

—Bueno, vale. —Era una admisión muy reacia.

—Muy bien. —Añadí a la poción un poco de raíz rallada de sello de oro y subí el fuego para que hirviese a borbotones. Cuando las burbujas se volvieron amarillentas y olían a alcanfor, apagué el fuego. Estaba casi listo.

Con este hechizo salían las habituales siete porciones y me pregunté si me pediría que malgastase una en mi antes de confiar en que no iba a convertirlo en sapo. Aunque esa no era mala idea. Podría colocarlo en el jardín para mantener a las babosas alejadas de las plantas. Edden no lo echaría en falta al menos en una semana.

Los ojos de Glenn estaban fijos en mí mientras sacaba siete discos de secuoya limpios del tamaño de una moneda de diez centavos y los iba colocando en la encimera donde él pudiese verlos.

—Casi he terminado —dije con forzada jovialidad.

—¿Eso es todo? —preguntó con sus ojos marrones abiertos como platos.

—Esto es todo.

—¿No hay que encender velas, ni dibujar círculos, ni decir las palabras mágicas?

Negué con la cabeza.

—Estás hablando de magia de líneas luminosas y es latín, no palabras mágicas. Las brujas de líneas luminosas toman su poder directamente de la línea y necesitan toda esa pompa ceremonial para controlarlas. Yo soy una bruja terrenal. —Gracias a Dios—. Mi magia también proviene de las líneas luminosas, pero se filtra de forma natural a través de las plantas. Si fuese una bruja negra, la mayoría provendría de los animales.

Me sentía como si estuviese haciendo de nuevo mi examen de laboratorio. Rebusqué en el cajón de la cubertería una aguja de punción digital. Apenas noté la afilada punta en la yema de mi dedo y apreté para conseguir las tres gotas necesarias para la poción. El olor a secuoya y a moho ascendió espeso, cubriendo el olor a alcanfor. Me había salido bien. Sabía que sí.

—¡Le has echado sangre! —dijo y levanté la cabeza ante su tono de asco.

—Bueno, claro, ¿cómo si no se supone que iba a activarla? ¿Metiéndola en el horno? —Arrugué en ceño y me remetí tras la oreja un mechón de pelo que se había escapado del lazo—. Toda la magia requiere que se pague un precio de muerte, detective. La magia terrenal blanca lo paga con mi sangre y matando las plantas. Si quisiese hacer un hechizo negro para dejarte sin sentido, o convertir tu sangre en alquitrán, o que te entrase hipo, tendría que usar algunos ingredientes desagradables, como partes de animales. La magia negra de verdad requiere no solo mi sangre, sino el sacrificio de animales. —
O de humanos o de inframundanos
.

Mi voz sonó más dura de lo que pretendía y mantuve la mirada baja mientras medía las dosis y dejaba que los discos de secuoya las absorbiesen. La mayor parte de mi raquítica trayectoria en la si consistió en cazar a artífices de hechizos grises (brujos que tomaban un conjuro blanco, como uno para dormir y le daban un mal uso), pero también había detenido a creadores de conjuros negros. La mayoría eran brujos de líneas luminosas, ya que solo los ingredientes necesarios para hacer un conjuro negro bastaban para que los brujos terrenales siguiesen siendo blancos. ¿Ojo de tritón y dedo de rana? No, gracias. ¿Sangre extraída del bazo de un animal aún vivo y arrancarle la lengua mientras chillaba hasta expirar su último aliento en el éter? Asqueroso.

—Yo no haría un conjuro negro —le dije a Glenn que permanecía en silencio—, no solo es una locura asquerosa, sino que además la magia negra siempre vuelve a por ti. —Y cuando las cosas salían a mi manera acababan con mi pie en el estómago y mis esposas en las muñecas.

Elegí un amuleto, me apreté el dedo para dejar caer en él otras tres gotas de mi sangre para invocar el hechizo. Las absorbió rápidamente, como si el hechizo tirase de la sangre de mi dedo. Se lo ofrecí recordando la época en la que había sentido la tentación de hacer un hechizo negro. Sobreviví, pero salí con mi marca de demonio y eso que lo único que hice fue mirar un libro. La magia negra siempre rebotaba. Siempre.

—Tiene tu sangre —dijo asqueado—. Haz otro y le pondré mi sangre.

—¿La tuya? No serviría de nada. Tiene que ser sangre de brujo. La tuya no tiene las enzimas necesarias para acelerar un hechizo. —Se lo ofrecí de nuevo y negó con la cabeza. Frustrada apreté los dientes—. Tu padre usó uno, humano quejica. ¡Cógelo ya para que podamos seguir con nuestras vidas! —Empujé el amuleto violentamente hacia él y lo cogió con cautela.

BOOK: El bueno, el feo y la bruja
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